Salvo el polvo doméstico, que aprovecha la ausencia de las familias para ir cubriendo suavemente la superficie de los muebles, y digamos a propósito que es ésta la única ocasión que tiene para descansar, sin agitaciones ni zarandeos de paños o aspiradores, sin carreras de niños que desencadenan torbellinos atmosféricos a su paso, la casa estaba limpia, y el desorden era sólo el de esperar cuando uno tuvo que salir precipitadamente. Aun así, mientras aquel día esperaban las llamadas del ministerio y del hospital, la mujer del médico, con un espíritu de providencia semejante al que lleva a las gentes sensatas a resolver en vida sus asuntos, para que después de la muerte no haya que recurrir a arreglos violentos, lavó los platos, hizo la cama, ordenó el cuarto de baño, no quedó lo que se dice una perfección pero realmente hubiera sido cruel exigirle más, con aquellas manos temblando y con los ojos arrasados en lágrimas. Fue, pues, a una especie de paraíso adonde llegaron los peregrinos, y tan fuerte resultó esta impresión que, sin violentar demasiado el rigor del término, la podríamos llamar transcendental, que se detuvieron a la entrada, como paralizados por el inesperado olor a casa, y era simplemente el olor de una casa cerrada, en otro tiempo habríamos corrido a abrir las ventanas, Para airear, diríamos, pero hoy es bueno tenerlas calafateadas para que la podredumbre de fuera no pueda entrar. La mujer del primer ciego dijo, Te lo vamos a poner todo perdido, y tenía razón, si entrasen con aquellos zapatos cubiertos de cieno y mierda, en un instante el paraíso se convertiría en infierno, segundo lugar éste, conforme afirman autoridades, en el que el hedor pútrido, nauseabundo, pestilente, fétido, es el mayor castigo que tienen que soportar las almas condenadas, no las tenazas ardientes, los calderos de pez hirviendo y otros artefactos de forja y cocina. Desde épocas inmemoriales la costumbre de las amas de casa era decir, Entrad, entrad, no os preocupéis, lo que se ensucia ya se limpiará, pero ésta, tanto ella como sus invitados, saben de dónde vienen, saben que en el mundo en el que viven lo que está sucio acabará ensuciándose mucho más, y por eso les pide y agradece que se descalcen en el rellano, cierto es que tampoco los pies están limpios, pero no hay comparación, las toallas y las sábanas de la chica de las gafas oscuras sirvieron de algo, se llevaron lo peor. Entraron, pues, descalzos, la mujer del médico buscó, y encontró, una bolsa grande de plástico en la que metió todos los zapatos, a la espera de una limpieza en forma, no sabía cuándo ni cómo, después la llevó a la terraza, el aire de fuera no va a empeorar por eso. El cielo empezaba a oscurecerse, había nubes cargadas, Ojalá llueva, pensó. Con una idea clara de lo que era preciso hacer, volvió junto a sus compañeros. Estaban en la sala, quietos, de pie a pesar de estar tan cansados, no se habían atrevido a buscar un asiento, sólo el médico recorría vagamente los muebles con las manos, dejaba señales en la superficie, era la primera limpieza que empezaba, algo de este polvo va ya agarrado a la punta de los dedos. La mujer del médico dijo, Desnudaos todos, no podemos quedamos como estamos, nuestras ropas están casi tan sucias como los zapatos, Desnudarnos, preguntó el primer ciego, aquí, unos delante de los otros, no me parece bien, Si queréis, os dejo a cada uno una parte de la casa, respondió irónicamente la mujer del médico, así no habrá vergüenzas, Yo me arreglo aquí mismo, dijo la mujer del primer ciego, sólo tú me puedes ver, y, además, no olvido que me viste peor que desnuda, mi marido es quien tiene débil la memoria, No sé qué interés tienes en recordar cosas desagradables que ya han pasado, rezongó el primer ciego, Si fueses mujer y hubieses estado donde nosotras estuvimos, pensarías de otra manera, dijo la chica de las gafas oscuras mientras empezaba a desnudar al niño estrábico. El médico y el viejo de la venda negra ya estaban desnudos de cintura para arriba, ahora se estaban quitando los pantalones, el viejo de la venda negra le dijo al médico, que estaba a su lado, Déjame apoyarme en ti para sacar los pantalones. Estaban tan ridículos, los pobres, dando saltitos, que hasta daban ganas de llorar. El médico perdió el equilibrio, arrastró en su caída al viejo de la venda negra, afortunadamente ambos tomaron la cosa a risa, y ahora causaba ternura verlos allí, con sus cuerpos maculados por todas las suciedades posibles, los sexos como empastados, pelos blancos, pelos negros, en esto acababa la respetabilidad de una edad avanzada y de una profesión tan meritoria. La mujer del médico les ayudó a levantarse, dentro de poco todo estará oscuro, nadie tendrá motivo para sentirse avergonzado, Habrá velas en casa, se preguntó, la respuesta fue recordar que tenía en casa dos reliquias de la iluminación, un antiguo candil de aceite, con tres picos, y una vieja lámpara de petróleo, de las de chimenea de vidrio, por hoy este candil servirá, aceite tengo, la mecha se improvisa, mañana iré a buscar petróleo por las droguerías, será mucho más fácil encontrar petróleo que encontrar una lata de conservas, Sobre todo si no la busco en las droguerías, pensó, sorprendiéndose a sí misma por ser capaz aún, en esta situación, de bromear. La chica de las gafas oscuras se estaba desnudando lentamente, de una manera que parecía que iba a quedarle siempre, por mucha ropa que se quitase, una última pieza cubriéndola, no se entiende a qué viene ahora este recato, pero si la mujer del médico estuviera más cerca, vería cómo se está ruborizando su cara, pese a la suciedad, que entienda a las mujeres quien pueda, a una le han llegado de repente los pudores tras haber andado acostándose con hombres a los que apenas conocía, la otra sabemos que sería muy capaz de decirle al oído, con toda la tranquilidad del mundo, No tengas vergüenza, él no te puede ver, se referiría a su propio marido, claro, no olvidemos cómo él fue a tentarla a su cama y ella no lo recusó, son mujeres, quien las entienda que las compre, Aunque quizá la razón sea otra, hay aquí dos hombres desnudos más, y uno de ellos la recibió en su cama.
