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– Trágatelo todo.

Apenas tuve que hacer nada más, aguantar cinco o seis empellones que no habría podido evitar ni aun queriéndolo, porque me mantenía sujeta entre sus piernas, cerrar los labios en torno a la carne pegajosa, percibir su sabor, mi propio sabor, distinto al de antes, y tragar, tragar aquella especie de pomada viscosa y caliente, dulce y ácida a la vez, con un remoto regusto a las medicinas que amargan la infancia de los niños felices, tragar y aguantarme las ganas de toser a medida que avanzaba a través de mi garganta aquel fluido espeso y asqueroso, asqueroso, al que jamás me he acostumbrado ni me acostumbraré, jamás, a pesar de los años y de la firme autodisciplina que imponen los buenos propósitos.

A él le gustaba, sin embargo. Mientras escuchaba sus gemidos apagados y acompañaba sus movimientos con mi propia cabeza, para evitar la náusea que me sacudía cuando me quedaba quieta, trataba de segregar la mayor cantidad de saliva posible para impulsar hacia dentro la última dosis, igual que con las coles de Bruselas; que saben a podrido, y pensaba, pensaba que a él le gustaba, al fin y al cabo, y me venía a la mente una de las eternas jaculatorias de Carmela, la tata que mi madre había aportado al matrimonio, una vieja beata que olía mal y estaba reventada de esclerosis, imbécil perdida ya, e iba repitiendo como un fantasma por el pasillo, el Señor nos la da y el Señor nos la quita, con el ABC en la mano, abierto por la página de las esquelas y de los "Gracias, Espíritu Santo", el Señor nos la da y el Señor nos la quita, él me lo da y él me lo quita, está bien, se cierra el ciclo, todo comienza y termina en el mismo sitio, a él le gusta y está bien así.

La primera clase teórica había sido todo un éxito.

Después bebí, bebí litros de agua, siempre bebo agua después, y no sirve de nada, pero es lo único que se puede hacer, beber agua. Estaba muy cansada, muy contenta también. Me di la vuelta, tenía sueño. El me arropó, se tendió del mismo lado que yo, me abrazó, respirando contra mi cabeza y me dio las buenas noches, a pesar de que estaba amaneciendo ya.

Me dormí con un sueño placentero y pesado, como el que me vencía después de pasar un día en el monte.

No recuerdo nada más, en especial.

Me despertó la luz del sol y él no estaba a mi lado.

Preferí no imaginar que hubiera desaparecido, dejándome allí tirada, en el taller de su madre, donde por cierto no se oían ruidos, no parecía que estuviera trabajando nadie, y me concentré en calcular la hora.

Debía de ser muy tarde ya, no iba a llegar ni a la tercera clase.

Al rato, escuché el ruido de una cerradura vieja y falta de grasa, estaban abriendo la puerta. Podía ser él, pero también podía ser cualquier otra persona. Me tapé la cabeza con la sábana, y procuré permanecer inmóvil, escuché pasos y ruidos, no parecían tacones pero nunca se sabe, venían hacia mí, luego noté el peso de algo, me habían tirado algo encima.

– Las porras frías suelen estar incomibles… -era su voz. Asomé la cabeza y le vi allí, encajado en el quicio de la puerta, sonriente-. ¿Qué quieres desayunar?

– Café con leche -yo también le sonreí, nunca había sido tan feliz en toda mi vida, nunca.

Desapareció. Me vestí deprisa, estaba hambrienta.

No despegué los labios hasta que hube engullido siete enormes y exquisitas porras todavía calientes, uno de mis alimentos favoritos, mientras él me miraba e insistía en que no quería más, en que solía tomar solamente una.

– ¿Sabes? A mi madre le revienta que nos gusten más las porras que los churros, porque dice que ensucian más, que son más grasientas, como más bastas, ¿comprendes? -me reía yo sola, al acordarme-, dice que un churro se puede comer con dos deditos, porque siempre lo dice en diminutivo, deditos, y queda bien, queda fino, pero comer porras en público, aunque sea con dos deditos… -no pude seguir, me atragantaba, se me saltaban las lágrimas de risa, él se reía conmigo.

