Suspiró aliviado al oír el ruido del ascensor bajando. Con un gesto maquinal, sin recordar el estado en que se hallaba, abrió la mirilla de la puerta y observó hacia el exterior. Al otro lado era como si hubiera un muro blanco. Sentía el contacto del aro metálico en el arco superciliar, rozaba con las pestañas la minúscula lente, pero no podía ver nada, la blancura insondable lo cubría todo. Sabía que estaba en su casa, la reconocía por el olor, por la atmósfera, por el silencio, distinguía los muebles y los objetos sólo con tocarlos, les pasaba los dedos por encima, levemente, pero era como si todo estuviera diluyéndose en una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni sur, sin bajo ni alto. Como probablemente ha hecho todo el mundo, había jugado en algunas ocasiones, en la adolescencia, al juego de Y si fuese ciego, y al cabo de cinco minutos con los ojos cerrados había llegado a la conclusión de que la ceguera, sin duda una terrible desgracia, podría ser relativamente soportable si la víctima conservara un recuerdo suficiente, no sólo de los colores, sino también de las formas y de los planos, de las superficies y de los contornos, suponiendo, claro está, que aquella ceguera no fuese de nacimiento. Había llegado incluso a pensar que la oscuridad en que los ciegos vivían no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro. Ahora, al contrario, se encontraba sumergido en una albura tan luminosa, tan total, que devoraba no sólo los colores, sino las propias cosas y los seres, haciéndolos así doblemente invisibles.
Al moverse en dirección a la sala de estar, y pese a la prudente lentitud con que avanzaba, deslizando la mano vacilante a lo largo de la pared, tiró al suelo un jarrón de flores con el que no contaba. Lo había olvidado, o quizá lo hubiera dejado allí la mujer cuando salió para el trabajo, con intención de colocarlo luego en el sitio adecuado. Se inclinó para evaluar la magnitud del desastre. El agua corría por el suelo encerado. Quiso recoger las flores, pero no pensó en los vidrios rotos, una lasca larga, finísima, se le clavó en un dedo, y él volvió a gemir de dolor, de abandono, como un chiquillo, ciego de blancura en medio de una casa que, al caer la tarde, empezaba a cubrirse de oscuridad. Sin dejar las flores, notando que por su mano corría la sangre, se inclinó para sacar el pañuelo del bolsillo y envolver el dedo como pudiese. Luego, palpando, tropezando, bordeando los muebles, pisando cautelosamente para no trastabillar con las alfombras, llegó hasta el sofá donde él y su mujer veían la televisión. Se sentó, dejó las flores en el regazo y, con mucho cuidado, desenrolló el pañuelo. La sangre, pegajosa al tacto, le inquietó, pensó que sería porque no podía verla, su sangre era ahora una viscosidad sin color, algo en cierto modo ajeno a él y que, pese a todo, le pertenecía, pero como una amenaza contra sí mismo. Despacio, palpando levemente con la mano buena, buscó la fina esquirla de vidrio, aguda como una minúscula espada, y, haciendo pinza con las uñas del pulgar y del índice, consiguió extraerla entera. Envolvió de nuevo el dedo herido en el pañuelo, lo apretó para restañar la sangre, y, rendido, agotado, se reclinó en el sofá. Un minuto después, por una de esas extrañas dimisiones del cuerpo, que escoge, para renunciar, ciertos momentos de angustia o de desesperación, cuando, si se gobernase exclusivamente por la lógica, todo él debería estar en vela y tenso, le entró una especie de sopor, más somnolencia que sueño auténtico, pero tan pesado como él. Inmediatamente soñó que estaba jugando al juego de Y si fuese ciego, soñaba que cerraba y abría los ojos muchas veces, y que, cada vez, como si estuviera regresando de un viaje, lo estaban esperando, firmes e inalteradas, todas las formas y los colores, el mundo tal como lo conocía. Por debajo de esta certidumbre tranquilizadora percibía, no obstante, la agitación sorda de una duda, tal vez se tratase de un sueño engañador, un sueño del que forzosamente despertaría más pronto o más tarde, sin saber, en aquel momento, qué realidad le estaría aguardando. Después, si tal palabra tiene algún sentido aplicada a una quiebra que sólo duró unos instantes, y ya en el estado de media vigilia que va preparando el despertar, pensó seriamente que no está bien mantenerse en una indecisión semejante, me despierto, no me despierto, me despierto, no me despierto, siempre llega un momento en que no hay más remedio que arriesgarse, Qué hago aquí, con estas flores sobre las piernas y los ojos cerrados, que parece que tengo miedo de abrirlos, Qué haces tú ahí, durmiendo, con esas flores sobre las piernas, le preguntaba la mujer.
