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– Espero que no volviera a molestarte aquel individuo.

– ¿Quién?

Había tardado un segundo más de lo necesario en responder, y él se dio cuenta.

– El de la coleta y los ojos bicolores -alzó dos dedos hasta la cara, señalándose los suyos-. El dálmata.

– Ah, ése.

No aclaró nada más de momento, pero Coy vio endurecerse las líneas de su boca.

– Ése -repitió ella.

Lo mismo podía estar reflexionando sobre aquel individuo, que ganando tiempo para salir por la tangente. Coy metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó un vistazo alrededor. El despacho era pequeño y luminoso, con un pequeño rótulo junto a la puerta: “Sección IV. T. Soto. Investigación y adquisiciones”. Había un grabado antiguo con paisaje marino colgado en la pared, y un gran tablero en un caballete con grabados, planos y cartas náuticas. También un armario acristalado lleno de libros y archivadores, carpetas con documentos sobre la mesa de trabajo, y un ordenador cuya pantalla estaba rodeada de pequeñas hojas autoadhesivas, anotadas con escritura redonda, de colegiala aplicada, que Coy identificó fácilmente -llevaba su tarjeta en el bolsillo- por los grandes círculos que puntuaban las íes.

– No ha vuelto a molestarme -concluyó por fin ella, como si hubiera necesitado hacer memoria.

– No parecía resignarse a perder el Urrutia.

Observó que entornaba los ojos. Su boca todavía era dura.

– Ya encontrará otro.

Coy le miraba la línea del cuello, que descendía hacia la camisa abierta de color hueso. La cadena de plata seguía reluciendo allí adentro, y él se preguntó qué pendía a su extremo. Si se trata de metal, pensó, estará endiabladamente cálido.

– Todavía no sé -dijo- si el atlas era para el museo, o para ti. La verdad es que aquella subasta fue…

Se calló de pronto, pues había visto el Urrutia. Estaba con otros libros de gran formato, dentro del armario acristalado. Reconoció con facilidad sus tapas de piel con adornos dorados.

– Era para el museo -respondió ella; y al cabo de un segundo añadió-: Naturalmente.

Había seguido la dirección de los ojos de Coy y también miraba ahora el atlas. La luz de la ventana contorneaba su perfil moteado.

– ¿A eso te dedicas?… ¿A conseguir cosas?

Observó cómo se inclinaba un poco hacia adelante, oscilándole las puntas del cabello. Llevaba sobre la camisa un chaleco de lana gris, desabotonado, y bajo la falda, amplia y oscura, zapatos negros de tacón muy bajo y medias también negras que la hacían parecer aún más delgada y alta de lo que era. Una chica de buena casta, confirmó él, cayendo en la cuenta de que la veía con luz natural por primera vez. Manos fuertes y voz educada. Sana, correcta. Tranquila. Al menos en apariencia, pensó al mirarle los bordes romos e irregulares de las uñas.

– En cierto modo ése es mi trabajo -asintió ella tras un instante. Mirar catálogos de subastas, controlar el comercio de antigüedades, visitar otros museos y viajar cuando aparece algo interesante… Después hago un informe y mis superiores deciden. El patronato dispone de un fondo muy limitado para investigación y nuevas adquisiciones, y yo procuro que se invierta de modo conveniente.

Coy hizo una mueca. Recordaba el áspero duelo en la subasta de Claymore.

– Pues tu amigo el dálmata murió matando. El Urrutia os salió por un ojo de la cara…

Vio que suspiraba, el aire entre fatalista y divertido, y luego asentía con la cabeza, volviendo las palmas de las manos hacia arriba para indicar que había volado hasta el último céntimo. Con el gesto, Coy reparó de nuevo en el insólito reloj de acero masculino que llevaba en la muñeca derecha. No había nada más, ni anillos ni pulseras. Ni siquiera llevaba los pequeños pendientes de oro de tres días antes, en Barcelona.

– Nos costó carísimo. No solemos gastar tanto… Sobre todo porque en este museo tenemos ya mucha cartografía del siglo XVIII.

– ¿Tan importante es?

