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Del resto del mundo las noticias no han variado mucho, continúan las huelgas en Francia, donde los huelguistas son ya quinientos mil, con lo que tendrá que dimitir el gobierno de Albert Sarraut para dejar su puesto a un nuevo gabinete presidido por Léon Blum. Disminuirán entonces las huelgas, como si con el nuevo gobierno se dieran por satisfechos los reclamantes. Pero en España, adonde no sabemos si volvieron los garrochistas de Sevilla y Badajoz después de haber hablado con ellos los duques, Aquí nos respetan como si fuéramos grandes de Portugal, si no más, quédense ustedes con nosotros, iremos a garrochar juntos, en España, decíamos, los huelguistas crecen como setas, y Largo Caballero amenaza, según la traducción portuguesa, Mientras la clase obrera no sea amparada por el poder, son de esperar movimientos violentos, y si él lo dice, que es simpatizante, será porque es verdad, por eso debemos irnos preparando para lo peor. Y aunque vamos a destiempo, siempre valió la pena, sea el alma grande o pequeña, como más o menos dijo el otro, y ése fue el caso del Negus, a quien Inglaterra tributó un imponente recibimiento popular, bien cierto es el refrán que dice, A burro muerto la cebada al rabo, dejaron estos británicos a los etíopes entregados a su suerte triste, y ahora aplauden a su emperador, si quiere que le diga la verdad, mi querido amigo, todo esto parece una farsa. Así, no debe sorprendernos el que los viejos del Alto de Santa Catarina hablen apaciblemente, vuelto ya el doctor a su casa, acerca de animales, aquel lobo blanco que apareció en Riodades, que cae por la banda de Sáo João da Pesqueira, y al que la población llama el Palomo, y la leona Nadia, que hirió en una pierna al faquir Blacamán, allí en el Coliseu, a la vista de todos los espectadores, para que comprueben hasta qué punto arriesgan realmente su vida los artistas de circo. Si Ricardo Reis no se hubiera retirado tan temprano, podría contar el caso de la perra Ugolina, y quedaría completada así la colección de fieras, el lobo, libre por ahora, la leona, cuya dosis de estupefaciente habrá que reforzar y, al fin, la perra filicida, cada cual con su mote, Palomo, Nadia y Ugolina, no será en esto en lo que se distingan los animales de los hombres.

Un día, Ricardo Reis está durmiendo, avanzada la mañana pero tempranísimo para sus nuevos hábitos de indolencia, cuando oye las salvas de los navíos de guerra en el Tajo, veintiún espaciados y solemnes cañonazos que hacían vibrar los cristales, creyó que era la nueva guerra que estaba empezando, pero recordó luego las noticias que había leído el día antes, es el Diez de junio, Fiesta de la Raza, para recuerdo de nuestros mayores y consagración de quienes ahora aquí estamos, en tamaño y número, a las tareas del futuro. Medio dormido aún consultó a sus energías, a ver si eran suficientes para levantarse de un golpe de las marchitas sábanas, abrir de par en par las ventanas para que pudieran entrar sin embarazo los últimos ecos de la salva a ahuyentar heroicos las sombras de la casa, la herrumbre escondida, el olor insidioso del moho, pero, mientras esto pensaba y deliberaba consigo mismo, se acallaron las últimas vibraciones del espacio, volvió a descender sobre el Alto de Santa Catarina un gran silencio, Ricardo Reis ni se dio cuenta de que había vuelto a cerrar los ojos y se quedó dormido, es así la vida, dormidos en las horas de vigilia, vamos cuando deberíamos venir, cerramos la ventana cuando deberíamos tenerla abierta. Por la tarde, al volver de comer, se dio cuenta de que había ramos de flores en los escalones de la estatua de Camões, homenaje de las asociaciones patrióticas al épico, al cantor sublime de las virtudes de la raza, para que se entienda bien que no