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Volvía a mostrarse amable y risueño, pero su voz seguía sonando distinta. Me trataba con una desconcertante mezcla de firmeza y cortesía, él, que nunca había sido firme conmigo, y mucho menos cortés.

– Ya, pero es que tengo hambre.

– Y las señoritas bien educadas siempre dejan algo en el plato.

– Ya…

Bebía ginebra sola. Apuró su copa y pidió otra. Yo había terminado la mía e hice ademán de imitarle.

– Tú hoy ya no bebes más -antes de que dispusiera del tiempo necesario para despegar los labios y empezar a protestar, lo repitió con firmeza-. No bebes más.

Cuando nos marchamos, el camarero se despidió de mí muy ceremoniosamente.

– Eres una niña encantadora, Lulú.

Pablo volvió a reírse. Yo ya estaba harta de sonrisitas enigmáticas, harta de que me trataran como a un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello, harta de no controlar la situación. No es que no fuera capaz de imaginarme posibles desarrollos, es que los descartaba de antemano porque me parecían inverosímiles, inverosímil que él quisiera de verdad perder el tiempo conmigo, no entendía por qué insistía de hecho en perder el tiempo conmigo, porque lo perdía.

Fuera hacía mucho frío. El me pasó un brazo por el hombro, un signo que no quise interpretar, derrotada por el desconcierto, y anduvimos en silencio hasta el coche.

Cuando estaba abriendo la puerta volví a preguntar, aquélla fue una noche cargada de preguntas.

– ¿Me vas a llevar a casa?

– ¿Quieres que te lleve a casa?

En realidad sí quería, quería meterme en la cama y dormir.

– No.

– Muy bien.

Dentro, todavía se quedó un instante mirándome. Después, en un movimiento perfectamente sincronizado, me metió la mano izquierda entre los muslos y la lengua en la boca y yo abrí las piernas y abrí la boca y traté de responderle como podía, como sabía, que no era muy bien.

– Estás empapada…

Su voz, palabras sorprendidas y complacidas a un tiempo, sonaba muy lejos.

Su lengua estaba caliente, y olía a ginebra. Me lamió toda la cara, la barbilla, la garganta y el cuello, y entonces decidí no pensar más, por primera vez, no pensar, él pensaría por mí.

Intenté abandonarme, echar la cabeza atrás, pero no me lo permitió. Me pidió que abriera los ojos.

Se volvió contra mí e insertó su pierna izquierda entre mis dos piernas, empujando para arriba, obligándome a moverme contra su pantalón de algodón.

Yo sentía calor, sentía que mi sexo se hinchaba, se hinchaba cada vez más, era como si se cerrara solo, de su propia hinchazón, y se ponía rojo, cada vez más rojo, se volvía morado y la piel estaba brillante, pegajosa, gorda, mi sexo engordaba ante algo que no era placer, nada que ver con el placer fácil,

el viejo placer doméstico, esto no se parecía a ese placer, era más bien una sensación enervante, insoportable, nueva, incluso molesta, a la que sin embargo no era posible renunciar.

Me desabrochó la blusa pero no me quitó el sujetador. Se limitó a tirar de él para abajo, encajándomelo debajo de los pechos, que acarició con unas manos que se me antojaron enormes.

Me mordió un pezón, solamente uno, una sola vez, apretó los dientes hasta hacerme daño, y entonces sus manos me abandonaron, aunque la presión de su muslo se hacía cada vez más intensa.

Escuché el inequívoco sonido de una cremallera.

Me cogió la mano derecha, me la puso alrededor de su polla y la meneó dos o tres veces.

Aquella noche, su polla también me pareció enorme, magnífica, única, sobrehumana.

Seguí yo sola. De golpe, me sentía segura. Esa era una de las pocas cosas que sabía hacer: pajas. El verano anterior, en el cine, había practicado bastante con mi novio, un buen chico de mi edad que me había dejado completamente fría.

Procuré concentrarme, hacérselo bien, pero él me corrigió enseguida.

– ¿Por qué mueves la mano tan deprisa? Si sigues así, me voy a correr.

No entendí su advertencia.

Yo creía que había que mover la mano muy deprisa. Yo creía que él quería correrse y que nos iríamos a casa. Yo creía que eso era lo natural, pero, por alguna extraña inspiración, no lo dije.

