Литмир - Электронная Библиотека
A
A

La sala es igual a todas las salas, tiene una mesita en el centro, alrededor hay sofás que bastan para todos, en éste se sientan el médico y su mujer, y con ellos el viejo de la venda negra, en aquél la chica de las gafas oscuras y el niño estrábico, en el otro, la mujer del primer ciego y el primer ciego. Están exhaustos. El niño se ha quedado dormido con la cabeza en el regazo de la chica de las gafas oscuras, ya no se acuerda del candil. Pasó así una hora, aquello era como una felicidad, bajo la luz suavísima los rostros mugrientos parecían limpios, brillaban los ojos de los que no dormían, el primer ciego buscó la mano de su mujer y la retuvo con la suya, gestos como éste indican hasta qué punto el descanso del cuerpo puede contribuir a la armonía de los espíritus. Dijo entonces la mujer del médico, Dentro de poco comeremos algo, pero antes tendríamos que ponernos de acuerdo sobre cómo vamos a vivir aquí, tranquilos, no voy a repetiros el discurso del altavoz, para dormir hay espacios suficientes, tenemos dos dormitorios que serán para los matrimonios, en esta sala pueden dormir los demás, cada uno en un sofá, mañana saldré a buscar comida, se está acabando la que tenemos, sería conveniente que uno de vosotros fuera conmigo para ayudarme a traer las cosas, pero también para empezar a aprender los caminos de casa, para reconocer las esquinas, un día puedo ponerme enferma o quedarme ciega yo también, estoy siempre esperando que esto ocurra, entonces tendré que aprender de vosotros, otra cosa, para las necesidades habrá un cubo en la terraza, sé que no es agradable ir ahí fuera, con la lluvia que ha caído y el frío que hace, pero siempre es mejor eso que llenar la casa de malos olores, no olvidemos lo que fue nuestra vida durante el tiempo en que estuvimos internados, bajamos todos los escalones de la indignidad, todos, hasta la abyección, y, aunque de manera diferente, podría ocurrir lo mismo aquí, entonces teníamos la disculpa de la abyección de los de fuera, ahora no, ahora somos todos iguales ante el mal y el bien, por favor, no me preguntéis qué es el bien y qué es el mal, lo sabíamos cada vez que actuábamos en el tiempo en el que la ceguera era una excepción, lo cierto y lo equivocado son sólo modos diferentes de entender nuestra relación con los demás, no la que tenemos con nosotros mismos, en ésa no hay que confiar, y perdonadme el sermón, es que no sabéis, no podéis saber, lo que es tener ojos en un mundo de ciegos, no soy reina, no, soy simplemente la que ha nacido para ver el horror, vosotros lo sentís, yo lo siento y, además, lo veo, y, ahora, punto final, se acabó el sermón, vamos a comer. Nadie hizo preguntas, el médico dijo, Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma, El alma, preguntó el viejo de la venda negra, O el espíritu, el nombre es igual, fue entonces cuando, sorprendentemente, si tenemos en cuenta que se trata de una persona que no ha hecho estudios avanzados, la chica de las gafas oscuras dijo, Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

La mujer del médico puso en la mesa un poco de la comida que quedaba, después los ayudó a sentarse, dijo, Masticad despacio, ayuda a engañar al estómago. El perro de las lágrimas no vino a pedir comida, estaba habituado a ayunar, además, habrá pensado que no tenía derecho, después del banquete de la mañana, a quitar, por poca que fuese, la comida de la boca a la mujer que había llorado, los otros no parecían tener para él mucha importancia. En medio de la mesa, el candil de tres picos esperaba que la mujer del médico diera la explicación que había prometido, ocurrió al final, cuando ya acababan de comer, Dame tus manos, dijo ella al niño estrábico, luego se las guió lentamente mientras iba diciendo, Esto es la base, redonda, como ves, y esto es la columna que sostiene la parte superior, que es el depósito de aceite, aquí, cuidado no te quemes, están los picos, uno, dos, tres, de ellos salen las mechas, unas tiritas de paño retorcido que chupan el aceite de dentro, se les acerca una cerilla y arden hasta que el aceite se acaba, son unas lucecillas débiles, pero lo suficiente para que podamos ver, Yo no veo, Un día verás, ese día te regalaré el candil, De qué color es, Has visto alguna vez una cosa de latón, No sé, no me acuerdo qué es latón, El latón es amarillo, Ah. El niño estrábico reflexionó un poco, Ahora va a preguntar por su madre, pensó la mujer del médico, pero se equivocaba, el chiquillo sólo dijo que quería agua, tenía mucha sed, Tendrás que esperar hasta mañana, no tenemos agua en casa, en ese mismo momento recordó que sí, que había agua, unos cinco litros o más de preciosa agua, el contenido intacto de la cisterna del retrete, no podía ser peor que la que bebieron durante la cuarentena. Ciega en la oscuridad, fue al cuarto de baño, a tientas levantó la tapa de la cisterna, no