Los días siguientes son pródigos en noticias, como si el mitin de Campo Pequeno hubiera acelerado el movimiento del mundo, en general damos el nombre de acontecimientos históricos a estos episodios. Un grupo de financieros norteamericanos ha comunicado al general Franco que están dispuestos a conceder los fondos necesarios para la revolución nacionalista española, seguro que ha sido idea de John D. Rockefeller, no era conveniente escondérselo todo, dio el New York Times información del levantamiento militar en España con toda cautela, para no herir más el herido corazón del anciano, pero hay cosas que no se pueden evitar bajo pena de mayores males. Allá por la Selva Negra, los obispos alemanes han anunciado que la iglesia Católica y el Reich combatirían hombro con hombro contra el enemigo común, y Mussolini, para no quedarse atrás ante tan belicosas demostraciones, advirtió al mundo de que en poco tiempo puede movilizar ocho millones de hombres, muchos de ellos ardiendo aún de entusiasmo tras la victoria contra ese otro enemigo de la civilización occidental que era Etiopía. Pero, volviendo a nuestro nido paterno, ya no es sólo el que se sucedan las listas de voluntarios para la Mocidade Portuguesa, sino que también se cuentan por millares los inscritos en la Legión Portuguesa, que este nombre tendrá, y es el subsecretario de Corporaciones quien idea un mensaje en el que loa, en los términos más expresivos, las directrices de los sindicatos nacionales por la patriótica iniciativa del gran mitin, crisol donde se fundieron al unísono los corazones nacionalistas, ahora nada podrá cerrar el paso al Estado Nuevo. También se anuncia que el señor Presidente del Consejo anda de visita por los establecimientos militares, estuvo en la fábrica de material de guerra de Braco de Prata, estuvo en el depósito de municiones de Beirolas, y cuando esté en otros lugares se dará cumplida noticia, por eso hay ya quien le llama Estéves en vez de Salazar.
Ricardo Reis se entera por los periódicos de que el Afonso de Albuquerque ha salido para Alicante a recoger refugiados, y en su fuero íntimo siente cierta tristeza porque, hallándose tan vinculado a los viajes de este barco, modo de decir que deberá entenderse teniendo en cuenta sus relaciones sentimentales, no le ha dicho Lidia que su hermano el marinero se había hecho a la mar en misión humanitaria. Además, Lidia no ha aparecido, se amontona la ropa sucia, cae blandamente el polvo sobre los muebles y los objetos de la casa, poco a poco las cosas van perdiendo su contorno como si estuvieran cansadas de existir, será también efecto de unos ojos que se han cansado de verlas. Ricardo Reis nunca se ha sentido tan solo. Duerme casi todo el día, sobre la cama sin hacer, en el sofá del despacho, llegó incluso a quedarse dormido en el retrete, sólo le ha pasado una vez, pero despertó sobresaltado pensando que podría haberse muerto allí, descompuesto de ropas, un muerto que no se respeta no merece haber vivido. Escribió una carta a Marcenda, pero la rompió. Era una larga misiva, de muchas páginas, que ponía en pie toda una arqueología de recuerdos, desde la primera noche en el hotel, y fue escrita con fluidez, a vuelapluma, memorial de una vivísima memoria pero, al llegar a este día en que está, no supo Ricardo Reis qué más decir, pedir no debo, dar no tengo, entonces reunió todas las hojas, las concertó unas con otras, enderezó los cantos doblados de algunas y las fue luego rompiendo metódicamente hasta convertirlas en minúsculos pedacitos en los que sería difícil leer una palabra entera. No echó los pedazos a la basura, le pareció que debía evitar esa degradación final, por eso salió de casa a altas horas de la noche, dormía toda la calle, y fue a lanzar por encima de la verja del jardín su lluvia de papelillos, carnaval triste, la brisa de la madrugada los llevó por lo alto de los tejados, otro viento más fuerte los arrastrará lejos, pero no llegarán a Coimbra. Dos días después copió su poema en una hoja de papel, Añorando ya este verano que veo, sabiendo que esta primera verdad entre tanto se había convertido en mentira, porque no siente la menor añoranza, sólo un sueño sin fin, hoy escribiría otros versos si fuera capaz de escribir, añorante estaba, añorante del tiempo en que sentía añoranza. Puso en el sobre la dirección, Marcenda Sampaio, lista de Correos, Coimbra, cuando pasen los meses y no aparezca la destinataria, la destruirán, y si el susodicho funcionario escrupuloso e indiscreto lleva la carta al despacho del doctor Sampaio, como llegó a temer, quizá no venga de ello mal alguno, al llegar a casa, el padre le dirá a la hija, Parece que tienes un admirador desconocido, y Marcenda leerá los versos, sonriendo, ni le pasa por la cabeza que sean de Ricardo Reis, nunca le ha dicho él que era poeta, hay semejanzas en la caligrafía, pero es simple coincidencia, nada más.
