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Asentí con la cabeza. Me hubiera gustado con testarle, gritarle que mi aspecto físico y mis buenas notas no significaban que no necesitara una madre sacudirle y chillarle que no podía seguir así toda la vida, con un hermano como única familia, me hubiera gustado abrazarla, refugiarme en sus brazos, y llorar, como Amelia antes, decirle que la quería, que la necesitaba, que necesitaba que me quisiera, saber que me quería, pero me limité a asentir con la cabeza porque ya era inútil demasiado tarde para todo lo demás.

Se acercó a mí, me besó y me dijo que tenía que irse a la cocina a pelar judías verdes. Antes de que atravesara la puerta, le pregunté cuál había sido la causa de la llorera de Amelia.

Se me quedó mirando. Dudaba.

– ¡Me prometes que nunca te reirás de ella?

– Sí, mamá.

– Amelia está enamorada de Pablo, desde hace muchos años. El nunca le ha hecho caso, pero la pobre no se lo puede quitar de la cabeza.

Estupendo, pensé, en esta casa ni siquiera se puede llorar sola.

Ella, la directora del internado, sufrió diversas transformaciones antes de estabilizarse como una mujer de treinta y cinco años más o menos una con gafas, de tipo nórdico, el estereotipo de bibliotecaria ninfómana que había visto alguna vez en las revistas de Marcelo, yo saqueaba sistemáticamente sus estanterías por aquel entonces, devoraba todos los libros forrados, él se daba cuenta, supongo, pero nunca me dijo nada.

El pelo estirado, recogido en un moñito alto, una blusa blanca y una falda oscura, aspecto severo, sentada muy tiesa, detrás de una mesa enorme, atiborrada de papeles, ella, la directora, era siempre quien hablaba primero.

– Lo siento mucho, pero tiene que hacerse usted cargo de ella, no podemos tenerla aquí por más tiempo.

Pablo la miraba. No estaba enfadado, la historia le parecía divertida, y eso irritaba todavía más a la directora del internado. El tenía cuarenta años, pero curiosamente conservaba el aspecto de cuando tenía veintisiete. Su personaje también había cambiado bastante. Al principio, era mi tutor, el albacea del testamento de mis padres, o algo así. Luego resultó que me había comprado en algún sitio y se gastaba el dinero en hacerme estudiar por alguna razón desconocida. Al final era mi padre, simplemente, y mantuvo ese cargo durante la mayor parte de mi adolescencia.

– ¿Le importaría volver a contármelo con más de talle? No me he enterado bien de cuál es el problema exactamente. Hace muchos años que no veo a mi hija…

– Bueno, Lulú…, es una niña muy sucia -la directora se inclinó hacia delante, y miró a mi padre por encima de las gafas. Estaba muy excitada, siempre se excitaba cuando hablaba de mí-. ¿Comprende lo que quiero decir?

– No -Pablo le sonreía.

– Pues… es muy precoz, está obsesionada por el sexo, no lleva nada debajo de la falda,

¿sabe?, dice que la tela le molesta, y se sienta siempre con las piernas muy abiertas, en clase, se acaricia constante mente, obliga a las demás a que la acaricien, revuelve a sus compañeras, en fin, me da vergüenza admitirlo, pero se lió con la profesora de matemáticas, yo misma las sorprendí, y no se lo va usted a creer, pero era ella, Lulú, la que llevaba la voz cantante…

– ¿Se quedó usted mirándolas, entonces? -Pablo la interrumpió. En sus labios se dibujaba una sonrisa maligna.

– Sí, yo… tenía que estar segura antes de tomar una decisión, y las vi, su hija estaba desnuda, tumbada en la cama, se pellizcaba los pezones con los dedos, lleva las uñas largas,

¿sabe?, y pintadas de rojo, está prohibido pero no hay manera de que obedezca las normas, su hija, y Pilar, la profesora, tenía la cabeza escondida entre sus muslos, se la estaba comiendo, hasta que se detuvo, levantó la cara y dijo algo así como no puedo más, mi amor, en serio, me duele la lengua, ya te has corrido tres veces, entonces Lulú se incorporó y le pegó una bofetada, y yo intervine.