tenemos nada que ver ya con la apagada y vil tristeza que padecíamos en el siglo dieciséis, hoy somos un pueblo muy contento, créame, por la noche encenderemos aquí, en la plaza, unos reflectores, el señor Camões tendrá toda su figura iluminada, qué digo yo, transfigurada por el deslumbrante esplendor, bien sabemos que es tuerto del ojo derecho, qué más da, aún le quedó el izquierdo para vernos, si le parece que la luz es excesiva, díganoslo, nada nos cuesta mitigarla hasta convertirla en penumbra, o en oscuridad total, en las tinieblas originarias, a las que estamos habituados. Si hubiera salido esta noche Ricardo Reis, se habría encontrado en la plaza de Luis de Camões con Fernando Pessoa, sentado en uno de aquellos bancos como quien viene a disfrutar de la brisa, el mismo desahogo buscaron familias y otros solitarios, la luz es tanta como si fuese de día, las caras parecen todas tocadas por el éxtasis, se nota que es la Fiesta de la Raza. Quiso Fernando Pessoa recitar mentalmente, aprovechando la ocasión, un poema de Mensagem dedicado a Camões, y tardó en darse cuenta de que no hay en Mensagem ningún poema dedicado a Camões, parece imposible, sólo viéndolo se podrá creer, no falta allí nadie, desde Ulises a Don Sebastián, ni de los profetas se olvidó, Bandarra y Vieira, y no tuvo una palabra, ni una sola, para el Tuerto, y esta falta, omisión, ausencia, hace temblar las manos de Fernando Pessoa, la conciencia le preguntó Por qué, el inconsciente no sabe qué respuesta dar, entonces Luis de Camões sonríe, su boca de bronce tiene la sonrisa inteligente de quien murió hace más tiempo, y dice, Fue la envidia, mi querido Pessoa, pero no se preocupe, aquí, donde los dos estamos, esto ya no tiene importancia, día vendrá en que lo negarán cien veces, y otro ha de llegar en que deseará que lo nieguen. A esta misma hora, en aquel segundo piso de la Rua de Santa Catarina, Ricardo Reis intenta escribir un poema a Marcenda, para que mañana no se diga que Marcenda pasó en vano, Añorando ya este verano que veo, lágrimas para las flores de él empleo en el recuerdo invertido de cuando he de perderlas, ésta será la primera parte de la oda, hasta aquí nadie adivinaría que de Marcenda se va a hablar, aunque se sepa que muchas veces empezamos a hablar del horizonte porque es el camino más corto para llegar al corazón. Media hora después, o una hora, o cuántas, que el tiempo, en esto de hacer versos, se detiene o precipita, ganó forma y sentido el cuerpo intermedio, no es siquiera el lamento que parecería lógico, sólo el sabio saber de lo que no tiene remedio, Traspuestos los portales irreparables de cada año, me anticipo la sombra en que he de errar, sin flores, en el abismo rumoroso. Duerme toda la ciudad en la madrugada, por inútiles, no hay quien los vea, se han apagado los proyectores de la estatua de Camões, Fernando Pessoa regresó a casa, diciendo, Ya estoy aquí, abuela, y es en este mismo momento cuando el poema se completa, difícil, con un punto y coma puesto a disgusto, que bien vimos cómo Ricardo Reis luchó con él, no lo quería aquí pero se quedó, adivinemos dónde, para que tengamos también parte en la obra, Y cojo la rosa porque la suerte manda Marcenda, la guardo, que se marchite conmigo antes que con la curva diurna de la amplia tierra. Se acostó Ricardo Reis vestido en la cama, la mano izquierda posada sobre la hoja de papel, si dormido pasara del sueño a la muerte creerían que es su testamento, la última voluntad, la carta del adiós, y no podrían saber por qué, aunque la leyeran, pues este nombre de Marcenda no lo usan mujeres, son palabras de otro mundo, de otro lugar, femeninos pero de raza gerundia, como Blimunda, por ejemplo, que es nombre a la espera de la mujer que lo use, para Marcenda, al menos, se encontró ya, pero vive lejos.

