Al otro día, cuando Ricardo Reis salió a comer, se detuvo en el jardín para mirar los barcos de guerra, más allá, frente al Terreiro do Paco. Entendía poco de barcos en general, sólo sabía que los avisos son mayores que los contratorpederos, pero a distancia todos le parecían iguales, y esto le exasperaba, aceptaba no ser capaz de identificar el Afonso de Albuquerque, y el Bartolomeu Dias, en el que nunca había reparado, pero al Dão lo conocía desde su llegada a Portugal, el maletero le había dicho, Es ése, fueron palabras perdidas, lanzadas al viento. Lidia debe de haberlo soñado, o se divirtió el hermano a su costa, con una increíble historia de conspiración y revuelta hacerse los barcos al mar, tres de los que allí están en sus boyas, tan por igual sosegados bajo la brisa, y las fragatas aguas arriba, y los transbordadores de Cacilhas en su incesante vaivén, y las gaviotas, y el cielo azul, descubierto, y el sol, que tanto refulge allá donde está como sobre el río expectante, en definitiva va a ser verdad lo que el marinero Daniel contó a su hermana, un poeta es capaz de sentir la inquietud que hay en estas aguas, Cuándo saldrán, Uno de estos días, respondió Lidia, una tenaz angustia oprime la garganta de Ricardo Reis, se enturbian sus ojos de lágrimas, también fue así como empezó el gran llanto de Adamastor. Va a retirarse cuando oye voces excitadas, Más allá, más allá, son los viejos, y otras personas preguntan, Dónde, qué, y unos chiquillos que saltaban se paran y gritan, Mira el globo, mira el globo, se secó Ricardo Reis los ojos con el dorso de la mano y vio que aparecía en la Otra Orilla un enorme dirigible, sería el Graf Zeppelin, o el Hindemburg, con correo para América del Sur. En el timón, la cruz gamada, con sus colores, blanco, rojo y negro, podría ser una de aquellas cometas que lanzan los niños al aire, emblema que perdió su sentido inicial, amenaza que vuela en vez de estrella que se alza, extrañas relaciones son éstas entre los hombres y los signos, recordemos a San Francisco de Asís atado por la sangre a la cruz de Cristo, recordemos la cruz del mismo Cristo en los brazos de los empleados de banca camino del mitin, asombra el que uno no se pierda en esta confusión de sentidos, o quizá perdido está y en esa perdición se reconoce todos los días. El Hindemburg, con los motores rugiendo en las alturas, sobrevoló el río por la banda del castillo y luego desapareció tras las casas, poco a poco se fue apagando el sonido, el dirigible deja el correo en Portela de Sacavém, quién sabe si el Highland Brigade le llevará luego las cartas, muy bien puede ser, que las andanzas del mundo sólo nos parecen múltiples porque no reparamos en la repetición de los caminos. Volvieron los viejos a sentarse, los chiquillos volvieron a su juego, las corrientes del aire están quietas y calladas, no sabe ahora Ricardo Reis más de lo que sabía, los barcos están ahí bajo el calor de la tarde que comienza, frente a la marea, debe de ser la hora del rancho para la marinería, hoy como todos los días, aunque quizá sea éste el último. En el restaurante, Ricardo Reis llenó el vaso de vino, hizo lo mismo luego con el del invisible invitado y, cuando por primera vez lo llevó a los labios, hizo un gesto como de brindis, no estamos dentro de su cabeza para saber por quién o por qué brinda, hagamos como los camareros de la casa, ya ni hacen caso, que este cliente, aún así, es de los que menos llaman la atención.
