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Cuando la habitación comenzó a iluminarse con la débil luz lechosa que penetraba a través de los balcones, decidí intentar dormir un rato.

Hacía frío.

Me metí en la cama muy ceremoniosamente, mullendo las almohadas y estirando muy bien las sábanas, me tumbé boca arriba, muy tiesa, cerré los ojos apretando fuerte y convoqué en mi imaginación toda clase de alimentos deliciosos, helado de turrón, leche merengada, tocino de cielo, tarta de merengue de limón, generalmente daba resultado pero aquella noche resultó inútil.

Cuando me cansé de dar vueltas salté de la cama resignada a prolongar la vigilia, me envolví en una manta y fui a la cocina, buscando algo que comer, porque mi fallido intento de conciliar el sueño me había despertado un hambre feroz. En la despensa encontré una caja de pastas hojaldradas que Carmela me había traído de su pueblo. Las pastas que me regala de vez en cuando constituyen la única cualidad positiva que soy capaz de reconocer en ella. Me encantan los dulces de pueblo, pastaza, harinaza, aceitazo, etc., me encantan. No debería, pensé, pero es una ocasión especial, y me llevé la caja conmigo, a mi observatorio del cuarto de estar.

Mordí la esquinita de una pasta recubierta de piñones, me las como siempre muy despacio para que me duren más, y les recuperé nuevamente, a distancia, allí estaban, danzando para mí, ya no parecían capaces de sorprenderme, me había empapado de ellos antes, y ahora conseguía mirarles con una cierta frialdad objetiva, aunque su sinceridad, la sinceridad que distorsionaba sus rostros anegados en sudor, la sinceridad que se escapaba de entre sus dientes, sus jadeos discretos y entrecortados, roncos, me conmovían aún profundamente.

Su arrogancia no me impresionaba. Me inspiraban una extraña compasión, teñida de envidia y de violencia, un sentimiento oscuro y denso. Y, más allá de mi delirio inicial, persistía la certeza de su juventud y su inexperiencia. Tontitos. Me sentía muy superior a ellos, mayor, no podía erradicar de mi cabeza la idea de que no eran más que un grupo de niños grandes que jugaban, niños, si uno de ellos me rozara la cara con el dorso de la mano podría estamparme contra la pared sin despeinarse, pensé, pero ni siquiera eso podría cambiar las cosas.

Su arrogancia no me impresionaba. Cuatro azotes y una semana sin ver la televisión les bajarían los humos durante una temporada. Igual que a Inés.

Escuché en alguna parte el débil pitido del despertador. Me había dormido, estaba mirándoles, a través de la mirilla de una gruesa puerta de madera, les había encerrado allí y ahora uno de ellos, escogido antes al azar, mostraba a los demás las cicatrices, su grupa surcada por estrías blancas sobre la piel enrojecida, y todos lloraban y le acariciaban, se comportaban como animales, incapaces de arrepentirse y rectificar su conducta, sería necesario tratarles con más severidad en el futuro, meditaba sobre todo aquello cuando sonó el despertador, la televisión emitía una confusa amalgama de rayas blancas y negras, tengo que despertar a Inés, lavarla, vestirla, obligarla a desayunar y llevarla al colegio, el ritual cotidiano se impuso finalmente y conseguí levantarme, fue entonces cuando la sangre comenzó a fluir a borbotones, mi cara se llenó de imaginarios hematomas, la piel de mis mejillas se estiró, tensa y ardiente.

Sentí vergüenza, y miedo también, una sensación desconocida y desagradable, imprecisa, pero a medida que conseguía despertarme, todo parecía recuperar su lugar, y la sangre abandonaba mi rostro para volver a circular por todo el cuerpo.

Tengo que despertar a Inés, pensé. Es una pena que anoche me peleara con Ely, porque me encantaría ir a un combate de boxeo, y él, seguramente, sabe dónde se sacan las entradas para ir a esos sitios…

Había sido uno de mis juegos favoritos tiempo atrás, cazar travestis.