La directora se callaba, en este punto. Estaba muy salida y se frotaba con la mano. Aquí había una variante. En la versión clásica no pasaba nada. En la versión rápida, cuando yo notaba que me iba a correr irremediablemente antes de que me tocara salir a escena, Pablo bromeaba con la última frase de la directora, que incluía el verbo intervenir -¿quiere eso decir que se metió usted en la cama con ellas?- y la otra contestaba afirmativamente, y le contaba el episodio, levantándose lentamente la falda para que mi padre viera los horrorosos cardenales que yo le había impreso en la piel.

Pero eso casi nunca ocurría.

La directora llamaba por teléfono y, al rato, yo aparecía por la puerta. Pablo se volvía para mirarme. Mi figura también experimentó vaivenes considerables, sobre todo en lo referente a la edad. Al principio yo era muy mayor, quince años, los que tenía en realidad. Eso no concordaba muy bien con algunos aspectos de la historia, así que me quité un año, catorce. Me daba miedo seguir bajando hasta que un día pensé, pero qué estupidez, si es todo mentira, y decidí quedarme en los doce años, aun conservando un cuerpo demasiado definido para una niña de esa edad. Llevaba un uniforme muy distinto al mío, a mi uniforme de verdad, una falda tableada cortísima, azul marino, con tirantes en forma de H en el delantero.

Pablo me miraba atentamente.

– ¡ Cómo has crecido, Lulú!

Yo me acercaba a él, le besaba en la cara, y me sentaba en el brazo de su silla. El deslizaba discretamente una mano por detrás, debajo de mi falda, para comprobar que, efectivamente, no había nada debajo.

La directora le preguntaba qué pensaba hacer.

– Había pensado llevarte a casa conmigo, una temporada -Pablo me parecía maravilloso-. Hemos estado separados mucho tiempo… ¿tú qué opinas?

Yo le contestaba, quiero irme contigo, a tu casa

nos despedíamos de la directora y montábamos en un coche enorme, oscuro, que conducía un chófer a veces negro, a veces rubio, muy guapo siempre.

– Así que tu coñito no te deja vivir en paz, ¿eh?

Entonces yo comprendía que él me deseaba, aun que fuera mi padre, y yo le deseaba a él, terrible mente, y sobre todo no quería estudiar, no quería volver a ningún internado, era una desaprensiva total, yo, y además siempre tenía ganas, se lo explicaba con mi vocecita inocente, retorciendo entre los dedos un pico de mi falda, echando la cintura hacia delante y levantando ligeramente la tela para que él pudiera observar mi vientre desnudo.

– Yo no tengo la culpa, papá, eran ellas, siempre, no me dejaban ni un momento, la directora también ésa era de las peores, me pegaba con una vara cuando me negaba a comérmela, es una puta, la tía esa Pero me daba tanto gusto, cuando estaba de buenas yo no puedo evitarlo, es que me pica tanto, aquí -tomaba su mano y alargaba hasta que rozaba mi sexo, seleccionaba uno de sus dedos y me frotaba con él-, ya soy mayor, lo necesito, papá…

– Ya lo veo -Pablo me miraba con los ojos brillantes, se inclinaba sobre mí y me besaba, bromeaba con el chófer- ¿qué te parece mi hija? -me había desabrochado la blusa y me acariciaba los pechos, encajados en el travesaño de tela que unía los dos tirantes-, es preciosa, señor, será magnífico tenerla entre nosotros, nos hará muy felices, -y entonces atravesábamos una verja muy grande, negra, con boliches dorados, llegábamos a una casa enorme, Pablo me cogía en brazos y me la enseñaba. Estaba vacía llena de habitaciones vacías, no había casi muebles, todo era muy espacioso, y yo vivía allí, no tenía hermanos ni hermanas, solamente a mi padre, y los criados, muchos criados, y siempre había percebes para cenar, y podía comerme una bandeja entera sin que nadie me dijera nada, yo sola.

Todos sabían que yo me acostaba con mi padre lo encontraban natural. El me llevaba a la ciudad, de vez en cuando, y me compraba ropa, mucha ropa que me gustaba, y chocolate, me mimaba, y yo era una completa malcriada, a él le divertía, le gustaba mimarme, yo era feliz, andaba por la casa medio desnuda, le quería mucho, y follaba con él todo el tiempo.

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