De nuevo se inclinó ella desde el borde de la mesa, y por un brevísimo instante permaneció así, cabizbaja, antes de alzar el rostro con una expresión distinta. La luz matizó otra vez las marcas doradas de su rostro; y Coy pensó que si daba un paso adelante podría, tal vez, descifrar el aroma de aquella geografía salpicada y enigmática.

– Lo imprimió en 1751 el geógrafo y marino Ignacio Urrutia Salcedo -explicaba ella ahora-, después de cinco años de trabajos. Fue la mejor ayuda para los navegantes hasta la aparición del “Atlas Hidrográfico” de Tofiño, mucho más preciso, en 1789. Quedan pocos ejemplares en buen estado, y el Museo Naval no tenía ninguno.

Abrió la puerta acristalada del armario, extrajo el pesado volumen y lo puso abierto sobre la mesa. Coy se acercó y lo estudiaron juntos, y pudo confirmar lo que había intuido desde el primer momento. No había rastro, estableció, de colonia ni perfume. Olía sólo a carne limpia y tibia.

– Es un buen ejemplar -dijo ella-. Entre los libreros de viejo y los anticuarios abunda la gente sin escrúpulos, y cuando dan con uno lo destrozan para vender sus láminas sueltas. Pero éste se encuentra intacto.

Pasaba las grandes páginas con cuidado, y crujía entre sus dedos el papel, grueso, blanco y bien conservado pese a los dos siglos y medio transcurridos desde su impresión. “Atlas Marítimo de las Costas de España”, leyó Coy en el frontispicio minuciosamente grabado con un paisaje marino, un león entre las columnas con la leyenda “Plus Ultra” y diversos instrumentos náuticos: “Dividido en dieciséis cartas esféricas y doce planos, desde Bayona en Francia hasta el cabo de Creux…” Se trataba de un conjunto de cartas de navegación y planos de puertos, impreso todo en gran formato y encuadernado para facilitar su conservación y manejo. El volumen estaba abierto por la carta que abarcaba el sector entre el cabo de San Vicente y Gibraltar, trazado con detalle, que incluía sondas medidas en brazas y una minuciosa señalización de indicaciones, referencias y peligros. Coy siguió con el dedo el perfil de la costa entre Ceuta y cabo Espartel, deteniéndose en el lugar marcado con el nombre de la mujer que tenía al lado. Luego subió al norte, hasta la Punta de Tarifa, y prosiguió hacia el noroeste para detenerse de nuevo en el bajo de la Aceitera, mucho mejor definido, con sus crucecitas marcando peligros, que el paso entre los islotes Terson y Mowett Grave en los levantamientos modernos del Almirantazgo británico. Conocía bien las cartas del estrecho de Gibraltar; casi todo coincidía con bastante exactitud, y no pudo menos que admirar lo riguroso del trazado, más que razonable para los trabajos hidrográficos de la época: tan lejos todavía de la imagen por satélite, e incluso de los avances técnicos de finales del XVIII. Observó que cada carta tenía las escalas de latitud y longitud detalladas en grados y minutos, la primera a derecha e izquierda del grabado y la segunda graduada cuatro veces en relación a cuatro meridianos diferentes: París y Tenerife en la parte superior, Cádiz y Cartagena en la inferior. En aquel tiempo, recordó, aún no se había adoptado como referencia universal de longitud el meridiano de Greenwich.

– Está muy bien conservado -se admiró.

– Está perfecto. Nadie navegó con este ejemplar a bordo.

Coy pasó unas páginas: “Carta esférica de la costa de España que comprende desde Águilas y el monte Cope hasta la torre Herradora u Horadada con todos sus bajos, puntos y ensenadas…” También conocía de memoria aquel escenario, que era el de su infancia: una costa escarpada, hostil, de estrechas calas rocosas con escollos entre pequeños acantilados. Recorrió las distancias sobre el recio papel: cabo Tiñoso, Escombreras, cabo de Agua… El trazado resultaba casi tan perfecto como en la carta del Estrecho.

– Hay un error -dijo de pronto.

Lo miró, más interesada que sorprendida.

– ¿Estás seguro?

– Claro.

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