No había esperado la respuesta. Ostentosamente empezó a recoger los restos del jarrón y a secar el suelo, mientras rezongaba algo, con una irritación que no intentaba siquiera disimular, Bien podrías haberlo hecho tú en vez de tumbarte a la bartola, como si la cosa no fuera contigo. Él no dijo nada, protegía los ojos tras los párpados apretados, súbitamente agitado por un pensamiento, Y si abro los ojos y veo, se preguntaba, dominado todo él por una ansiosa esperanza. La mujer se acercó, vio el pañuelo manchado de sangre, su irritación cedió en un instante, Pobre, qué te ha pasado, preguntaba compadecida mientras desataba el vendaje. Entonces él, con todas sus fuerzas, deseó ver a su mujer arrodillada a sus pies, allí, como sabía que estaba, y después, ya seguro de que no iba a verla, abrió los ojos, Vaya, has despertado al fin, dormilonazo, dijo ella sonriendo. Se hizo un silencio, y él dijo, Estoy ciego, no te veo. La mujer se enfadó, Déjate de bromas estúpidas, hay cosas con las que no se debe bromear, Ojalá fuese una broma, la verdad es que estoy realmente ciego, no veo nada, Por favor, no me asustes, mírame, estoy aquí, la luz está encendida, Sé que estás ahí, te oigo, te toco, supongo que has encendido la luz, pero estoy ciego. Ella rompió a llorar, se agarró a él, No es verdad, dime que no es verdad. Las flores se habían deslizado hasta el suelo, sobre el pañuelo manchado, la sangre volvía a gotear del dedo herido, y él, como si con otras palabras quisiera decir Del mal el menos, murmuró, Lo veo todo blanco, y luego sonrió tristemente. La mujer se sentó a su lado, lo abrazó mucho, lo besó con cuidado en la frente, en la cara, suavemente en los ojos, Verás, eso pasará, no estabas enfermo, nadie se queda ciego así, de un momento para otro, Tal vez, Cuéntame cómo ocurrió todo, qué sentiste, cuándo, dónde, no, aún no, espera, lo primero que hay que hacer es llamar al médico, a un oculista, conoces alguno, No, ni tú ni yo llevamos gafas, Y si te llevase al hospital, Para ojos que no ven, seguro que no hay servicios de urgencia, Tienes razón, lo mejor es que vayamos directamente a un médico, voy a buscar uno en el listín, uno que tenga consulta por aquí. Se levantó, y preguntó aún, Notas alguna diferencia, Ninguna, dijo él, Atención, voy a apagar la luz, ya me dirás, ahora, Nada, Nada qué, Nada, sigo viendo todo igual, blanco todo, para mí es como si no existiera la noche.
Él oía a la mujer pasando rápidamente las hojas de la guía telefónica, sorbiéndose el llanto, suspirando, diciendo al fin, Ése nos irá bien, ojalá nos pueda atender. Marcó un número, preguntó si era el consultorio, si estaba el doctor, si podía hablar con él, No, no, el doctor no me conoce, es un caso muy urgente, sí, por favor, comprendo, entonces se lo diré a usted pero le ruego que avise inmediatamente al doctor, es que mi marido se ha quedado ciego, de repente, sí, sí, tal como se lo digo, de repente, no, no es enfermo del doctor, mi marido no lleva gafas, nunca las llevó, sí, tenía una vista excelente, como yo, yo también veo bien, ah, muchas gracias, esperaré, esperaré, sí, doctor, sí, de repente, dice que lo ve todo blanco, no sé cómo fue, ni tiempo he tenido de preguntárselo, acabo de llegar a casa y lo encuentro así, quiere que le pregunte, ah, cuánto se lo agradezco, doctor, vamos inmediatamente, inmediatamente. El ciego se levantó, Espera, dijo la mujer, déjame que te cure primero ese dedo, desapareció por un momento, volvió con un frasco de agua oxigenada, otro de mercurocromo, algodón y una caja de tiritas. Mientras le curaba el dedo, le preguntó, Dónde has dejado el coche, y, súbitamente, Pero tú así como estás no podías conducir, o ya estabas en casa cuando, No, fue en la calle, cuando estaba parado en un semáforo, alguien me hizo el favor de traerme, el coche se quedó ahí, en la calle de al lado, Bueno, entonces bajaremos, me esperas en la puerta y yo voy a buscarlo, dónde has dejado las llaves, No lo sé, él no me las devolvió, Él, quién, El hombre que me trajo a casa, fue un hombre, Las habrá dejado por ahí, voy a ver, No vale la pena que las busques, el hombre no entró, Pero las llaves han de estar en algún sitio, Seguro que se olvidó de dármelas, las metió en su bolsillo y se las llevó, Lo que faltaba, Coge las tuyas, luego veremos, Bien, vamos, dame la mano. El ciego dijo, Si voy a quedarme así para siempre, me mato, Por favor, no digas disparates, para desgracia basta ya con lo que nos ha ocurrido, Soy yo quien está ciego, no tú, tú no puedes saber lo que es esto, El médico te curará, ya verás, Ya veré.