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– El mar cubre dos tercios del planeta -dijo inesperadamente Palermo-. ¿Imagina todo lo que ha ido a parar al fondo en los últimos tres o cuatro mil años? El cinco por ciento de los barcos que han navegado… Como se lo digo. Al menos el cinco por ciento está bajo las aguas. El más extraordinario museo del mundo: ambición, tragedia, memoria, riqueza, muerte… Objetos que valen dinero si los sacamos a la superficie, pero también… ¿Comprende? Soledad. Silencio. Sólo quien ha sentido un escalofrío de terror ante la silueta oscura de un casco hundido… Hablo de la penumbra verdosa de allá abajo, si sabe a lo que me refiero… ¿Sabe a lo que me refiero?

El ojo verde y el ojo pardo estaban clavados en Coy, animados por un brillo súbito que parecía febril, o peligroso, o tal vez las dos cosas a la vez.

– Sé a qué se refiere.

Nino Palermo le dirigió una vaga sonrisa de aprecio. Había pasado la vida, contó, metiéndose en el agua primero por cuenta de otros y luego por cuenta propia. Había visitado pecios cubiertos de coral en el mar Rojo, descubierto un cargamento de cristal bizantino frente a Rodas, buscado libras esterlinas en el “Carnatic” y rescatado en Irlanda doscientos doblones, tres cadenas de oro y un crucifijo de piedras preciosas del galeón “Gerona”. Había trabajado con los equipos de rescate de los barcos del mercurio “Guadalupe” y “Tolosa”, y con Mel Fisher en el “Atocha”. Pero también había buceado entre los espectrales barcos de la flota hundida a ochenta metros en la Martinica, junto al Monte Pelado, visitado el casco del “Yongala” en el mar de las Serpientes, y el del “Andrea Doria” en su tumba acuática del Atlántico. Había visto el “Royal Oak” panza arriba en el fondo de Scapa Flow y la hélice del corsario “Emdem” en el atolón de los Cocos. Y a veinte metros de profundidad, bajo una luz fantasmal dorada y azul, el esqueleto medio deshecho de un piloto alemán en la cabina de su Focke-Wulf hundido frente a Niza.

– No me negará -dijo- que es un currículum.

Se detuvo y, haciendo un gesto al camarero, pidió otro whisky para él y una nueva tónica para Coy, que ni siquiera había tocado la otra. Se habrá calentado, dijo. Buscar bajo las aguas era su modo de vida y su pasión, prosiguió luego, mirándolo como si desafiara a probar lo contrario. Pero no todos los naufragios eran importantes, explicó; en la antigüedad ya hacían rescates los buceadores griegos. Por eso los más apetecibles eran aquéllos sin supervivientes: al carecerse de información sobre el lugar del hundimiento, permanecían ocultos e intactos. Y ahora, Palermo había hallado una nueva pista. Una buena y hermosa pista virgen en un libro antiguo. Un nuevo misterio, o desafío, y la posibilidad de buscar una respuesta.

– Entonces -había levantado su vaso como si buscase a alguien para arrojárselo a la cara- cometí el error de… ¿Comprende? El error de acudir a esa zorra.

Quince minutos más tarde, la segunda tónica seguía intacta sobre la mesa, tan caliente como la primera. En cuanto a Coy, se le habían disipado un poco más los vapores del Centenario Terry y se hallaba al corriente del envés de la trama. O al menos de la versión sostenida por Nino Palermo, ciudadano británico con residencia en Gibraltar, propietario de la empresa Deadman.s Chest de Trabajos Subacuáticos y Salvamento Marítimo.