Su mano agarró mi muñeca para imprimirle un nuevo ritmo a mi mano, un ritmo lento y cansino, y la condujo hacia abajo, ahora le estoy tocando los huevos, y otra vez hacia arriba, ahora tengo la punta del pellejo entre los dedos, muy despacio. Estuvimos así un buen rato. Yo miraba mi mano, estaba fascinada, él me miraba a mí, sonreía.

Habían desaparecido las ansias, la violencia inicial. Ahora todo parecía muy suave, muy lento. Mi sexo seguía hinchado, se abría y se cerraba.

– Siempre he confiado mucho en ti -su voz era dulce.

Aquel pedazo de carne resbaladiza y enrojecida se había convertido en la estrella de la velada. El ya no me tocaba, no me hacía nada. Se había ido moviendo imperceptiblemente, para no estorbarme, hasta recuperar la posición inicial. Volvía a ocupar el asiento del conductor, el cuerpo arqueado hacia delante, los brazos colgando hacia atrás.

Acercó la boca a mi oreja.

– ¿Has…? -no terminó la frase, se quedó callado, pensativo, como si estuviera eligiendo las palabras-. ¿Le has comido la polla a un tío alguna vez?

Dejé de mover la mano, levanté la cabeza y le miré a los ojos.

– No -aquella vez no mentía, y él se dio cuenta.

No dijo nada, seguía sonriendo. Alargó la mano y giró la llave de contacto. El motor se puso en marcha. Los cristales estaban empañados. Fuera debía de estar helando, una cortina de vapor se escapaba del capó.

Se volvió a reclinar contra el asiento, me miraba, y yo me daba cuenta de que el mundo se estaba viniendo abajo, el mundo se me estaba viniendo abajo.

– Me da asco.

– Lo comprendo -puso un pie encima del acelerador y lo apretó dos o tres veces.

Me mordí la lengua. Siempre me muerdo la lengua durante una fracción de segundo antes de tomar una decisión importante.

Humillé la cabeza, cerré los ojos, abrí la boca, y decidí que, después de todo, no había nada malo en asegurarse primero.

– No me mearás, ¿verdad? -aquello le hizo mucha gracia, casi todas mis palabras, casi todas mis acciones le hicieron mucha gracia, aquella noche.

– No, si tú no quieres.

Me puse muy seria.

– No quiero.

– Ya lo sé, imbécil, era sólo una broma.

Su sonrisa no me tranquilizó demasiado, pero ya no podía volverme atrás, de modo que volví a humillar la cabeza, y a cerrar los ojos, abrí nuevamente la boca y saqué la lengua. Era mejor empezar con la punta de la lengua, primero, la idea de lamerla me resultaba más tolerable.

Pablo se arqueó más, se estiró como un gato y me puso una mano encima de la cabeza.

La empuñé con la mano izquierda y empecé por la base, apoyé la lengua contra la piel y la mantuve quieta un momento. Después comencé a subir, muy despacio. La mayor parte de mi lengua seguía dentro de mi boca, de forma que, según ascendía, barría la superficie con la nariz, pasaba la lengua y después, el labio inferior seguía el surco de mi propia saliva. Cuando llegué al reborde, regresé abajo, a la base, para volver a subir muy despacio.

Pablo suspiraba. Los pelos me hacían cosquillas en la barbilla.

La segunda vez me atreví con la punta.

Sabía dulce. Todas las pollas que he probado en mi vida sabían dulce, lo que no quiere decir exactamente que supieran bien. Estaba dura y caliente, pringosa desde luego, pero en conjunto y sorprendentemente resultaba menos repugnante de lo que había imaginado al principio, y yo me sentía progresivamente mejor, más segura, la idea de que él estaba vendido, de que me bastaría cerrar los dientes y apretarlos un instante para acabar con él, resultaba reconfortante.

Recorría su hendidura con la punta de la lengua, bajaba por lo que parecía una especie de invisible costura al grueso reborde de carne y me instalaba justo debajo de él, para seguir su contorno. Lo hacía todo muy despacio -en coyunturas como ésta nunca ha sido necesario decirme las cosas dos veces-, y estaba empezando a pensar que muy bien.

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