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– Voy a seguir haciendo lo mismo. Buscar el “Dei Gloria”.

Después anduvo por la habitación, lentamente, para comprobar que todo había vuelto a su orden primitivo. Alineó un Tintín en su estante con los otros, y luego rectificó la posición del marco con la fotografía en la que Coy había reparado con frecuencia: la adolescente rubia y cubierta de pecas junto al militar bronceado, sonriente, en mangas de camisa. Actuaba, observó él, como si tuviera agua fría en las venas. Mas de pronto la vio detenerse, retener el aire en los pulmones y exhalarlo, y era menos un gemido que un resoplar de furia, mientras golpeaba la mesa con la palma de la mano, brusca y secamente, con una violencia inesperada que debió de sorprenderla a ella misma, o dolerle mucho, pues se quedó inmóvil, otra vez contenido el aliento, contemplándose desconcertada la mano como si no fuera suya.

– Malditos sean -dijo en voz muy baja.

Se controló, y Coy pudo advertir el esfuerzo que hacía para conseguirlo. Los músculos de sus mandíbulas estaban tensos, la boca apretada cuando respiró hondo por la nariz mientras buscaba nuevas cosas que poner en orden, como si nada hubiera ocurrido diez segundos antes.

– ¿Qué se han llevado?

– Nada imprescindible -seguía mirando alrededor-. El Urrutia lo devolví esta mañana al museo, y tengo dos buenas reproducciones de la carta esférica con las que trabajar… Las cartas modernas las han dejado todas menos una, que tenía anotaciones a lápiz en los márgenes. También había datos en el disco duro del ordenador, pero no son importantes.

Coy se removió, incómodo. Habría estado más a sus anchas con unas lágrimas, unos lamentos indignados o algo así. En tales casos, pensaba, un hombre sabe qué hacer. O al menos cree saberlo. Cada uno asume su papel, como en el cine.

– Deberías olvidarte de esto.

Se había vuelto con extrema lentitud, como si de pronto él se hubiera convertido en uno de los objetos del salón cuya posición era conveniente rectificar.

– Oye, Coy. Yo no te pedí que te metieras en mis asuntos. Tampoco te he pedido ahora que me des consejos… ¿Entiendes?

Es peligrosa, pensó de pronto. Tal vez incluso más que quienes le han puesto la casa patas arriba y han matado al perro. Más que el enano melancólico y que el dálmata cazador de tesoros. Todo esto ocurre porque ella es peligrosa, y ellos lo saben, y ella sabe que ellos lo saben. Peligrosa incluso para mí.

– Entiendo.

Movió la cabeza, entre evasivo y resignado. Aquella mujer tenía una facilidad pasmosa para hacerlo sentirse responsable y al mismo tiempo recordarle lo gratuito de su presencia allí. Sin embargo, Tánger no parecía satisfecha con la escueta respuesta de Coy. Seguía observándolo como el boxeador que ignora la campana o la amonestación del árbitro.

– Cuando era pequeña adoraba las películas de vaqueros -dijo inesperadamente.

Su tono distaba de ser evocador, o tierno. Hasta parecía contener una suave burla de sí misma. Pero estaba mortalmente seria.

– ¿Te gustaban esas películas, Coy?

La miró sin saber qué decir. Contestar a aquello habría necesitado medio minuto de transición, pero ella no le dio tiempo a buscar una respuesta. Tampoco parecía importarle.

– Viéndolas -prosiguió- decidí que hay dos clases de mujeres: la que se pone a dar gritos cuando atacan los apaches, y la que coge un rifle y dispara por la ventana.

No era su tono agresivo, sino firme; y sin embargo, Coy sentía endiabladamente agresiva aquella firmeza. Ella calló, y parecía que no fuese a añadir nada más. Pero tras un instante se detuvo ante la fotografía en su marco y entornó los ojos. Su voz sonó ahora ronca y baja:

– Yo quería ser soldado y llevar el rifle.

Coy se tocó la nariz. Luego se frotó la nuca y fue ejecutando, uno tras otro, los gestos que solían caracterizar su desconcierto. Me pregunto, se dijo, si esta mujer intuye mis pensamientos o si es precisamente ella quien me los pone dentro y luego los baraja y los extiende sobre la mesa como si se tratara de un mazo de cartas.

– Ese Palermo -dijo por fin me ofreció trabajo.

