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– Se puso una goma? -sus ojos brillaban con furor inquisitorial.

– No, no sé, no me fijé, no le veía…

– ¿Y no te importa?

– No.

– ¡Tú estás como una cabra! -se estaba poniendo furiosa, ella sola, cada vez más furiosa, porque yo no movía un músculo de la cara, ni estaba preocupada ni iba a conseguir preocuparme, y además sus accesos de histeria ya me ponían enferma. -¡Tú…,

tú…, tú eres como un tío! Sólo vas a lo tuyo, hala, sin pensar en nada más. ¿No comprendes que te ha tomado el pelo? Es un viejo, Lulú, un viejo que te ha tomado el pelo. Échale un galgo, ahora. ¿Sabes lo que dice mi madre? Los chicos sólo se divierten…

– ¡Basta! -ahora era yo la que estaba furiosa-. No debería habértelo contado. No entiendes nada.

– ¿Qué no entiendo nada? -chillaba en medio de la calle, la gente se paraba a mirarnos-. La que no entiendes nada eres tú, que te has portado como una imbécil, tú, Lulú, que perdona que te lo diga, hija, pero es que no tienes ni pizca de sensibilidad…

La llamé, la llamé yo antes de salir del trabajo, la llamé porque es mi amiga, mi mejor amiga, y porque la quiero.

Seguía llorando, hipando, sorbiéndose los mocos.

La consolé.

Le dije que desde luego el jefe del tribunal era un cabrón y que no había derecho a que le hubieran cambiado la fecha del examen. Le dije también que estaba segura de que esta vez aprobaría, aunque no era verdad.

También yo me sentía sola aquella tarde, y no quería seguir así, acabaría llamando a Pablo, alguna vez desconectaría el contestador, la excusa estaba

fresca todavía.

Al final, propuse un plan clásico.

Si Patricia accedía a quedarse a dormir en mi casa, cobrando desde luego, menuda fenicia estaba hecha, para cuidar a Inés, nos iríamos a comer, a comer como dos gordas felices, y luego beberíamos hasta ser capaces de reírnos, reírnos por nada, como dos locas felices, y, si nos quedaban fuerzas, intentaríamos ligar en un bar de moda, ligar a lo tonto, como dos putas felices, y mañana sería otro día.

Me dijo que le parecía muy bien.

La velada resultó un desastre, un completo desastre.

Comer sí comimos, comimos un montón de cosas venenosas, cientos de miles de calorías, y con pan, pero eso no consiguió ponernos de buen humor.

Beber sí bebimos, pero nos dio triste, una borrachera llorona y triste. Chelo no sabía qué iba a hacer con su vida si suspendía las oposiciones, después de tantos años. Yo había abandonado a Pablo para disponer de la mía, de mi propia vida, y ahora tampoco sabía qué hacer con ella.

Me sobraba por todas partes.

Bebíamos en silencio, cada una con lo suyo, Chelo tenía todavía los ojos brillantes. A mí me estaban brotando las lágrimas cuando me levanté, la copa a medias, y anuncié que nos íbamos, que ya estaba bien.

Nunca lloro en lugares públicos, si puedo evitarlo.

Cuando arranqué, había decidido volver, dejar a Chelo en casa y volver otra vez. Por aquel entonces, mis días consistían en dos ocupaciones básicas, decidir volver y decidir que no volvería, ininterrumpidamente.

Era muy tarde, pero la calle estaba llena de gente, gente que se reía en grupitos, gente que recorría las terrazas de arriba a abajo, mirando en todas direcciones al acecho de una mesa libre, gente que se había sacado las copas a la calle, para mirar y dejarse ver, gente corriente que parecía divertirse.

Hacía mucho calor todavía, parecía que el verano no iba a terminar nunca.

Chelo seguía viviendo en el mismo barrio de cuando éramos pequeñas. Enfilamos una calle muy familiar para las dos, ancha y elegante, aparentemente desierta, pero ellos estaban allí.

Estaban allí, semiescondidos en los portales, emperifollados y tambaleantes sobre los tacones puntiagudos, pantalones brillantes y ceñidos, fantasmagóricos leopardos sintéticos sobre una superficie inverosímilmente lisa, escotes magnánimos, telas perfectas, perfectas, envidiables, labios rojísimos, pestañas postizas empastadas de rimmel de colores y peinados infantiles, se debían haber pasado de moda las melenas de leona y ahora casi todas llevaban coletitas, con gomas y lazos de colores, sus cabecitas cosidas con horquillitas, maripositas y manzanitas.

