Continuó la caminata, la casa del viejo de la venda negra quedó atrás, ahora siguen por una amplia avenida con altos y lujosos edificios a un lado y a otro. Los automóviles, aquí, son de precio, amplios y cómodos, por eso se ven tantos ciegos durmiendo dentro, y, a juzgar por la apariencia, una enorme limusina fue transformada en residencia permanente, probablemente porque es más fácil regresar a un coche que a una casa, los ocupantes de éste deben de hacer como se hacía en la cuarentena para encontrar la cama, ir palpando y contando los automóviles a partir de, la esquina, veintisiete, lado derecho, ya estoy en casa. El edificio ante cuya puerta se encuentra la limusina es un banco. El coche trajo al presidente del consejo de administración a la reunión plenaria semanal, la primera que se realizaba desde la declaración de la epidemia de mal blanco, y luego no hubo tiempo para llevarlo al garaje subterráneo donde esperaría hasta el final de los debates. El chofer se quedó ciego cuando el presidente entraba en el edificio por la puerta principal, como le gustaba hacer, dio aún un grito, estamos hablando del chofer, pero él, estamos hablando del presidente, no lo oyó. Por otra parte, la reunión no sería tan plenaria como el nombre hacía suponer, pues en los últimos días se quedaron ciegos algunos miembros del consejo. El presidente no llegó a abrir la sesión, cuyo orden del día tenía previsto precisamente la discusión y medidas convenientes en caso de que perdieran la vista todos los miembros del consejo de administración efectivos o suplentes, y ni siquiera pudo entrar en la sala de reunión porque, cuando el ascensor lo llevaba al decimoquinto piso, exactamente entre el noveno y el décimo, falló la electricidad, y para siempre. Y como las desgracias nunca vienen solas, en el mismo instante se quedaron ciegos los electricistas que se ocupaban del mantenimiento de la red interna de energía, consecuentemente también del generador, modelo antiguo, no automático, que habría tenido que ser sustituido ya hacía tiempo, el resultado, como ha sido dicho, fue la paralización del ascensor entre el piso noveno y el décimo. El presidente vio cómo se quedaba ciego el ascensorista que lo acompañaba, él mismo perdió la vista una hora después, y como la energía no volvió y los casos de ceguera dentro del banco se multiplicaron aquel mismo día, lo más seguro es que estén los dos, muertos, no es necesario decirlo, encerrados en una tumba de acero, y por eso, afortunadamente, a salvo de perros devoradores.
No habiendo testigos, y si los hubo, no consta que hayan sido llamados a estos autos para declarar lo que pasó, es comprensible que alguien pregunte cómo se sabe que estas cosas ocurrieron así y no de otra manera, la respuesta es que todos los relatos son como los de la creación del universo, nadie estaba allí, nadie asistió al evento, pero todos sabemos lo que ocurrió. La mujer del médico había preguntado, Qué habrá pasado con los bancos, no es que le importase mucho, aunque había confiado sus economías a uno de ellos, hizo la pregunta por simple curiosidad, sólo porque se le pasó por la cabeza, nada más, ni esperaba que le respondiesen, por ejemplo, En un principio, Dios creó los cielos y la tierra, la tierra era informe y estaba vacía, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas, en vez de esto lo que ocurrió fue que el viejo de la venda negra comentó mientras seguían por la avenida abajo, Por lo que pude saber cuando aún tenía un ojo para ver, al principio fue el caos, las personas, con miedo a quedarse ciegas y desprotegidas, acudieron a los bancos para retirar su dinero, creían que tenían que asegurarse su futuro, y eso hay que comprenderlo, si alguien sabe que no va a poder trabajar más, el único remedio, duren lo que duren, es recurrir a los ahorros hechos en tiempo de prosperidad y de previsiones a largo plazo, suponiendo que la persona hubiera tenido la prudencia de ir acumulando ahorros grano a grano, el resultado de la fulminante carrera fue que quebraron en veinticuatro horas algunos de los principales bancos, intervino entonces el Gobierno pidiendo que se calmasen los ánimos y apelando a la consciencia cívica de los ciudadanos, terminando la proclama con la declaración solemne de que asumiría todas las responsabilidades y deberes derivados de la situación de calamidad pública que se vivía, pero el parche no consiguió aliviar la crisis, no sólo porque la gente seguía quedándose ciega, sino también porque quien aún veía sólo pensaba en salvar sus cuartos, al final, era inevitable, los bancos, en quiebra o no, cerraron las puertas y pidieron protección policial, no les sirvió de nada, entre la multitud que se juntaba gritando ante los bancos había también policías de paisano que reclamaban lo que tanto les había costado ganar, algunos, para poder manifestarse a gusto, avisaron al mando diciendo que estaban ciegos, y se dieron de baja, y los otros, los que todavía estaban uniformados y en activo, con las armas apuntando a la multitud