Aquí muy cerca, en esta misma cama, estaba Lidia acostada cuando se sintió la conmoción del suelo. Fue breve y brusca, sacudió violentamente el edificio de arriba abajo, y como vino pasó, dejando a la vecindad a gritos por la escalera y la lámpara del techo oscilando como un péndulo que se apaga. Durante el gran susto, las voces parecían obscenas, ahora el alarido ha pasado a la calle, de ventana en ventana, en toda la ciudad, quizá recordando, en sus piedras, la memoria terrible de otros terremotos, incapaz de soportar el silencio que viene después de la conmoción, el instante en que la consciencia queda en suspenso, a la espera, y se interroga, Volverá, moriré. Ricardo Reis y Lidia no se levantaron. Estaban desnudos, tumbados de espaldas como estatuas yacentes, ni siquiera cubiertos por la sábana, la muerte, si hubiese venido los habría encontrado ofrecidos, plenos, hacía pocos minutos que sus cuerpos se habían separado, jadeantes, húmedos de sudor reciente y de íntimos derrames, el corazón latiendo y resonando en la pulsación del vientre, no es posible estar más vivo, y de pronto la cama se estremece, los muebles oscilan, rechinan el suelo y el techo, no es el vértigo del instante final del orgasmo, es la tierra que ruge en las profundidades, Vamos a morir, dijo Lidia, pero no se agarró al hombre que estaba acostado a su lado, como sería natural, las frágiles mujeres, generalmente, son así, son los hombres quienes, aterrorizados, dicen, No es nada, calma, ya ha pasado, y se lo dicen sobre todo a sí mismos, también lo dijo Ricardo Reis, trémulo del susto, y tenía razón, pues la sacudida vino y pasó, como con estas mismas palabras se ha dicho antes. Las vecinas están aún gritando en la escalera, poco a poco se van calmando, pero el debate se prolonga, una de ellas baja a la calle, la otra se instala en la ventana, ambas entran en el coro general. Después, poco a poco, vuelve la calma, ahora Lidia se vuelve hacia Ricardo Reis y él hacia ella, el brazo de uno sobre el cuerpo del otro, él vuelve a decir, No fue nada, y ella sonríe, pero la expresión de la mirada tiene otro sentido, se ve bien que no está pensando en el temblor de tierra, quedan así, mirándose, tan distantes uno del otro, tan separados en sus pensamientos, como luego se verá cuando ella diga, de repente, Creo que estoy en estado, llevo un retraso de diez días. Un médico aprende en la facultad los secretos del cuerpo humano, los misterios del organismo, sabe cómo operan los espermatozoides en el interior de la mujer, nadando río arriba, hasta llegar, en sentido propio y en el figurado, a las fuentes de la vida. Sabe esto por los libros, y la práctica, como de costumbre, lo confirmó, y sin embargo, helo ahí, sorprendido, en la piel de Adán que no entiende cómo puede haber ocurrido tal cosa, por más que Eva intente explicárselo, ella, que nada entiende de la materia. Y procura ganar tiempo, Cómo dices, Tengo un retraso, creo que estoy en estado, es ella, de los dos, quien muestra más tranquilidad, hace una semana que piensa en esto, todos los días, todas las horas, quizá hace poco, al decir, Vamos a morir, ahora podemos dudar si estaría a Ricardo Reis en este plural. Él espera que ella haga una pregunta, por ejemplo, Qué voy a hacer, pero ella sigue callada, quieta, protegiendo el vientre con la leve flexión de las rodillas, ni señal de gravidez a la vista, salvo si sabemos interpretar lo que estos ojos están diciendo, fijos, profundos, resguardados en la distancia, una especie de horizonte, si lo hay en los ojos. Ricardo Reis busca las palabras convenientes, pero lo que encuentra dentro de sí es una enajenación, una indiferencia, como si, aunque consciente de que es su obligación contribuir en solución del problema, no se siente implicado en su origen, tanto próximo como remoto. Se ve en la figura