Obedeciendo un impulso incontrolable, disminuí la velocidad y me pegué a la acera. Chelo protestó, pero no le hice caso.

Entonces le vi, estaba muy arriba, casi en la esquina con Almagro, vestido con una especie de pijama naranja, un cinturón negro muy ancho, adornado con cadenas y monedas doradas, en medio de un grupito, besando a todos los demás, su melena intacta todavía, era un clásico.

Me acerqué a su lado, llamándole a gritos por la ventanilla.

Ely se volvió, tardó algún tiempo en reconocerme, yo no solía conducir, conducía siempre Pablo antes, y luego vino hacia mí con grandes aspavientos.

– ¡ Lulú! ¡Qué alegría!

En el coche aparcado al lado del mío, un hombre apenas un par de años mayor que yo, bien vestido y con aspecto de ejecutivo en ascenso, feliz padre de familia quizás, negociaba discretamente con dos travestis, uno alto y corpulento, el otro pequeñito, con aspecto aniñado.

Ely me plantó dos besos sonoros, uno en cada mejilla. Saludó a Chelo luego, también muy efusiva mente. No tenía buen aspecto, estaba muy avejentado, siempre habíamos sentido miedo por él, Pablo y yo, presentíamos que acabaría mal.

– ¿Qué haces aquí? -se había marchado al Sur aproximadamente un año antes-. Creí que estabas en Sevilla…

– ¡Ahg! No me hables -se echó el pelo para atrás, con una mano, llevaba las uñas pintadas de blanco nacarado, nunca se las había visto así, a lo mejor se creía que le hacían más joven-. Los sevillanos son demasiado… sevillanos, para mí. Me cansé de ellos muy pronto, echaba de menos la corte, el ambiente, no sé. Además, estoy enamorada otra vez, no puedo evitarlo, en fin, ya sabes…

Había bajado la voz para confesarlo, estoy enamorada, como si esa circunstancia fuera capaz de explicar por sí misma su traslado, estoy enamorada, lo dijo en un tono dulce y tímido, casi con unción, menuda zorra estás hecha pensé, cuando hablaba de amor olvidaba que era un hombre en realidad y no podía evitar pensar en ella en femenino.

Chelo la felicitó estruendosamente, añadiendo que tuviera cuidado, que los hombres eran muy malos. Ely le contestó que a quién se lo iba a decir, pero que de todos modos, no podía vivir sin ellos.

Eso sí, Chelo estaba de acuerdo. Yo escuchaba su diálogo, pendiente del trato que se estaba cerrando a mi izquierda. Pensé que tendría que mover el coche para dejarles salir, pero se instalaron los tres en el asiento de atrás, el cliente en el centro, y empezaron a meterse mano los unos a los otros.

– ¡Oye! -el potente acento extremeño de Ely me obligó a volverme hacia él-. ¡Vi a tu chico en la tele, hace un par de meses, en Sevilla! Sale mucho, ahora…

Asentí con la cabeza, sonriendo. Pablo tenía ya cuarenta y dos años, pero para Ely siempre sería mi chico, igual que para Milagros la desteñida era la chica de Pablo, por lo visto. Por lo demás no me extrañó, se había puesto de moda, de repente.

– Pero ¿por qué sale siempre hablando del cura ése?

– ¿De qué cura? -no le entendía. Además, últimamente procuraba no ver a Pablo por la televisión.

Los restantes participantes del coloquio, el debate, el programa o lo que fuera, solían resultar tan imbéciles que el aplomo de mi marido, su sabiduría, su media sonrisa torcida, cargada de mala leche, me recordaban que le quería, que le quería terriblemente, a pesar de todo, y eso me producía insoportables deseos de volver, me hacía añorar el lazo rosa y la piel blanca, suave, aborregada, que había vestido durante tanto tiempo.

– Pues de ese cura, de ése que lleva muerto tantos años, ahora no me sale el nombre, por Dios, sí, tienes que saber quién es, ése que estaba liado con la monjita, ésa sí que me cae bien, debía de ser muy buena persona, la monjita, y muy lista.

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