Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Ellas no se habían movido. Fue mi madre quien habló, con el tono frío y aséptico que solía adoptar para comunicar las noticias inesperadas.

– Supongo que a ti también te interesa, Marisa, al fin y al cabo, él siempre dice que eres su niña favorita… -los sollozos de Amelia me impidieron es' cuchar el final de la frase.

– ¿El qué? -Okham estaba bien, no tan entretenido como los sofistas pero mucho más tolerable que san Agustín, desde luego, comenzaría por Okham.

– Pablo se va, se marcha a vivir al extranjero.

– ¿Qué Pablo?

– ¿Qué Pablo va a ser? -mi madre se me quedó mirando, perpleja-. Pablo Martínez Castro, el amigo de Marcelo, no sé qué te pasa últimamente, Marisa, estás como atontada, hija…

No contesté, ni me moví, no quería enseñarle la cara a nadie.

Escondí la nariz en el libro y procuré reaccionar deprisa, París, pensé, seguramente París, está muy pasado de moda, pero tampoco se llevan mucho los místicos, ni irse a vivir fuera de España últimamente, ahora que el viejo está ya más para allá que para acá, a punto de diñarla… A París se puede ir en tren, el Puerta del Sol, lo sé, no debe salir muy caro un billete de tercera, o de lo que sea, de lo último, no puede ser muy caro, está cerca, París…

– Se va a una universidad americana, no sé cómo se llama, en Filadelfia, o cerca de Filadelfia, no sé dónde ha dicho tu hermano…

En alguna parte se había roto algo de cristal. Escuché un ruido como de campanilla y el repique de los fragmentos sobre el suelo.

Me quedé sin fuerzas para preguntarme a mí misma cuánto costaba un billete en avión para ir a Filadelfia.

Levanté la cara del libro y decidí conservar la calma. Nadie tenía por qué enterarse, y menos ellas dos, de nada. Se me escapó una especie de reproche universal, sin embargo.

– No puede ser, pero si ni siquiera tiene treinta años…

– ¡Anda! -mis palabras despertaron la curiosidad de mi hermana, que hasta entonces había permanecido en el doliente mutismo que mejor convenía a su papel- ¿y eso qué tiene que ver?

– Bueno, todos se van a una universidad americana, pero más mayores…

– ¿Y tú qué sabes?

– No hay más que leer los periódicos…

Me lo repetí otra vez, todos se van, él también. ¿Por qué no iba a irse él también? Las piezas encajaban, los detalles completaban una historia verosímil, seguramente cierta.

Era verdad. Pablo se iba. A Filadelfia. Filadelfia, en la otra punta del mundo.

– Profesor de literatura española, ¿no?

Mi madre asintió con la cabeza.

– El Siglo de Oro, creo…

– ¡ Qué original!

El llanto de Amelia se recrudeció, mi madre se volvió hacia ella, yo estaba de pie, en el centro de la habitación, con la mente en blanco. Tenía el libro todavía en la mano, el bocadillo mordisqueado me daba náuseas, pero aún no me daba cuenta de nada, no tenía ni idea de la que se me venía encima.

– ¿Está Marcelo en casa, mamá?

– No, hace dos días que no se le ve el pelo, ésa es otra, tu hermano se cree que esta casa es una pensión, me trae la ropa sucia y se vuelve a marchar, me va a matar a disgustos…

– Bueno, pues me voy a su cuarto a estudiar. Mañana tengo un examen de filosofía.

Cuando salía por la puerta, las oí cuchichear. Amelia instaba a mi madre -díselo mamá, díselo-, ella la tranquilizaba -no te preocupes.

– Oye, Marisa… ¿a que no te importa que Amelia se ponga esta tarde tu vestido amarillo, ése que te regaló la abuela?

– Sí que me importa, no lo he estrenado todavía.

– Pero mujer, si nunca vais juntas, ni tenéis las mismas amigas, ¿qué más te da?

Cualquier otro día hubiera peleado, protestado, chillado y amenazado, tal vez llorado, y no me habría servido de nada. Aquel día accedí a la primera. Lo único que me apetecía era estar sola, encerrarme en el cuarto de Marcelo para estar sola, sola, pero no habían pasado ni diez minutos cuando la vi entrar por la puerta.

Generalmente, no se tomaba la molestia de anunciarse.