Está bonita la tarde. Ricardo Reis bajó al Chiado, por la Rua Nova do Almada, quería ver los barcos de cerca, desde el muelle, y cuando atravesaba el Terreiro do Paco recordó que en todos estos meses nunca había ido al Martinho da Arcada, aquella vez le pareció a Fernando Pessoa que sería imprudencia desafiar la memoria de las paredes conocidas, y luego ninguno de los dos volvió a acordarse, Ricardo Reis aún tiene disculpa, ausente tantos años, el hábito de frecuentar aquel café, si es que llegó a tenerlo, se había roto con la ausencia. Tampoco irá allí hoy. Los barcos, vistos desde el medio de la plaza, posados sobre el agua luminosa, parecen aquellas miniaturas que los vendedores de juguetes ponen en los escaparates, sobre un espejo, fingiendo una escuadra en un puerto de mar. Y, desde más cerca, desde el borde del muelle, poco se consigue ver, nombres ninguno, sólo marineros que andan por cubierta de un lado a otro, irreales a esta distancia, si hablan no los oímos, es secreto lo que piensan. Está Ricardo Reis en esta contemplación, enajenado, se ha olvidado del motivo que lo ha llevado hasta allí, sólo está mirando, nada más, de repente, una voz dijo a su lado, Conque el doctor Reis ha venido a ver los barcos, la reconoció, es la voz de Víctor, al principio se sintió perplejo, no porque estuviera allí sino porque no lo había denunciado el olor, entonces comprendió por qué, Víctor se había puesto a sotavento. El corazón de Ricardo Reis se agitó, sospechará algo Víctor, conocerá ya la revuelta de los marineros, Los barcos y el río, respondió, también podría haber hablado de los cargueros y las gaviotas, podría haber dicho igualmente que iba a coger un transbordador para Cacilhas, a gozar del regalo de la travesía, a ver saltar a los delfines, se limitó a repetir, Los barcos y el río, se apartó bruscamente, diciéndose a sí mismo que había sido un error hacerlo, tendría que haber seguido manteniendo una conversación natural, Si sabe algo de lo que se está tramando, seguro que ha sospechado al verme aquí. Entonces le pareció a Ricardo Reis que tendría que avisar a Lidia, era su obligación, pero inmediatamente reconsideró, En definitiva, qué es lo que le voy a decir, que he visto a Víctor en el Terreiro do Paco, puede haber sido una casualidad, también a los policías les gusta ver el río, hasta puede que libre hoy, iba de paso, sintió la llamada del alma marinera que hay en todos los portugueses y, viendo allí al doctor, hasta quedaría mal que no se detuviera a charlar un rato teniendo tan buenos recuerdos. Ricardo Reis pasó ante la puerta del Hotel Bragança, subió por la Rua do Alecrim, allí estaba el anuncio esculpido en piedra, clínica de enfermedades de los ojos y quirúrgicas, A. Mascaró, 1870, no se dice si el Mascaró ése tenía licencia de la facultad o era un simple practicón, en aquellos tiempos eran menos rigurosos en las exigencias documentales, tampoco son excesivas en éste, basta recordar que Ricardo Reis anduvo tratando enfermos del corazón sin habilitación específica. Siguió el camino de las estatuas, Eça de Queirós, Chiado, D’Artagnan, el pobre Adamastor visto de espaldas, fingió que contemplaba tales monumentos, por tres veces dio una pausada vuelta a su alrededor, se sentía como si estuviera jugando a policías y ladrones, pero pronto se tranquilizó, Víctor no venía tras él.
Pasó la tarde lentamente, cayó la noche. Lisboa es una sosegada ciudad con un río ancho y cargado de historia. Ricardo Reis no salió a cenar, batió dos huevos, metió la tortilla en un bollo y regó el magro condumio con un poco de vino, e incluso este poco le costaba tragarlo. Estaba nervioso, inquieto. Eran ya más de las once, bajó al jardín para ver los barcos una vez más, sólo distinguió las luces de posición, ahora ni siquiera podía distinguir entre avisos y contratorpederos. Era el único ser vivo en el Alto de Santa Catarina, con Adamastor ya no se podía contar, estaba concluida su petrificación, la garganta que iba a gritar no gritará ya, da miedo verle la cara. Volvió Ricardo Reis a casa, desde luego, no van a salir de noche, a la ventura, con riesgo de encallar. Se acostó medio vestido, tardó en quedarse dormido, despertó, volvió a dormirse, tranquilizado por el silencio profundo de la casa, la primera luz de la mañana entraba por las rendijas cuando despertó, nada había ocurrido durante la noche, ahora, cuando había empezado un nuevo día, parecía mentira que pudiera ocurrir algo. Se recriminó por el absurdo de dormir vestido, se había limitado a descalzarse y a quitarse la chaqueta y la corbata, Voy a bañarme, dijo, se inclinó para buscar las zapatillas debajo de la cama, entonces oyó el primer cañonazo. Quiso creer que se había equivocado, que posiblemente era algún objeto pesado que había caído en el piso de abajo, un mueble, la mujer de la casa que se habría desmayado, pero oyó otro cañonazo, se estremecieron los cristales, son los barcos, que están bombardeando la ciudad. Abrió la ventana, en la calle había gente atemorizada, una mujer gritó, Ay Dios mío, es una revolución, y echó a correr, calle arriba, hacia el jardín. Ricardo Reis se calzó rápidamente, se puso la chaqueta, menos mal que no se había desnudado, era como si lo hubiera adivinado, las vecinas estaban ya en la escalera, envueltas en las batas de casa, cuando vieron aparecer al médico, un médico lo sabe todo, le preguntaron afligidas, Habrá heridos, doctor, si