insatisfecha, de pronto dejaban de ver el punto de mira, éstos, si tenían dinero en el banco, perdían todas las esperanzas y encima eran acusados de haber pactado con el poder establecido, pero lo peor vino luego, cuando los bancos fueron asaltados por hordas furiosas de ciegos y no ciegos, pero desesperados todos, aquí no se trataba ya de presentar pacíficamente en la ventanilla un cheque, y decirle al empleado, Quiero retirar mi saldo, sino de echar mano a lo que se podía, al dinero del día, lo que hubiera en los cajones, en alguna caja fuerte descuidadamente abierta, en un saquete de cambio a la antigua, como los que usaban los tatarabuelos, no os podéis imaginar lo que fue aquello, los grandes y suntuosos patios de operaciones de las sedes bancarias, las sucursales de barrio, asistieron a escenas realmente aterradoras, y no hay que olvidar el detalle de las cajas automáticas, saqueadas hasta el último billete, en los monitores de algunas, enigmáticamente, aparecieron unas palabras de gratitud por haber elegido este banco, las máquinas son así de estúpidas, o quizá sería mejor decir que éstas traicionaban a sus señores, en fin, todo el sistema bancario se vino abajo en un soplo, como un castillo de naipes, y no porque la posesión de dinero hubiese dejado de ser apreciada, la prueba está en que, quien lo tiene, no lo quiere soltar, alegan ésos que no se puede prever lo que será el día de mañana, y también con esa idea estarán sin duda los ciegos que se instalaron en los sótanos de los bancos, donde están las cajas fuertes, esperando un milagro que les abra de par en par las pesadas puertas de acero-níquel que los separan de la riqueza, sólo salen de allí para buscar comida y agua o para satisfacer las otras necesidades del cuerpo, y vuelven luego a su puesto, usan consignas y señales de los dedos para que ningún extraño entre en su reducto, claro que viven en la oscuridad más absoluta, pero es igual, para esta ceguera todo es blanco. El viejo de la venda negra fue narrando todos estos tremendos acontecimientos de banca y finanzas mientras atravesaban con toda calma la ciudad, con algunas paradas para que el niño estrábico pudiera apaciguar los tumultos insufribles de su intestino, y pese al tono verídico que supo imprimir a la apasionante descripción, es lícito sospechar la existencia de ciertas exageraciones en su relato, la historia de los ciegos que viven en los sótanos de los bancos, por ejemplo, cómo la iba a saber él si no conoce la consigna ni el truco del pulgar, pero, en todo caso, sirvió para hacernos una idea.
Declinaba el día cuando por fin llegaron a la calle donde viven el médico y su mujer. No se distingue de las otras, las inmundicias se amontonan por todas partes, bandas de ciegos vagan a la deriva, y, por primera vez, aunque si no las encontraron antes fue por simple casualidad, enormes ratas, dos, con las -que no se atreven los gatos que por allí andan, porque son casi del tamaño de ellos y sin duda mucho más feroces. El perro de las lágrimas miró a unas y otros con la indiferencia de quien vive en otra esfera de emociones, se diría esto si no fuera el perro que sigue siendo, pero un animal de los humanos. A la vista de los sitios conocidos, la mujer del médico no hizo la melancólica reflexión de costumbre, que consiste en decir, Hay que ver cómo pasa el tiempo, hace nada éramos felices aquí, a ella lo que le sorprende es la decepción, inconscientemente había creído que, por ser la suya, iba a encontrar la calle limpia, barrida, aseada, que sus vecinos estarían ciegos de los ojos pero no del entendimiento, Qué estupidez la mía, dijo en voz alta, Por qué, qué pasa, preguntó el marido, Nada, fantasías, Cómo pasa el tiempo, a ver cómo está la casa, dijo él, Ya falta poco para que lo sepamos. Las fuerzas eran escasas, por eso subieron la escalera lentamente, parándose en cada rellano, Es en el quinto, había dicho la mujer del médico. Iban como podían, cada uno cuidando de su propia persona, el perro de las lágrimas a ratos delante, a ratos detrás, como si hubiera nacido para guardar rebaños, con orden de evitar que se perdiera ninguna oveja. Había puertas abiertas, voces en el interior, el nauseabundo olor de siempre saliendo en vaharadas, dos veces aparecieron ciegos en el umbral mirando con ojos vagos, Quién está ahí, preguntaron, la mujer del médico reconoció a uno de ellos, el otro no era de la casa, Vivíamos aquí, se limitó a responder. Por la cara del vecino pasó también una expresión de reconocimiento, pero no preguntó, Es usted la esposa del doctor, tal vez diga, cuando vaya a acostarse, Han vuelto los del quinto. Superado el último tramo de escalera, antes incluso de posar el pie en el rellano, la mujer del médico anunció, Está cerrada. Había indicios de tentativas de echarla abajo, pero la puerta resistió. El médico introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta nueva y sacó las llaves. Se quedó con ellas en el aire, esperando, pero la mujer le guió suavemente la mano en dirección a la cerradura.