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No me daba miedo.

Nos agarramos del moño. Nos agarramos del moño, era divertido. El olía a Opium. Yo no olía a nada, supongo, no uso nunca colonia.

Forcejeamos un buen rato, abrazados el uno al otro. Los espectadores le animaban a que me matara, escuchaba sus gritos, gritos de odio, violentos, me llamaban de todo, pero él no quería hacerme daño, me di cuenta de que no quería pegarme fuerte, y abandoné la idea de soltarle una patada en los huevos. Al final, todo terminó en un par de bofetadas.

Pablo nos separó. Estaba serio. Me agarró por los codos y me apretó contra sí, para que no me moviera. Seguí pataleando un par de segundos, por inercia.

Entonces mi contendiente dijo algo, exactamente lo último que yo podía esperar, pero es que entonces no sabía que coleccionaba frases de John Wayne. Le fascinaban los sheriffs de las películas del oeste.

– Cuídala tío, tienes suerte, no es una mujer corriente.

Sus asombrosas palabras me tranquilizaron. Pablo se desenvolvía muy bien en este tipo de situaciones, con este tipo de personajes.

– Eso ya lo sé -trataba de parecer sereno-. Perdónanos, ha sido todo culpa nuestra, pero es que ésta es como una niña pequeña, le gusta jugar a juegos crueles.

– Culpa vuestra desde luego, más que culpa, es una cabronada vamos, lo que hacéis… -nos miraba con curiosidad, no parecía enfadado, el corrillo se disolvía ya, decepcionado-. Me llamo Ely, con y griega.

Alargó la mano. Pablo la tomó, sonriendo, le había gustado lo de la y griega, estaba segura.

– Yo me llamo Pablo, ella Lulú.

– ¡Ay, qué gracia! A mí también me encantaría que mi novio me llamara así…

Incurría en un error muy frecuente. La mayor parte de la gente que me había conocido con Pablo pensaba que Lulú era un nombre reciente, que había sido él quien me había bautizado así, nadie parecía dispuesto a creer que se tratara en realidad de un diminutivo familiar, derivado de mi propio nombre, involuntariamente impuesto en mi infancia.

Yo también le di la mano, y le pedí perdón. Era todo muy divertido.

Pablo le dijo que íbamos a cenar, en realidad esa noche habíamos salido a celebrar uno de los infrecuentes pero generosos donativos espontáneos de mi suegro, y le invitó a venir con nosotros. Dudó un momento, en realidad estaba trabajando, dijo, pero al final aceptó.

Nos lo pasamos muy bien los tres, nos reímos mucho.

Fuimos a un restaurante tirando a fino, típico de Pablo, donde nos miraba todo el mundo. Ely también estaba encantado, le encanta escandalizar. Llevaba una minifalda azul eléctrico de plástico, imitando cuero, unas sandalias altísimas atadas con cordones y una blusa de gasa con dibujos blancos, morados y azules; al cuello, un foulard de la misma tela.

Se sentó muy erguido, estirado, fumaba con boquilla y se tocaba constantemente el pelo, largo y cardado, inflado como un algodón de azúcar, las puntas estiradas hacia atrás como si hubieran padecido segundos antes una descarga eléctrica. Llevaba mechas rubias, pero le hacía falta un repaso, se le veían mucho las raíces oscuras.

Yo no podía quitarle la vista de encima. Los pezones se le transparentaban a través de la tela. El se dio cuenta.

– ¿Quieres que te las enseñe?

– ¿El qué?

– Las tetas.

– ¡ Ay, sí!

Se estiró la blusa hacia delante y metí la nariz dentro de su escote. Vi dos pechos perfectos, pequeños y duros, que terminaban en punta. Debía de estar estrenándolos todavía. Tuve ganas de tocarlos, pero no me atreví.

– Impresionante -le dije-. Ya quisieran muchas…

– Desde luego. ¿Tú quieres? -se dirigía a Pablo.

El negó con la cabeza, se reía y me miraba.

Ely empezó a contarnos su vida, aunque no quiso desvelarnos su edad, ni su nombre de pila. Hubiera preferido llamarse Vanessa, o algo así, pero estaba ya muy visto y había optado por un diminutivo, que' quedaba fino. Parecía andaluz, pero era de un pueblo de Badajoz, cerca de Medellín. Tierra de conquistadores, dijo, guiñándome un ojo.

Cuando tuvo la carta en la mano, dejó de hablar y la estudió detenidamente. Luego, con una voz especial, melosa y dulce, tremendamente femenina, miró a Pablo y preguntó.

