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hay de todo, o será que saben hacer buen uso de lo que tienen, al fin se vistieron, el paraíso era allá fuera, en la terraza, la bata de la mujer está empapada, pero ella se puso un vestido de ramajes y flores, que llevaba años sin ponerse y que la convirtió en la más bonita de las tres.

Cuando entraron en la sala de estar, la mujer del médico vio que el viejo de la venda negra estaba sentado en el sofá donde había dormido. Tenía la cabeza entre las manos, los dedos enredados en el pelo blanco que aún le puebla las sienes y la nuca, está inmóvil, tenso, como si quisiera retener los pensamientos o, al contrario, impedirles que sigan pensando. Las oyó entrar, sabía de dónde venían, qué habían estado haciendo, cómo habían estado desnudas, y si sabía tanto no era porque de repente recuperara la vista y paso a paso hubiera ido, como los otros viejos, a espiar no a una susana en el baño, sino a tres, ciego estaba, ciego sigue, sólo se había asomado a la puerta de la cocina y desde allí oyó lo que decían en la terraza, las risas, el rumor de la lluvia y los golpes del agua, respiró el olor a jabón, luego se volvió a su sofá, para pensar que aún existía vida en el mundo, para preguntarse si alguna parte de esta vida sería para él. La mujer del médico dijo, Las mujeres ya están limpias, ahora les toca a los hombres, y el viejo de la venda negra preguntó, Llueve todavía, Sí llueve, y hay agua en los recipientes de la terraza, Entonces prefiero lavarme en el cuarto de baño, en la pila, pronunciaba la palabra como si estuviera presentando su certificado de nacimiento, como si explicase, Soy del tiempo en que no se decía bañera, sino pila, y añadió, Si no te importa, claro, no quiero ensuciarte la casa, prometo no encharcarte el suelo, en fin, haré lo posible, En ese caso te llevaré los lebrillos al cuarto de baño, Te ayudo, Puedo llevarlos sola, Para algo podré servir, digo yo, no estoy inválido, Ven, entonces. En la terraza, la mujer del médico eligió un lebrillo casi rebosante, Agárralo de ahí, le dijo al viejo de la venda negra guiándole las manos, Ahora, levantaron el recipiente a pulso, Menos mal que me has ayudado, yo sola no podría, Conoces el proverbio, Qué proverbio, El trabajo del viejo es poco, pero quien lo desprecia es loco, Ese refrán no es así, Lo sé, donde dije viejo, es niño, donde dije desprecia, dice desdeña, pero los proverbios, si quieren seguir diciendo lo mismo porque es necesario decirlo, hay que adaptarlos a los tiempos, Eres un filósofo, Qué idea, sólo soy un viejo. Echaron el agua en la bañera, luego la mujer del médico abrió un cajón, recordando que tenía una pastilla de jabón sin estrenar. Se la puso en la mano al viejo de la venda negra, Vas a oler a gloria, mejor que nosotras, gasta todo el jabón que quieras, no te preocupes, faltará comida pero jabón hay de sobra por esos supermercados, Gracias, Ten cuidado, no te resbales, si quieres llamo a mi marido para que venga a ayudarte, No, prefiero lavarme solo, Como quieras, y aquí tienes, fíjate, dame la mano, una maquinilla de afeitar y una brocha, por si quieres raparte esas barbas, Gracias. La mujer del médico salió. El viejo de la venda negra se quitó el pijama que le había tocado en suerte en la distribución de la ropa, luego, con mucho cuidado, entró en la bañera. El agua estaba fría y era poca, no llegaba a tener un palmo de profundidad, qué diferencia entre recibirla viva, cayendo del cielo a chorros, riendo como las tres mujeres, y este chapotear triste. Se arrodilló en el fondo de la bañera, aspiró hondo, con las manos en concha se echó al pecho el primer golpe de agua, que casi le cortó la respiración. Se mojó entero rápidamente para no tener tiempo de estremecerse, luego, por orden, con método, empezó a enjabonarse, a frotarse enérgicamente, partiendo de los hombros, brazos, pecho y abdomen, el pubis, el sexo, la entrepierna, Estoy peor que un animal, pensó, después los muslos flacos, hasta la corteza de suciedad que calzaba sus pies. Dejó quieta la espuma para que la acción de la limpieza fuese más prolongada, y dijo, Tengo que lavarme la cabeza, y se llevó las manos atrás para desatar la venda, También necesitas un buen baño, se desprendió del parche y lo sumergió en el agua, ahora sentía el cuerpo caliente, mojó y se enjabonó el pelo, era un hombre de espuma, blanco en medio de una inmensa ceguera blanca donde nadie lo podría encontrar. Si lo pensó se engañaba, en ese momento sintió que unas manos le tocaban la espalda, recogían la espuma de los brazos, del pecho también, y luego se la dispersaban por la espalda, suavemente, lentamente, como si, no pudiendo ver lo que hacían, tuviesen que prestar más atención al trabajo. Quiso preguntar, Quién eres, pero se le trabó la lengua, no fue capaz, ahora sentía el cuerpo estremecido, no de frío, las manos seguían lavándolo suavemente, la mujer no dijo Soy la del médico, soy la del primer ciego, soy la chica de las gafas oscuras, las manos acabaron su obra, se retiraron, se oyó en el silencio el leve ruido de la puerta del cuarto de baño al cerrarse, el viejo de la venda negra se quedó solo, arrodillado en la bañera como si estuviera implorando una misericordia, temblando, temblando, Quién habría sido, se preguntaba, la razón le decía que sólo podría haber sido la mujer del médico, ella es la que ve, ella es la que nos ha protegido, cuidado y alimentado, no sería de extrañar que hubiera tenido también esta discreta atención, eso era lo que la razón le decía, pero él no creía en la razón. Continuaba temblando, no sabía si por la conmoción o por el frío. Buscó la venda en el fondo de la bañera, la frotó con fuerza, la escurrió, se la puso y la ató, con el ojo tapado se sentía menos desnudo. Cuando entró en la sala de estar, seco, oliendo a jabón, la mujer del médico, dijo, Ya tenemos un hombre limpio y afeitado, y luego, en el tono de quien acaba de recordar algo que debería haber hecho y no hizo, Te quedaste con la espalda por lavar, qué pena. El viejo de la venda negra no respondió, sólo pensó que había tenido razón al no creer en la razón.