No vuelvo más por aquí, había dicho Lidia, y es ella quien en este momento llama a la puerta. Tiene en el bolso la llave de la casa, pero no la usa, es mujer de principios, dijo que no volvería y ahora no quiere meter la llave en la cerradura como si la casa fuera suya, nunca lo fue, y hoy, menos, si es que la palabra admite reducción, admitámosla nosotros, que de las palabras no conocemos su último destino. Ricardo Reis abrió, disfrazó su sorpresa, y como Lidia se mostraba vacilante, si entrar en el dormitorio, si ir a la cocina, decidió pasar al despacho, que lo siguiera ella si quería. Lidia tiene los ojos rojos e hinchados, quizá tras dura lucha con su naciente amor de madre ha acabado por decidirse a abortar, por la expresión de su cara no parece que la causa del disgusto haya sido la caída de Irún y el ataque a San Sebastián. Ella dice, Perdone, señor doctor, no pude venir, pero, casi sin transición, corrigió, No fue por eso, pensé que ya no me necesitaba, volvió a enmendar, Estaba cansada de esta vida y, dicho esto quedó a la espera, por primera vez miró de frente a Ricardo Reis, lo encontró envejecido, estará enfermo, Te necesitaba, dijo él, y calló, había dicho todo lo que había que decir. Lidia dio dos pasos hacia la puerta, irá al dormitorio a hacer la cama, irá a la cocina a lavar los platos, irá al barreño a poner la ropa en jabón, pero no ha venido para esto, aunque todo esto tenga que hacerlo, más tarde. Ricardo Reis se da cuenta de que hay otras razones, pregunta, Por qué no te sientas, y luego, Dime qué te pasa, entonces Lidia empieza a llorar mansamente, Es por el niño, pregunta él, y ella con la cabeza dice que no, en medio de las lágrimas le lanza incluso una mirada de reprensión, al fin se desahoga, Es por mi hermano. Ricardo Reis recuerda que el Afonso de Albuquerque ha vuelto de Alicante, puerto que está aún en poder del gobierno español, suma dos y dos y comprueba que son cuatro, Tu hermano ha desertado, se quedó en España, Mi hermano ha venido con el barco, Entonces, Va a ser una desgracia, una desgracia, Pero, mujer, no sé de qué me hablas, explícate, Es que, se interrumpió para secarse los ojos y sonarse, Es que los barcos van a hacerse a la mar, a salir, Quién te lo ha dicho, Fue Daniel, en secreto, pero no puedo guardar este peso sólo para mí, tenía que desahogarme con alguien de confianza, pensé en usted, en quién iba a pensar si no, no tengo a nadie, mi madre no cuenta, ni pensar. Ricardo Reis se asusta al no reconocer en sí ningún sentimiento, tal vez esto es lo que llaman el destino, saber lo que va a ocurrir, saber que no hay nada que pueda evitarlo, y quedarnos quietos, mirando, como puros observadores del espectáculo del mundo, al tiempo que imaginamos que ésta será también nuestra última mirada, porque con el mundo acabaremos nosotros, Estás segura, preguntó, pero lo dijo sólo porque es costumbre dar a nuestra cobardía ante el destino esa última oportunidad de volver atrás, de arrepentirse. Ella con un gesto dijo que sí, llorosa, esperando las preguntas apropiadas, ésas que sólo pueden recibir respuestas directas, si es posible sí o no, pero se trata de una proeza que está por encima de la capacidad humana. Vista su falta, sírvanos ésta, por ejemplo, Y qué intentan, no van a salir al mar creyendo que con eso van a echar abajo al gobierno, Piensan ir a Angra do Heroísmo a liberar a los presos políticos, tomar la isla y esperar que haya levantamientos aquí, Y si no los hay, Si no los hay, seguirán para España, para unirse al gobierno de allá, Eso es una locura rematada, no conseguirán salir de la barra, Es lo que le he dicho a mi hermano, pero no escuchan a nadie, Para cuándo va a ser eso, No lo sé, no me lo ha dicho, uno de estos días, Y los barcos, qué barcos son, El Afonso de Albuquerque, el Dão y el Bartolomeu Días, Es una locura, repite Ricardo Reis, pero no piensa ya en la conspiración que con tanta simplicidad le ha sido descubierta. Recuerda, sí, el día de su llegada a Lisboa, los contratorpederos en la dársena, las banderas mojadas como trapos colgando, la obra muerta pintada de muerte-ceniza, El Dão es ése, le había dicho el maletero, y ahora el Dão va a hacerse a la mar, en rebeldía, Ricardo Reis respiró hondo, como si él mismo fuera en la proa del barco, recibiendo en plena cara el viento salado, la amarga espuma. Volvió a decir, Es una locura, pero su propia voz desmiente las palabras, hay en ella un tono que parece de esperanza, fue ilusión nuestra, sería absurdo, no siendo esperanza suya, En fin, quizá termine todo bien, a lo mejor acaban olvidándose del proyecto o, con suerte, tal vez consigan llegar a Angra, vamos a ver qué pasa, y tú no llores más, las lágrimas no sirven de nada, a lo mejor cambian de idea, No cambian, no, no los conoce usted, tan seguro como que me llamo Lidia. El decir su propio nombre la llamó al cumplimiento de sus deberes, Hoy no le puedo arreglar la casa, tengo que ir al Hotel a toda prisa, vine sólo para desahogarme, quizá ni me han echado en falta, No te puedo ayudar en nada, Ellos sí que van a necesitar ayuda, con tanto río que navegar antes de pasar la barra, lo que más le pido, por el alma de su madre, es que no le diga nada a nadie, guárdeme este secreto que yo no fui capaz de guardar, Descuida, mi boca no se abrirá. No se abrió su boca, pero se abrieron sus labios lo suficiente para un beso de consuelo, y Lidia gimió, pero de pena, aunque no sería imposible hallar en este gemido otro son profundo, nosotros, los humanos, somos así, lo sentimos todo al mismo tiempo. Lidia bajó la escalera, contra su costumbre, Ricardo Reis la acompañó hasta el descansillo, ella miró hacia arriba, él le hizo un gesto de despedida, sonrieron los dos, hay momentos perfectos en la vida, éste fue uno, como una página que estaba escrita y que aparece blanca otra vez.