Medio año antes, Palermo había ido al Museo Naval de Madrid como otras veces, en busca de información. Esperaba confirmar que un bergantín salido de La Habana y desaparecido antes de llegar a su destino había naufragado en la proximidad de las costas españolas. El barco no transportaba carga conocida como valiosa, pero había indicios interesantes: el nombre “Dei Gloria” estaba, por ejemplo, en una de las cartas incautadas cuando la disolución de la Compañía en tiempos de Carlos III, que Palermo encontró mencionada por el bibliotecario de San Fernando en su libro sobre los barcos y la actividad marítima de los ignacianos. La cita ‹“pero la justicia de Dios no permitió que el Dei Gloria llegara a su destino con gente y el secreto que transportaba”‹ fue cruzada por él mismo con el índice de documentos del Archivo de Indias de Sevilla, Viso del Marqués y Museo Naval de Madrid… Y cling, cling. Premio. En el catálogo de la biblioteca de este último figuraba un informe fechado en febrero de 1767 en Cartagena ‹“sobre la pérdida del bergantín Dei Gloria en combate con el jabeque corsario que se presume sea el llamado Sergu픋. Eso lo llevó a ponerse en contacto con el Museo Naval, y con Tánger Soto, que -en mala hora y maldita fuera su estampa- era la encargada de ese departamento. Tras un primer contacto exploratorio fueron a comer a Al-Mounia, un restaurante árabe de la calle Recoletos. Allí, frente a un cuscús de cordero con verduras, él había representado su número de modo convincente. Nada de abrirle su corazón, por supuesto. Era perro viejo y conocía los riesgos. Sólo sacó a colación el “Dei Gloria” entre otros asuntos, casi con la punta de los dedos. Ella, educada, eficiente, amable y maldita bruja, había prometido ayudarlo. Eso había dicho: ayudarlo. Buscarle una copia de los documentos si éstos seguían en el fondo confiado a la institución, etcétera. Lo telefonearé, había asegurado la perra. Y sin un parpadeo, por Dios. Ni uno. De eso hacía meses, y no sólo ella no telefoneó nunca, sino que había utilizado la influencia de la Armada para bloquearle cualquier vía de acceso a los archivos del museo. Incluso a los documentos relativos al manifiesto de embarque del bergantín en La Habana, que él había localizado al fin en el índice del archivo de marina de Viso del Marqués, pero que no pudo consultar por hallarse, le contaron allí, bajo estudio oficial del ministerio de Defensa. Palermo había seguido moviéndose, por supuesto. Conocía el medio y tenía dinero para gastar. Su averiguación paralela había marchado razonablemente, y ahora se hallaba en condiciones de sostener que el bergantín se hundió cerca de Cartagena, y que transportaba algo, objetos o personas, de suma importancia. Tal vez aquella acción del corsario “Serguí” -un “Chergui” inglés con patente argelina se perdió en las mismas aguas y las mismas fechas- no fuese del todo azar. Palermo había intentado muchas veces hablar con Tánger Soto para pedirle explicaciones, sin resultado: silencio total. Ella era muy lista escurriendo el bulto, o tenía suerte, como en Barcelona cuando Coy anduvo de por medio. Vaya si la tenía. Al cabo, Palermo acabó por comprender, estúpido de él, que ella no sólo se la había jugado, sino que estaba moviendo sus propias piezas a la chita callando. La sospecha se convirtió en certeza cuando la vio aparecer en la subasta detrás del Urrutia.

– La mosquita muerta -concluyó Palermo- había decidido… Por Dios. ¿Comprende usted?… El “Dei Gloria” por su cuenta.

Coy movió la cabeza, aunque en realidad estaba digiriendo cuanto acababa de oír.

– Que yo sepa -puntualizó- trabaja por cuenta del Museo Naval.

El otro soltó una carcajada muy corta y muy ruda. Con pocas ganas.

– Eso creía yo. Pero ahora… Ésa es de las que muerden con la boquita cerrada.

Coy se tocó la nariz, sintiéndose todavía perplejo.

– En tal caso -dijo- póngase en contacto con sus superiores y reviéntele la operación.

Palermo hizo tintinear el hielo de su nuevo whisky.

– Eso sería reventar también la mía… No soy tan estúpido.

Había hecho otra vez aquella rápida mueca que le dejaba al descubierto un par de dientes parecidos a los de un tiburón. Este tío, pensó Coy, sonríe como una tintorera ante un calamar de dos palmos.

– Es como una carrera de fondo, ¿comprende? -añadió Palermo-. Yo tengo mejores… Por Dios. Ella salió con ventaja gracias a mi descuido. Pero esta clase de esfuerzos… He recuperado terreno. Aún ganaré más.

Coy encogió los hombros.

– Pues le deseo suerte.

– Algo de esa suerte depende de usted. Me basta con mirar a un hombre a la cara para saber…

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