podía ver si realmente había agua, la había, se lo dijeron los dedos, buscó un vaso, lo sumergió, lo llenó con todo cuidado, la civilización había regresado a sus primitivas fuentes de sumersión. Cuando entró en la sala, todos seguían sentados en su sitio. Las llamas iluminaban los rostros, dirigidos hacia ellas, era como si el candil estuviese diciéndoles, Estoy aquí, vedme, aprovechaos, que esta luz no va a durar siempre. La mujer del médico acercó el vaso a los labios del niño estrábico, dijo, Aquí tienes agua, bebe lentamente, lentamente, saboréala, un vaso de agua es una maravilla, no hablaba para él, no hablaba para nadie, simplemente comunicaba al mundo la maravilla que es un vaso de agua, Dónde la has encontrado, es agua de lluvia, preguntó el marido, No, es de la cisterna, Y no teníamos un garrafón de agua cuando nos fuimos, preguntó él de nuevo, la mujer exclamó, Sí, es verdad, cómo no se me ha ocurrido, un garrafón, que estaba a medias y otro que ni lo habíamos empezado, qué alegría, no bebas, no bebas más, esto se lo decía al niño, vamos todos a beber agua pura. Se llevó esta vez el candil y fue a la cocina, volvió con la garrafa, la luz entraba por el plástico y hacía centellear la joya que tenía dentro. Colocó el recipiente en la mesa, fue a por vasos, los mejores que tenían, de cristal finísimo, luego, lentamente, como si estuviese oficiando un rito, los llenó. Al fin, dijo, Bebamos. Las manos ciegas buscaron y encontraron los vasos, los alzaron temblando, Bebamos, repitió la mujer del médico. En el centro de la mesa el candil era como un sol rodeado de astros brillantes. Cuando posaron los vasos, la chica de las gafas oscuras y el viejo de la venda negra estaban llorando.

Fue una noche inquieta. Vagos al principio, imprecisos, los sueños iban de durmiente en durmiente, cogían de aquí y de allá, se llevaban consigo nuevas memorias, nuevos secretos, nuevos deseos, por eso los dormidos suspiraban y murmuraban, Este sueño no es mío, decían, pero el sueño respondía, No conoces aún tus sueños, fue así como la chica de las gafas oscuras se enteró de quién era el viejo de la venda negra que dormía a dos pasos, y así también creyó él saber quién era ella, sólo lo creyó, porque no basta con que los sueños sean recíprocos para que sean iguales. Empezó a llover cuando clareaba la mañana. El viento lanzó contra las ventanas un aguacero que resonó como mil latigazos. La mujer del médico se despertó, abrió los ojos y murmuró, Cómo llueve, luego volvió a cerrarlos, en el dormitorio seguía siendo noche profunda, podía dormir. No llegó a estar así ni un minuto, despertó abruptamente con la idea de que tenía algo que hacer, pero sin comprender qué era, la lluvia estaba diciéndole, Levántate, qué querría la lluvia. Despacio, para no despertar al marido, salió del cuarto, atravesó la sala de estar, se detuvo un instante para mirar a los que dormían en los sofás, luego siguió por el pasillo hasta la cocina, sobre esta parte de la casa caía la lluvia aún con más fuerza, empujada por el viento. Con la manga de la bata limpió los cristales empañados de la puerta y miró hacia fuera. El cielo era, todo él, una sola nube, la lluvia caía en torrentes. En el suelo de la terraza, amontonadas, estaban las ropas sucias que se habían quitado, estaba la bolsa de plástico con los zapatos que había que lavar. Lavar. El último velo del sueño se abrió súbitamente, era eso lo que tenía que hacer. Abrió la puerta, dio un paso, de inmediato la lluvia la empapó de la cabeza a los pies como si estuviese bajo una cascada. Tengo que aprovechar esta agua, pensó. Volvió a entrar en la cocina y, evitando en lo posible cualquier ruido empezó a reunir lebrillos, cazos, palanganas, todo lo que pudiera recoger un poco de esta lluvia que caía del cielo a cántaros, en cortinas que el viento hacía oscilar, que el viento iba empujando sobre los tejados de la ciudad como una inmensa y rumorosa escoba. Los sacó, disponiéndolos a lo largo de la terraza, ahora tendría agua para lavar aquellas ropas inmundas, los zapatos asquerosos. Que no escampe, que no pare esta lluvia, murmuraba mientras buscaba en la cocina jabón, detergentes, estropajos, todo lo que sirviese para limpiar un poco esta suciedad insoportable del alma. Del cuerpo, dijo, como para corregir el metafísico pensamiento, después añadió, Es igual. Entonces, como si sólo ésa pudiese ser la conclusión inevitable, la conciliación armónica entre lo que había dicho y lo que había pensado, se quitó de golpe la bata mojada, y, desnuda, recibiendo en el cuerpo unas veces la caricia, otras veces los latigazos de la lluvia, empezó a lavar la ropa al tiempo que se lavaba a sí misma. El ruido de las aguas que la rodeaba le impidió darse cuenta de que ya no estaba sola. En la puerta de la terraza habían aparecido la chica de las gafas oscuras y la mujer del primer ciego, qué presentimientos, qué