Retuvo el aliento. Había sacado del bolsillo la tarjeta de visita con los números de teléfono del gibraltareño. La alzó entre dos dedos, moviéndola un poco. Ella no se fijaba en la tarjeta, sino en él. Lo hacía con tanta fijeza como si pretendiera perforarle el cerebro.

– ¿Y qué le dijiste?

– Que lo pensaré.

La vio sonreír apenas. Un segundo de cálculo y dos segundos de incredulidad.

– Estás mintiendo -declaró-. Si fuera así, no estarías ahora sentado ahí, mirándome -la voz pareció suavizársele-… Tú no eres de ésos.

Coy desvió la vista hacia la ventana, echando un vistazo afuera, abajo y a lo lejos. Tú no eres de ésos. En algún sitio polvoriento de su memoria, Brutus le preguntaba a Popeye si era hombre o ratón, y éste respondía: ‘Soy marinero’. Un tren se acercaba lentamente a la enorme visera que cubría los andenes de Atocha, con su prolongada articulación siguiendo un camino misterioso trazado en el laberinto de vías y señales. Sentía un rencor preciso como el filo de una navaja. Tú no tienes ni idea, pensó, de esos de los que soy. Miró el reloj en su muñeca. El Talgo cuyo billete de segunda clase llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta iba desde hacía rato camino de Barcelona. Y él allí de nuevo, como si nada hubiera cambiado. Miró la alfombra donde había estado “Zas”. O tal vez, reflexionó, se encontraba otra vez allí precisamente porque algunas cosas habían cambiado. O porque maldito fuera si tenía la menor idea al respecto. De pronto se estremeció en su interior y algo cruzó su mente como un fogonazo cálido; y supo, naturalmente, que estaba allí porque un día iba a enseñarle algo a aquella mujer. El pensamiento lo agitó tanto que afloró a su rostro, pues ella lo miró inquisitiva, sorprendida por el cambio que acababa de registrarse en su expresión. Coy casi tartamudeaba en su propio silencio. Iba a enseñarle algo que ella creía saber y no sabía; algo que ella no podría controlar tan fácilmente como los gestos, las palabras, las situaciones y, en apariencia, a él mismo. Pero había que esperar, antes de que llegara ese momento. Por eso estaba allí, y no tenía otra cosa que la espera. Por eso ambos sabían que esa vez ya no iba a marcharse. Por eso estaba atrapado, tragándose el trocito de queso hasta el alambre. Cling. Chas. Hombre, o ratón. Al menos, se consoló, no dolía. Tal vez al final, cuando sea mi vez, dolerá. Pero todavía no. Descruzó las piernas, volvió a cruzarlas y se recostó un poco más en el sofá, las manos caídas a los lados. Sentía el pulso latirle despacio y fuerte en las ingles. Supongo, se dijo, que la palabra exacta es miedo. Uno sabe que hay rocas delante, y eso es todo. Navega, mira el mar, siente la brisa en la cara y el salitre en los labios, pero no se deja engañar. Lo sabe.

Tengo que decir algo, pensó. Cualquier cosa que nada tenga que ver con lo que siento. Algo que la haga ponerse al timón de nuevo, o más bien que me permita verla otra vez allí. A fin de cuentas es ella quien manda, y todavía estamos lejos de mi cuarto de guardia.

Rompió la tarjeta en dos trozos, dejándolos sobre la mesa. No hubo comentarios al respecto. Asunto zanjado.

– Sigo sin verlo claro -dijo Coy-. Si no hay tesoro, ¿en qué puede interesarle a Nino Palermo un barco hundido en 1767?

– Los buscadores de naufragios no sólo andan detrás de tesoros -ahora Tánger se había acercado, sentándose en una silla frente a Coy, inclinado el cuerpo hacia adelante para acortar la distancia que la separaba de él-. Un barco hundido hace dos siglos y medio puede tener mucho interés si se conserva bien. El Estado paga por el rescate… Se hacen exposiciones itinerantes… No todo es el oro de los galeones. Hay cosas que valen casi tanto como eso. Fíjate, por ejemplo, en la colección de cerámica oriental que iba a bordo del “San Diego”… Su valor es incalculable -se detuvo y estuvo un poco en silencio, entreabiertos los labios, antes de proseguir-. Además, hay otra cosa. El desafío. ¿Entiendes?… Un barco hundido es un enigma que fascina a muchos.

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