Lo poco que había para comer se lo dieron al niño estrábico, los otros tendrían que esperar hasta la reposición de la despensa. Tenían en casa compotas, frutos secos, azúcar, algún resto de galletas, unas cuantas tostadas secas, pero a estas reservas, y a otras que se les fuesen uniendo, sólo recurrirían en caso de necesidad extrema, la comida cotidiana, la comida del día a día, tendría que ser ganada, si por mala suerte regresaba la expedición de manos vacías, entonces sí, dos galletas para cada uno, con una cucharilla de compota, La hay de fresas y de melocotón, cuál preferís, unas nueces también hay, un vaso de agua, un lujo, mientras dure. La mujer del primer ciego dijo que le gustaría ir también a la búsqueda de comida, tres no serían demasiados, incluso siendo ciegos dos de ellos podrían servir para cargar, y, además, si fuese posible, teniendo en cuenta que no estaban tan lejos, acercarse a su casa, ver si había sido ocupada, si sería gente conocida, por ejemplo, vecinos a quienes les hubiera aumentado la familia por llegarles del campo parientes con la idea de salvarse de la epidemia de ceguera que hizo estragos en la aldea, sabido es que en la ciudad hay siempre otros recursos. Salieron, pues, los tres, trajeados con lo que en casa tenían de ropa de vestir, que las otras, las recién lavadas, tendrán que esperar a que llegue el buen tiempo. El cielo continuaba cubierto, pero no amenazaba lluvia. Arrastrada por el agua, sobre todo en las calles en pendiente, la basura se había ido juntando en pequeños montones, dejando limpios amplios trozos de pavimento. Ojalá siga la lluvia, el sol, en esta situación, sería lo peor que podría ocurrirnos, dijo la mujer del médico, podredumbre y malos olores tenemos ya de sobra, Lo notamos más porque estamos limpios, dijo la mujer del primer ciego, y el marido se mostró de acuerdo, aunque sospechaba que se había resfriado con el baño de agua fría. Multitudes de ciegos en las calles aprovechaban que había escampado para buscar comida y satisfacer las necesidades excretorias, a las que todavía obligaban el poco comer y el poco beber. Los perros andaban olfateando por todas partes, escarbaban en la basura, alguno llevaba en la boca una rata ahogada, caso éste rarísimo y que sólo podrá tener explicación en la abundancia extraordinaria de las últimas lluvias, le sorprendió la inundación en mal sitio, de nada le sirvió ser tan buena nadadora. El perro de las lágrimas no se mezcló con sus antiguos compañeros de pandilla y cacería, su elección está hecha, pero no es animal para quedarse esperando que lo alimenten, ya viene masticando sabe Dios qué, esas montañas de basura encierran tesoros inimaginables, todo consiste en buscar, revolver y encontrar. Buscar y revolver en la memoria es ejercicio que también tendrán que hacer, cuando la ocasión se presente, el primer ciego y su mujer, ahora que ya han aprendido las cuatro esquinas, no las de la casa en que viven, que tiene muchas más, sino de la calle donde moran, las cuatro esquinas que serán sus cuatro puntos cardinales, a los ciegos no les interesa saber dónde está oriente u occidente, el norte o el sur, lo que ellos quieren es que sus manos tanteantes les digan si van por el buen camino, antiguamente, cuando aún eran pocos, solían llevar bastones blancos, el sonido de los continuos golpes en el suelo y en las paredes era como una especie de cifra que iba identificando y reconociendo la ruta, pero en los días de hoy, ciegos todos, un bastón de ésos, en medio del barullo general, sería poco menos que inútil, sin hablar ya de que, inmerso en su propia blancura, el ciego podría hasta dudar de si llevaba algo en la mano. Los perros tienen, como se sabe, aparte de lo que llamamos instinto, otros medios de orientación, cierto es que, por ser miopes, no se fían mucho de la vista, pero, como llevan la nariz muy por delante de los ojos, llegan siempre a donde quieren, en este caso, por lo que pueda ocurrir, el perro de las lágrimas alzó la pata en los cuatro vientos principales, la brisa se encargará de guiarlo a casa si algún día se pierde. Mientras iban andando, la mujer del médico miraba a un lado y a otro de las calles, buscando tiendas de comestibles donde pudiera reabastecer la menguada despensa. La razia sólo no era completa porque en algún que otro establecimiento todavía se podían encontrar judías o garbanzos en sacos, son leguminosas que tardan mucho en cocerse, y está el problema del agua y el combustible, por eso el crédito que tienen es escaso. No era la mujer del médico muy dada a la manía de los proverbios, en todo caso, algo de esta ciencia le debía de haber quedado en la memoria, la prueba fue que llenó de habichuelas y garbanzos dos de las bolsas que llevaban, Guarda lo que no sirve y encontrarás lo que necesites, le había dicho su abuela, a fin de cuentas, el agua en que las pusiera a remojo serviría también para cocerlas, y la que quedase de la cocedura habría dejado de ser agua para convertirse en caldo. No es sólo en la naturaleza donde algunas veces no todo se pierde y algo se aprovecha.

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