intuiciones, qué voces interiores las habían despertado es algo que no se sabe, tampoco se sabe cómo consiguieron encontrar el camino hasta aquí, no vale la pena buscar ahora explicaciones, las conjeturas son libres. Ayudadme, dijo la mujer del médico cuando las vio, Cómo, si no vemos, preguntó la mujer del primer ciego, Quitaos la ropa que lleváis puesta, cuanta menos tengamos que secar después, mejor, Pero nosotras no vemos, repitió la mujer del primer ciego, Es igual, dijo la chica de las gafas oscuras, haremos lo que podamos, Y yo acabaré después, dijo la mujer del médico, limpiaré lo que haya quedado sucio, y ahora, a trabajar, vamos, somos la única mujer con dos ojos y seis manos que hay en el mundo. Tal vez en la casa de enfrente, detrás de aquellas ventanas cerradas, algunos ciegos, hombres y mujeres, en vela por la violencia de los golpes de agua, con la cara apoyada en los fríos cristales, recubriendo con el vaho de la respiración el vaho de la noche, recuerden el tiempo en que así, tal como ahora están, veían caer la lluvia del cielo. No pueden imaginar que tienen tan cerca a tres mujeres desnudas, desnudas como vinieron al mundo, parecen locas, deben de estar locas, personas en su sano juicio no se ponen a lavar en la terraza, expuestas a los reparos de la vecindad, y menos aún así, qué importa que estemos todos ciegos, son cosas que no se deben hacer, santo Dios, cómo resbala el agua por ellas, cómo se escurre entre los senos, cómo se demora y pierde en la oscuridad del pubis, cómo, en fin, baña y envuelve los muslos, tal vez hayamos pensado mal de ellas injustamente, tal vez no seamos capaces de ver lo más bello y más glorioso que haya acontecido alguna vez en la historia de la ciudad, cae del suelo de la terraza una cascada de espuma, ojalá yo pudiera ir con ella, cayendo interminablemente, limpio, purificado, desnudo. Sólo Dios nos ve, dijo la mujer del primer ciego, que a pesar de los desengaños y de las contrariedades mantiene firme la creencia de que Dios no es ciego, a lo que respondió la mujer del médico, Ni siquiera él, el cielo está cubierto, sólo yo puedo veros, Estoy fea, preguntó la chica de las gafas oscuras, Estás flaca y sucia, fea no lo serás nunca, Y yo, preguntó la mujer del primer ciego, Sucia y flaca como ella, no tan guapa, pero más que yo, Tú eres guapa, dijo la chica de las gafas oscuras, Cómo puedes saberlo, si nunca me viste, Soñé dos veces contigo, Cuándo, La segunda fue esta noche, Estabas soñando con la casa porque te sentías segura y tranquila, es natural, después de todo lo que hemos pasado, en tu sueño yo era la casa, y como, para verme, tenías que ponerme cara, la inventaste, Yo también te veo guapa, y nunca he soñado contigo, dijo la mujer del primer ciego, Eso viene a demostrar que la ceguera es la providencia de los feos, Tú no eres fea, No, realmente no lo soy, pero la edad, Cuántos años tienes, preguntó la chica de las gafas oscuras, Me acerco a los cincuenta, Como mi madre, Y ella, Ella, qué, Sigue siendo guapa, Lo era más antes, Es lo que nos pasa a todos, siempre hemos sido más alguna vez, Tú nunca lo has sido tanto, dijo la mujer del primer ciego. Las palabras son así, disimulan mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran a dónde quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los sentimientos, a veces son los nervios que no pueden aguantar más, han soportado mucho, lo soportaron todo, era como si llevasen una armadura, decimos, La mujer del médico tiene nervios de acero, y resulta que también la mujer del médico está deshecha en lágrimas por obra de un pronombre personal, de un adverbio, de un verbo, de un adjetivo, meras categorías gramaticales, meros designativos, como lo están igualmente las dos mujeres, las otras, pronombres indefinidos, también ellos llorosos, que se abrazan a la de la oración completa, tres gracias desnudas bajo la lluvia que cae. Son momentos que no pueden durar eternamente, hace más de una hora que estas mujeres están aquí, ya deben sentir frío, Tengo frío ha dicho la chica de las gafas oscuras. Por la ropa ya no se puede hacer más, los zapatos están de lo más limpios, ahora es el momento de que se laven estas mujeres, se enjabonen el pelo y la espalda unas a otras, se ríen como sólo reían las niñas que jugaban a la gallina ciega en el jardín, en el tiempo en que no eran ciegas. Ha amanecido el día, el primer sol todavía acecha por encima del hombro del mundo antes de esconderse otra vez tras las nubes. Sigue lloviendo, pero con menos fuerza. Las lavanderas entraron en la cocina, se secaron y se frotaron con las toallas que la mujer del médico trajo del armario del cuarto de baño, la piel les huele tanto a detergente que el olor aturde, pero así es la vida, quien no tiene can caza con gato, el jabón se deshizo en un abrir y cerrar de ojos, aun así en esta casa parece que

50
{"b":"125154","o":1}