– Marisa, hija, tengo que hablar contigo -reconocí al instante el tono de además de tu madre soy tu mejor amiga recientemente adquirido en sus retiros espirituales para padres de familia numerosa de signo postconciliar.

– Ahora no, mamá, no tengo ganas de hablar -movía rápidamente las pestañas para alejar las lágrimas de mis ojos-. Tengo que estudiar, y además no me importa que Amelia se haya puesto mi vestido, si es eso lo que te preocupa, te juro que no…

– No jures, Marisa.

– Perdona, mamá, quiero decir que no me importa, en serio, con tal de que no me lo reviente…

– Sí, Amelia está más gorda que tú, y es mucho más fea, también… -hablaba casi en un susurro-. Mírame, hija, deja ese libro.

La miré. Me habían intrigado mucho sus últimas palabras. Ella advirtió las señales del llanto en mis ojos enrojecidos. Estaba sentada encima de la cama de Marcelo, acababa de cumplir cincuenta y un años, pero aparentaba casi quince más. Llevaba un vestido camisero de lana estampado en azul marino y negro, y medias gruesas, de color tostado, de esas que venden en las farmacias, especiales para las varices. Tenía las piernas reventadas, las sangre formaba una intrincada red de charcos rojizos y morados, bajo su piel blanquecina, transparente. Nueve hijos y once embarazos, once, en diecisiete años. Ya no tenía cuerpo, solamente un saco encorvado, relleno de vísceras agotadas, rendidas, dadas de sí. Y todavía lloraba por los hijos que no había tenido, aquel que nació muerto entre Vicente y Amelia, y los dos abortos, en sólo cuatro años, dos abortos, entre los mellizos y yo. Me daba pena, pero también, en momentos de lucidez extrema, momentos como aquél, aquella tarde, al mirarla atentamente, sentía una impresión cercana al asco. Años atrás, creí haber llegado a odiarla. Ahora no, ahora me daba cuenta de que no había dejado de quererla nunca, pero no la soportaba.

– ¡Claro que te ha molestado lo del vestido! -me ofreció una sonrisa compasiva-, tienes quince años, es lógico que te moleste… Yo pienso mucho en ti aunque no lo creas, te quiero mucho, Marisa, ven aquí conmigo.

– No, si no te importa, casi prefiero seguir sentada -habían pasado unos cinco meses, pensé, desde su arranque maternal más reciente.

– Tú tienes muchas cosas de qué darle gracias a Dios, hija -susurró-. Eres guapa, eres lista, te gusta estudiar, sacas buenas notas, tienes carácter, y fortaleza, sabes encarar los problemas, los disgustos… No me preocupas, aunque eso no quiere decir que no

te quiera.

Se quedó callada un momento. Entonces intervine, traté de acelerar su confesión.

– Ya… -era evidente que yo no la preocupaba.

– Quiero decir que tú no me necesitas, tú saldrás adelante sin la ayuda de nadie, irás a la universidad, terminarás la carrera con buenas notas, y tendrás éxito, te casarás con un chico guapo y rico, en fin, tendrás un montón de hijos sanos, y no engordarás. Serás un gran apoyo para mí, cuando sea vieja…

– me sonrió, yo no le devolví la sonrisa, aquello me parecía el colmo de la desfachatez-. Amelia, en cambio, está tan acomplejada, ella me necesita, necesita mi ayuda, todavía, igual que Vicente, que tiene poco orta, débil, y José, tan impulsivo, y los pequeños, por supuesto. Marcelo no, Marcelo es como tú, fuerte e inteligente, aunque se nos ha hecho un rojo, todavía no entiendo por qué, no sé qué ha visto de malo en esta casa -aquí estuvo a punto de echar se a llorar-, y un gamberro, trasnochador, y un golfo se rehizo para mí, seguramente le aterraba que yo intentara averiguar qué quería decir exacta mente-, lo de la política me preocupa mucho. Isabel, que era tan formalita, se está metiendo cada vez en más follones… En fin, Dios me ha dado nueve hijos y todos los días le doy las gracias por ello, pero no puedo ocuparme de todos vosotros a la vez, y tú eres tan inteligente, tan responsable, y tan dura a la vez, no quiero decir que no seas sensible, pero pareces tan segura de ti misma, no te dejas afectar por nada. Marisa creas tan pocos problemas… hija mía, ¿en tiendes lo que quiero decir?

24
{"b":"125163","o":1}