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El trayecto fue largo. La Castellana estaba atestada de coches repletos de niños y provisiones, familias enteras camino de un fin de semana en la sierra. El hablaba sin parar, abiertamente malévolo y chismoso, contándome chistes, historias inverosímiles, exagerando, el tipo de conversación con la que antes solía desarmar a mi madre cada vez que llegaba a casa y se encontraba a Marcelo castigado sin salir.

Entonces pensé que me trataba como a una niña.

Le pillé un par de veces mirándome las piernas y no fui capaz de sacar conclusiones.

Cuando aparcamos, bastante lejos del pabellón, se volvió hacia mí y me proporcionó una serie de instrucciones. No debería separarme de él para nada. Si aparecía la policía, no tenía que ponerme nerviosa. Si había hostias, no tenía que chillar ni llorar. Si había que correr, le daría la mano y saldríamos de naja, sin rechistar. Le había prometido a Marcelo devolverme entera a casa.

Dramatizaba deliberadamente, para excitarme con la perspectiva del riesgo y la carrera.

Me preguntó si sería capaz de comportarme como una niña buena y obediente.

Le contesté que sí, muy seria, me lo había creído todo.

Se inclinó hacia mí y me besó dos veces, primero levemente, en el centro de la mejilla izquierda, después sobre el borde de la mandíbula, casi en la oreja.

Había aprovechado mi rapto de muchachita en peligro para ponerme una mano en el muslo. Ya tenía una extraña facilidad para sobar a las mujeres con elegancia.

Cuando llegamos a la puerta, comenzó el rito de las salutaciones, los besos y las enhorabuenas. Me sentía ridícula entre tanta gente, con mi trenka verde y las medias enrolladas en los tobillos. Pablo parecía absorto en su propio éxito social, así que le solté el brazo e intenté retrasarme. Pero a pesar de las apariencias, estaba marcándome de cerca. Me agarró de la muñeca y me obligó a quedarme a su lado. Luego, siempre sin mirarme, me cogió de la mano, no me la dio como se la suelen dar los novios, los dedos entrecruzados, sino que tomó mi mano y la apretó entre su índice y su pulgar, como se coge a los niños pequeños en los pasos de cebra.

Nunca me daría la mano de otra manera.

Un hombre mayor de aspecto socarrón, un escritor consagrado que destacaba entre la multitud por su expresión desganada, como si en realidad le importara muy poco el acontecimiento, fue el único que reparó en mi presencia. Me miró mucho tiempo, sonriente. Cuando pasamos a su lado, ensanchó la sonrisa y se volvió hacia nosotros, hablando en voz muy baja.

– ¡Vaya, Pablito…!

El aludido soltó una carcajada.

– Le has gustado. ¿Sabes quién es?

Sí lo sabía.

La gente empezaba a desfilar, y fuimos a ponernos en la cola. Poco después comenzó el barullo. Los maromos de la puerta, servicio de orden, bloquearon la entrada y se pusieron a chillar que allí no entraba nadie sin pagar. Los causantes del conflicto, un grupo de quince o veinte adolescentes, contestaron que no se pensaban mover. Así estuvimos un buen rato, hasta que alguien empezó a empujar desde el fondo de la cola.

La primera carga me descolocó. Ahora estaba exactamente detrás de Pablo, pegada a Pablo, su nuca me rozaba la nariz. Los de atrás chillaron nuevamente, como tomando impulso, y desencadenaron una segunda avalancha. Los seis botones de mi trenka, una especie de barritas de plástico marrón veteado de blanco que pretendían imitar la apariencia del

cuerno de algún animal, supongo, se clavaron en su espalda.

Le pregunté si le había hecho daño. Me contestó que sí, un poco. Me desabroché la trenka. La multitud daba calor. Desde atrás seguían empujando. El aire se volvió espeso, olía a gente. Pablo me cogió de las muñecas y me obligó a abrazarle. Tenía que sentir mi cuerpo contra el suyo, y mi aliento sobre la nuca. Yo estaba bien. Sentía que aquella situación me proporcionaba impunidad. No me atrevía a besarle, pero comencé a restregarme contra él. Lo hacía por mí, solamente, para tener algo que recordar de aquella noche, estaba segura de que él no se daba cuenta. Me movía muy despacio, pegándome y despegándome de él, clavando mis pechos en su espalda y mordiendo diminutas porciones de su jersey granate hasta que la aspereza de la lana me chirrió en los dientes.