– Eres muy lista, Lulú…

– Muchas gracias -pero mientras le contestaba comprendí que alguna vez debería volver al mundo real-. ¿Qué hora es? -en realidad, casi prefería no saberlo.

– La una menos veinte.

– ¡La una menos veinte! -las piernas me temblaban, se iba a organizar una escandalera de mucho cuidado- pero… yo tenía clase hoy.

– He decidido perdonártela, anoche te portaste muy bien -sonreía, me di cuenta de que para él aquello no tenía ninguna importancia, el colegio, la falta de asistencia, un día más o menos.

Quizás tenía razón, no era para tanto.

Seguramente, Chelo colaboraría, siempre lo hacía, le contaría a mi madre que me había despertado con empacho y que en su casa habían decidido dejarme en la cama; lo de la tutora tenía peor solución. En cualquier caso, existían riesgos mayores que ése.

– ¿Se lo vas a contar a Marcelo?

– No, se moriría de celos -se sonrió para sí mismo, de una manera extraña-. Además, lo que hemos hecho no deja de socavar los cimientos del régimen…

Salimos a la calle, hacía un día excelente, frío pero limpio, el sol calentaba a pesar de la fecha. Le pedí que me llevara a la puerta del colegio, tenía que ver a Chelo, prepararme una coartada antes de volver a casa.

Condujo en silencio todo el tiempo, yo tampoco tenía ganas de hablar, pero cuando se detuvo al otro lado de la calle, enfrente de la verja, se volvió hacia mí.

– Quiero que me prometas algo -su voz se había vuelto repentinamente grave.

Asentí con la cabeza.

– Quiero que me prometas que, pase lo que pase, recordarás siempre dos cosas. Dime que lo harás.

Asentí nuevamente.

– La primera es que el sexo y el amor no tienen nada que ver…

– Eso ya me lo dijiste anoche.

– Bien. La segunda es que lo de anoche fue un acto de amor -me miró a los ojos con una intensidad especial-. ¿De acuerdo?

Me paré a meditar unos segundos, pero fue inútil. No sabía qué quería decir con todo eso.

– No te entiendo.

– No importa, prométemelo.

– Te lo prometo.

Me sonrió, me dio un beso en la frente, me abrió la puerta y se despidió de mí.

– Adiós Lulú, sé buena, y no crezcas.

No entendía absolutamente nada y volví a sentirme mal, como un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello.

No sabía qué decir. Al final, salí sin decir nada.

Caminé deprisa, en dirección a la verja, sin mirar para atrás. Vi a Chelo, y ella me vio a mí, se quedó mirándome con cara de extrañeza. El coche de Pablo se perdió entre centenares de coches.

Me sentía mal, todavía.

– Pero tú, ¿de dónde sales? -Chelo estaba asombrada y entonces pensé que a lo mejor se me notaba en la cara, que me había cambiado la cara.

La cogí del brazo y comenzamos a andar en dirección a casa.

Se lo conté, se lo conté a medias, omitiendo la mayor parte de los detalles, ella me miraba con ojos de alucinada, intentaba interrumpirme, pero yo no se lo permitía, ignoraba sus constantes exclamaciones, y seguía hablando, hablé hasta llegar al final, y a medida que hablaba desaparecía aquella desagradable sensación, volvía a estar contenta, y satisfecha conmigo misma.

De repente se paró en seco, me resbaló un pie sobre un alcorque y estampé la nariz contra una acacia. Clásico de mí, no tengo reflejos.

Se quedó quieta mirándome. En su cara se dibujó una expresión conocida. Estaba enfadada, enfadada conmigo, enfadada sin motivos, pensé.

– Pero, bueno, ¿cómo lo hicisteis?

– Pues ya te lo he contado, yo estaba a gatas, es decir, no exactamente a gatas, porque no tenía las manos apoyadas en el suelo…

– No quiero saber eso. Eso no me importa, lo que quiero saber es cómo lo hicisteis.

– Pero si ya te lo he contado. No te entiendo.

– ¿Estás tomando la píldora?

– No… -me quedé estupefacta, de repente. No estaba tomando la píldora, claro, no se me había ocurrido, no había pensado para nada en complicaciones de ese estilo mientras estaba con él.

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