La mujer del médico recogió las ropas que habían quedado en el suelo, pantalones, calzoncillos, camisas, una chaqueta, camisetas, alguna ropa interior pegajosa de inmundicia, a ésta ni un mes de remojo en el barreño le devolvería la limpieza, hizo un brazado con todo, Quedaos aquí, dijo, ya vuelvo. Llevó la ropa a la terraza, como había hecho con los zapatos, allí, a su vez, se desnudó, contemplando la ciudad negra bajo el cielo pesado. Ni una pálida luz en las ventanas, ni un reflejo desmayado en las fachadas, lo que estaba ante ella no era una ciudad, era una extensa masa de alquitrán que al enfriarse se había moldeado a sí misma en formas de casas, tejados, chimeneas, todo muerto, todo apagado. Apareció en la terraza el perro de las lágrimas, inquieto, pero ahora no había llanto que enjugar, la desesperación era toda por dentro, los ojos estaban secos. La mujer del médico sintió frío, se acordó de los otros, allí en medio de la sala, desnudos, esperando no sabrían qué. Entró. Se habían convertido en simples siluetas sin sexo, manchas imprecisas, sombras perdiéndose en la sombra, Pero para ellos no, pensó, ellos se diluyen en la luz que los rodea, es la luz lo que no les deja ver. Voy a encender una luz, dijo, en este momento estoy casi tan ciega como vosotros, Hay ya electricidad, preguntó el niño estrábico, No, voy a encender un candil de aceite, Qué es un candil, volvió a preguntar el niño, Luego te lo digo. Buscó en una de las bolsas de plástico una caja de fósforos, fue a la cocina, sabía dónde guardaba el aceite, no necesitaba mucho, rasgó un paño de secar la vajilla y con una tira hizo una mecha, luego volvió a la sala, donde estaba el candil, iba a ser útil por primera vez desde que lo fabricaron, al principio no parecía que éste fuera su destino, pero ninguno de nosotros, candiles, perros o humanos, sabe, al principio, todo aquello para lo que venimos al mundo. Una tras otra, sobre los picos del candil, se encendieron, trémulas, tres almendras luminosas que de vez en cuando se estiraban hasta parecer que la parte superior de las llamas iría a perderse en el aire, después se recogían sobre sí mismas, como si se volvieran densas, sólidas, unas pequeñas piedras de luz. La mujer del médico dijo, Ahora ya veo, voy a buscaros ropa limpia, Pero nosotros estamos sucios, dijo la chica de las gafas oscuras. Tanto ella como la mujer del primer ciego se tapaban con las manos el pecho y el pubis, No es por mí, pensó la mujer del médico, es porque la luz del candil las está mirando. Luego dijo, Mejor será tener ropa limpia en el cuerpo sucio que llevar ropa sucia en el cuerpo limpio. Cogió el candil y fue a rebuscar en los cajones de la cómoda, en los roperos, al cabo de unos minutos volvió, traía pijamas, batas, faldas, blusas, vestidos, calzoncillos, camisetas, lo necesario para cubrir con decencia a siete personas, verdad es que no todas eran de la misma estatura, pero en delgadez parecían gemelas. La mujer del médico los ayudó a vestirse, el niño estrábico se puso unos pantalones del médico, de esos de llevar a la playa y al campo, que nos reconvierten a todos en niños. Ahora, ya podemos sentarnos, suspiró la mujer del primer ciego, guíanos, por favor, no sabemos dónde ponernos.