– ¿Puedo pedir angulas?

Podía pedirlas, y lo hizo.

Comió como una lima, tres platos y dos postres, estaba muerto de hambre, aunque intentaba disimularlo, sostenía que no solía comer mucho para guardar la línea, y que se reservaba para ocasiones especiales como aquélla, pero los hombres habían cambiado mucho, por eso le gustaban tanto las películas antiguas, en blanco y negro, ahora era distinto, cada vez había menos caballeros dispuestos a pagarle una cena decente a una chica, hablaba y comía sin parar.

Sobre la mejilla de Pablo empezó a dibujarse una mancha sonrosada que luego se volvería morada, con rebordes amarillentos y reflejos verdosos.

Le había atizado bien.

– ¡Qué horror, cuánto lo siento! -le acariciaba la cara con la mano-. Esto no he conseguido arreglarlo, con las hormonas, quiero decir…

– No importa -Pablo se dejaba acariciar, por no rechazarlo. Era siempre así, con las extrañas criaturas que iba recogiendo por la calle.

Entonces, Ely dio un brinco y se le ocurrió que para celebrarlo podíamos terminar en la cama, gratis, claro.

Pablo le dijo que no. El insistió y Pablo volvió a rechazarle.

– Bueno, pues por lo menos déjame que te la chupe… Podemos hacerlo en el coche mismo, no es muy romántico pero estoy acostumbrada…

Yo me reía a carcajadas. Pablo no, se limitaba a mover la cabeza. Ely sonreía.

– Este chico es muy clásico -me hablaba a mí.

– Sí, qué le vamos a hacer… -decidí pasarme al enemigo-. ¡Anímate Pablo, vamos! Hay que probarlo todo en esta vida -me volví hacia el solicitante-, te advierto que es una pena, tiene una buena pieza…

– ¡Ahg, por Dios!

Echó todo el cuerpo hacia atrás, ahuecándose la melena con la mano, exageraba todos sus gestos, ahora se estaba haciendo la loca, deliberadamente. Era muy divertido.

– ¡Por Dios, déjate! -fingía desesperación, aunque también él se reía ruidosamente-. ¡Pero qué más te da! Si no te voy a hacer nada raro, te lo juro, en la boca solamente tengo lengua y dientes, como todo el mundo. ¡Déjate, déjate! ¡Oh, qué país éste! Vamos, te pagaré la cena, y te gustará, soy muy buena…

Estábamos chillando, armando un escándalo considerable. Nos trajeron la cuenta sin haberla pedido. Pablo pagó y salimos a la calle.

Nos pidió que le dejáramos donde le habíamos cogido. Era pronto, podía ligar todavía, dijo, pero durante el camino siguió dando la lata sin parar. Había bebido bastante. Nosotros también.

Yo dudaba.

Ignoraba si me estaría permitido hacerlo o no, no quería pasarme de la raya. En realidad, no sabía dónde estaba la raya. A él parecía divertirle todo lo que yo hacía, pero debía de existir un límite, alguna raya, en alguna parte.

al final, le pedí que parara y me pasé al asiento de atrás. Preferí no mirarle a la cara. Ely me dejó sitio. Estaba sorprendido. Me abalancé sobre él y le metí las dos manos en el escote. Levanté la vista para encontrarme con los ojos de Pablo clavados en el retrovisor. Me estaba mirando, parecía tranquilo, y su puse, me repetí a mí misma, que eso significaba que la raya estaba todavía lejos.

La carne estaba tan dura que casi se podían notar las bolas, las dos bolas que debía de llevar dentro. Le estrujaba y le amasaba las tetas, estirándole los pezones y lamentando, en algún lugar recóndito, no tener las uñas largas, para clavárselas y marcarle con su propia sangre.

Aquel ser híbrido, quirúrgico, me inspiraba una rara violencia.

Me dio un beso en la mejilla pero aparté la cara.

Nunca he sido tan considerada como Pablo y no quería besos de él. Le puse la mano en la entrepierna. Estaba empalmado. No me pareció lógico. Pablo seguía inmóvil, mirándonos por el retrovisor a la luz lechosa de las farolas. Volví a tocarle. Estaba empalmado, desde luego. Entonces le levanté la blusa y me metí una de sus tetas en la boca sin apartar la mano. Era monstruoso. Me colgué de su teta, la besaba, la chupaba, la mordía y movía la mano sobre él, le frotaba a través del plástico azul, tan arremangado sobre sus muslos que rozaba el borde con la muñeca, y le notaba crecer.

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