El tumulto se deshizo tan bruscamente como se había formado. Volvía a hacer frío. Me desasí de Pablo, lo más deprisa que pude. Y él comenzó a comportarse de una forma extraña.

Miró el reloj, estuvo un par de minutos mirándolo, luego se apartó de la cola y comenzó a caminar en dirección contraria, muy decidido.

– Vámonos.

Obedecí, sin comprender muy bien qué había pasado.

– ¿Fumas canutos?

El tono de su voz había cambiado, ya no lo reconocía. Permanecí callada porque no sabía qué decir.

– Contéstame.

Sí los fumaba, pero no se lo dije. Había dejado de confiar en él. Negué con la cabeza, muy seria.

Sin dejar de andar, sacó una china de un bolsillo, la calentó y me pasó un cigarrillo.

No me atreví a preguntarle qué quería que hiciera con él. Lamí el papel, lo despegué y vacié el tabaco en la palma de la mano.

Se detuvo un momento para cogerlo y liar un canuto. Lo encendió, le dio dos chupadas y me lo tendió.

Me quedé parada y volví a negar con la cabeza.

– ¡Por Dios, Lulú, te estás comportando como una imbécil!

El, Chelo y mi padre eran las únicas personas que me seguían llamando así. Marcelo solía llamarme pato, patito, porque era, lo sigo siendo, muy torpe.

Tomé el canuto, lo chupé un par de veces y se lo devolví.

Seguimos andando, y fumando. Al rato me atreví a preguntar.

– ¿Por qué no hemos entrado?

El me sonrió.

– ¿De verdad te gusta ese tipo?

– No… -solamente le dije la verdad a medias. En realidad, por aquel entonces ni siquiera sabía que cantaba en catalán.

– A mí tampoco me gusta. Así que… ¿por qué íbamos a entrar?

Pasamos al lado de su coche pero él siguió adelante.

– ¿Adónde vamos?

No me contestó. Nos metimos por una calle pequeñita. A pocos pasos de la esquina había un toldo rojo con letras doradas. Pablo abrió la puerta. Antes de entrar me fijé en los dos laureles pochos que flanqueaban la entrada, y en la luz amarillenta que despedía el quinqué atornillado en el muro. Dentro estaba oscuro.

– ¡Ten cuidado, pato! Hay escalones -a pesar de todo, estuve a punto de caerme. Pablo descorrió una pesada cortina de cuero y entramos en un bar.

Me quedé paralizada de vergüenza. La mayoría de los tíos llevaban corbata. La edad media de las mujeres no debía bajar mucho de los treinta años. Las mesas camillas, diminutas, en torno a las que estaban sentados, casi todos por parejas, llevaban faldas de tonos rojizos. La luz era escasa y la música muy baja.

Los pelos se me habían escapado de la coleta y me caían sobre la cara. La conciencia del uniforme me torturaba. Todos me miraban.

Aquella vez era verdad. Todos me estaban mirando.

Nos sentamos en la barra. El taburete era alto y redondo, muy pequeño. La falda se tensó sobre mis muslos. Parecía todavía más corta. Crucé las piernas y resultó peor, pero ya no me atreví a moverme otra vez.

Pablo hablaba con el camarero, que me miraba de reojo.

– ¿Qué quieres? -me quedé pensando, en realidad no lo sabía-. No me irás a decir que también eres abstemia…

El camarero se rió y me sentí mal. Engolé la voz y pedí un gin-tonic.

Pablo se dirigió al camarero, sonriendo.

– Se llama Lulú…

– ¡Oh!, le pega llamarse Lulú…

– Lo que pasa es que me llamo María Luisa -no sé por qué me sentí en la obligación de dar explicaciones.

– Lulú, saluda al caballero -Pablo apenas podía hablar, se reía ruidosamente, yo no comprendía nada.

– Tengo hambre -no se me ocurrió nada mejor. Tenía hambre.

Me pusieron delante un platito con patatas fritas y comencé a devorar.

– Las señoritas bien educadas no comen tan deprisa.

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