del médico a quien una paciente dice desahogándose, Ay, doctor, qué va a ser de mí, estoy en estado y en este momento es lo peor que me podía pasar, un médico no puede responder, Aborte, no sea tonta, por el contrario, muestra una expresión grave, reticente en la mejor de las hipótesis, Si usted y su marido no han tomado precauciones, es posible que esté grávida, pero en fin, vamos a esperar unos días más, quizá se trate sólo de un retraso, a veces ocurre. No se admite que lo declare así, con falsa naturalidad, Ricardo Reis, que es padre por lo menos putativo, pues no consta que Lidia en los últimos meses se haya acostado con otro hombre que no sea él, éste que claramente sigue sin saber qué decir. Al fin, tanteando con mil cautelas, pesando las palabras, distribuye las responsabilidades, No tomábamos precauciones, tarde o temprano tenía que ocurrir, pero Lidia no dice nada, no pregunta, Qué precauciones iba a tomar yo, nunca él se ha retirado en el momento crítico, nunca ha usado esos capuchones de goma, pero tampoco esto le importa, se limitó a decir, Estoy en estado, en definitiva, esto es algo que acontece a casi todas las mujeres, no es un terremoto, ni cuando acaba en muerte. Entonces, Ricardo Reis se decide, quiere saber cuáles son las intenciones de ella, ya no hay tiempo para sutilezas dialécticas, salvo la hipótesis negativa que la pregunta apenas esconde, Piensas dejar que nazca, menos mal que no hay aquí oídos extraños, pues habría quien pensara que Ricardo Reis está sugiriendo el aborto, y cuando, tras oír a los testigos, el juez iba a dictar sentencia condenatoria, Lidia se adelanta y responde, Quiero tenerlo. Entonces, por primera vez, Ricardo Reis siente que un dedo le toca el corazón. No es dolor, ni crispación, ni despego, es una impresión extraña e incomparable, como sería el primer contacto físico entre dos seres de universos diferentes, humanos ambos, pero ignorantes de su semejanza, o, de manera aún as perturbadora, conociéndose en su diferencia. Qué es un embrión de diez días, se pregunta mentalmente Ricardo Reis, y no encuentra respuesta que dar, en toda su vida de médico nunca le ha ocurrido tener ante los ojos este minúsculo proceso de multiplicación celular, del que los libros le mostraron no guarda memoria, y aquí no puede ver más que a esta mujer callada y seria, camarera de profesión, soltera, Lidia, con el seno y el vientre descubiertos, sólo el pubis retraído, como si preservara un secreto. La atrajo hacia sí, y ella se acerco a él como quien al fin se protege del mundo, ruborosa de repente, de repente feliz, preguntando como una novia tímida, que aún las hay, No está enfadado conmigo, Pero qué idea, mujer, por qué iba a enfadarme, y estas palabras no son sinceras, justamente en este momento está cuajando una inmensa cólera en su interior, En menudo lío me he metido, piensa, si no aborta, me tienes ya con un crío a cuestas, tendré que reconocerlo, es mi obligación moral, qué pesadez, nunca pensé que me pudiera ocurrir algo así. Lidia se ciñe más a él, quiere que la abrace con fuerza, por nada, sólo porque le gusta, y dice las palabras increíbles, simplemente, sin énfasis particular, Si no quiere reconocerlo, no se preocupe, será hijo de padre desconocido, como yo. Los ojos de Ricardo Reis se llenaron de lágrimas, unas de vergüenza, otras de piedad, que las distinga quien pueda, en un impulso, sincero al fin, la abrazó y la besó, imagínese, la besó mucho, en la boca, aliviado de aquel peso, en la vida hay momentos así, creemos que es un acceso pasional y es sólo un desahogo de gratitud. Pero el cuerpo animal cuida poco de estas sutilezas, poco después se unían Lidia y Ricardo Reis, gimiendo y suspirando, no tiene importancia, ahora hay que aprovecharse, el chiquillo ya está hecho.

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