Sabía que se trataba de un pasatiempo absurdo, una tontería e incluso algo injusto, maligno, pero me parapetaba detrás de mi solidaridad, una vaga solidaridad de sexo para con las putas clásicas, mujeres auténticas con tetas imperfectas, descolgadas, y muelas picadas, que ahora lo tenían cada vez más difícil, con tanta competencia desleal, las pobres.

Pablo me lo consentía, siempre me lo ha consentido todo, y se pegaba a la acera, conducía muy despacio, mientras yo me arrebujaba en mi asiento, para no llamar demasiado la atención, para que le vieran solamente a él, y entonces salían de sus madrigueras, los veíamos a la luz de las farolas, se plantaban, con los brazos en jarras, sólo unos metros por delante del coche, Pablo iba casi parado, ellos se abrían la ropa, despegaban los labios, movían la lengua, y cuando estaban a la distancia justa, zas, acelerábamos, les dábamos un susto mortal, razonablemente mortal, porque nunca nos acercábamos tanto como para que pensaran que iban a morir atropellados, no, solamente queríamos, quería yo, en realidad, que era la inventora del juego y de sus normas, verles saltar, salir corriendo, con todos sus complementos, collares, pamelas de ala ancha, chales que flotaban al viento, eran graciosos, resbalando sobre los tacones, se caían de culo, pesados, y grandes, no estaban todavía demasiado familiarizados con sus ropas y corrían levantándose las faldas, cuando las llevaban, con el bolso en la mano, corrían, con los me ñiques estirados, era divertido, algunos, con cara de odio, nos insultaban agitando el puño en el aire, y nos reíamos, nos reíamos mucho, siempre me he reído mucho con él, siempre, y nunca con él me sentía culpable después.

Hasta que debieron de aprenderse nuestras caras, quizá nuestra matrícula, de memoria, y una noche, cuando estábamos empezando y nos movíamos muy despacio al lado de la acera, vino uno por la izquierda y le soltó a Pablo la hostia que llevábamos tanto tiempo buscándonos.

Apenas tuve tiempo de verlo, un puño cerrado, un puño temible, rematado por una enorme uña roja, a través de la ventanilla, y Pablo que se tambaleaba, pisaba el freno y se llevaba las manos a la cara.

Me salió la raza, todavía no entiendo por qué, pero me salió la raza.

Salí del coche y empecé a increpar a la vaporosa figura que se alejaba rápidamente calle abajo. Tú, hijo de puta, ven aquí si te atreves.

Los testigos de la escena, colegas del agresor, formaban corrillo en las aceras. Yo seguía chillando. Te mato, cerdo, te mato, cobarde, maricón, te voy a matar.

Se detuvo y se dio la vuelta lentamente. En las casas de los alrededores comenzaron a encenderse las luces, ¡ya está bien!, ¡todas las noches igual!, los vecinos no parecían disfrutar con las escenas pasionales.

Pablo, con la mano en la mejilla todavía, se reía a carcajadas.

Comenzó a subir en dirección a mí. Los espectadores estaban desconcertados. Yo estaba furiosa, borracha perdida y furiosa. Tú, hijo de la gran puta, cómo te has atrevido tú a pegar a mi novio -no podía llamarle mi marido, aunque lo fuera, llevábamos ya casi tres años casados, pero no me salía-, te advierto que como le vuelvas a tocar un pelo de la cabeza te voy a sacar los ojos, te saco los ojos, por éstas, chulo de mierda.

Ahora le tenía delante. Su cara reflejaba la misma expresión de extrañeza que se había dibujado antes en los rostros de sus compañeros. Pablo me chillaba que volviera al coche que lo dejara ya.

Le estudié un instante. No era muy alto para ser un hombre, pero sí para una mujer, abultaba poco más o menos lo que yo. Era muy joven, o al menos lo parecía, uno de los travestis más jóvenes que había visto en mi vida, yo tenía veintitrés, entonces, y él aparentaba casi los mismos. Tenía la cara redonda, cara de torta, no había nada agudo en aquel rostro, a pesar de la espesa capa de colorete con la que había pretendido crear la ilusión de unos pómulos salientes. Era guapa, no guapo, antes de pasarse de bando debía de haber sido un hombre feo, chocante, con esa cara de niña de primera comunión.

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