iba con tanta prisa sería porque le habían llamado con urgencia. Y fueron tras él, protegiéndose el cuello descubierto, se quedaron a la entrada de la casa, medio recogidas por el natural pudor. Cuando Ricardo Reis llegó al jardín, había ya mucha gente allí, vivir cerca era un privilegio, no hay mejor sitio en toda Lisboa para ver entrar y salir los barcos. No eran los barcos de guerra bombardeando la ciudad, sino el fuerte de Almada disparando contra ellos. Contra uno de ellos. Ricardo Reis preguntó, Qué barco es ése, tuvo suerte, fue a dar con un entendido, Es el Afonso de Albuquerque. Era, pues, allí, donde estaba el hermano de Lidia, el marinero Daniel, a quien nunca había visto, por un momento quiso imaginar su rostro, vio el de Lidia, en este momento también ella está en una ventana del Hotel Bragança, o salió ya a la calle, con su uniforme de camarera, atravesó a la carrera el muelle de Sodré, ahora está en el borde mismo del agua, aprieta las manos sobre el pecho, tal vez llorando, tal vez con los ojos secos y el rostro incendiado, de repente gritando porque el Afonso de Albuquerque ha sido alcanzado por un disparo, luego por otro, hay quien aplaude en el Alto de Santa Catarina, en este momento aparecen los viejos, con los pulmones casi a reventar, cómo habrán logrado llegar tan deprisa, en tan poco tiempo, viviendo como viven en el último rincón del barrio, pero hubieran preferido morir a perderse el espectáculo, aunque acaben muriendo por no habérselo perdido. Todo esto parece un sueño. El Afonso de Albuquerque navega lentamente, probablemente ha sido alcanzado en algún órgano vital, en la sala de calderas, en el timón. El fuerte de Almada sigue disparando, parece que el Afonso de Albuquerque ha respondido, pero no es seguro. Por esta parte de la ciudad empiezan a oírse disparos, más violentos, más espaciados, Es el fuerte del Alto do Duque, dice alguien, están perdidos, ya no van a poder salir. Y en este momento mismo empieza a moverse otro barco, un contratorpedero, el Dão, sólo puede ser él, procurando ocultarse en el humo de sus propias chimeneas, y pegado a la orilla sur para huir del fuego del fuerte de Almada, pero, si escapa de éste, no puede hacerlo de la artillería del Alto do Duque, los proyectiles estallan en el agua, contra el talud, éstos son de encuadramiento, los próximos estallarán en el barco, el impacto es directo, se alza en el Dão una bandera blanca, rendición, pero sigue el bombardeo, el navío va escorado, entonces muestran señales de mayor tamaño, sábanas, sudarios, mortajas, es el fin, el Bartolomeu Días ni llega a levar anclas. Son las nueve, han pasado cien minutos desde que esto se inició, se ha desvanecido ya la neblina de la mañana, el sol brilla intensamente, deben de andar cazando ahora a los marineros que se tiraron al agua. Desde este mirador no se puede ver más. Aún vienen algunos retrasados, no han podido llegar antes, los veteranos les explican cómo ha sido todo, Ricardo Reis se ha sentado en un banco, se sentaron luego a su lado los viejos que, no hace falta decirlo, intentaron pegar la hebra, pero el doctor no responde, está cabizbajo como si hubiera sido él quien quiso hacerse a la mar y acabó preso en la red. Mientras los adultos conversan, cada vez menos excitados, los chiquillos empezaron a jugar al trompo, cantan las niñas, Fui al jardín de la Celeste, y qué fuiste a hacer allí, fui en busca de una rosa, y otra podía ser la canción, de Nazaré, No vayas Tonho a la mar, que puedes morir allí, ay Tonho, Tonho, qué desgracia la tuya, no se llama así el hermano de Lidia, pero su desgracia no será muy distinta. Ricardo Reis se levanta del banco, los viejos, feroces, ni le miran ya, una mujer dijo, Pobrecillos, refiriéndose a los marineros, Ricardo Reis oyó esa dulce palabra como una caricia, la mano en la frente o corriendo suave por el pelo, y entra en casa, se tumba sobre la cama deshecha, ocultó los ojos con el antebrazo para poder llorar a gusto, lágrimas absurdas, esta revuelta no era suya, sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo, lo diré mil veces, qué importa a aquel a quien ya nada importa que uno pierda y otro gane. Ricardo Reis se levanta, se pone la corbata, va a salir, pero al pasarse la mano por la cara nota la barba crecida, no tiene que mirarse en el espejo para saber que no le gustaría verse en este estado, brillando los pelos, en la cara, de sal y pimienta, anunciando la vejez. Ya están los dados en la mesa, la carta jugada fue cubierta por el as de triunfo, por mucho que corras no vas a salvar de la horca a tu padre, son dichos comunes que ayudan al vulgo a hacerle soportables las resoluciones del destino, siendo así Ricardo Reis se lavará y se afeitará, es un hombre vulgar, mientras se afeita no piensa, presta sólo atención al deslizamiento de la navaja, un día de éstos va a tener que repasarle el filo, que parece mellado. Eran las once y media cuando salió de casa, va al Hotel Bragança, es natural, a nadie le extrañará que un antiguo cliente, que no fue de paso sino que estuvo allí casi tres meses seguidos, a nadie le extrañaría que ese cliente, tan bien servido por una de las camareras del hotel, que tiene un hermano metido en la revuelta ésta, ella se lo dijo, Ah, sí, señor doctor, tengo un hermano marinero en el Afonso de Albuquerque, a nadie le extrañará, digo, que vaya a interesarse, Pobre chica, hay gente que nace con la suerte negra.