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Este es el programa completo del espectáculo. Ricardo Reis, que asistió de lejos a los bombardeos de Urca y Praia Vermelha, tan de lejos que podría haberlos tomado por ejercicios como éste, para adiestramiento de pilotos y para que la población se entrene en la huida, lo peor fue que los periódicos, al día siguiente, daban la noticia de muertos reales y heridos verdaderos, Ricardo Reis decide ver con sus propios ojos el escenario y los actores, alejándose del centro de operaciones para no perjudicar la verosimilitud, por ejemplo, desde el alto corredor del ascensor de Santa Justa. Otros lo habían pensado antes, cuando Ricardo Reis llegó ya no se cabía, fue descendiendo Calcada do Carmo abajo, y parecía que fuera de romería, si fueran otros los caminos, de polvo y alquitrán, creería que de nuevo lo llevaban sus pasos a Fátima, son todo cosas del cielo, aviones, pasarolas o apariciones. No sabe por qué le ha venido a la memoria la pasarola del padre Bartolomeu de Gusmão, primero no lo supo, pero luego, tras reflexionar y buscar en el recuerdo admitió que, por una asociación subracional de ideas, había pasado de este ejercicio de hoy a los bombardeos de Praia Vermelha y Urca, y de ellos, para que todo fuera brasileño, al padre volador, llegando al fin a la pasarola que lo inmortalizó, aunque no volara nunca pese a que alguien haya dicho o venga a decir lo contrario. Desde lo alto de la escalera que en dos tramos baja a la Rua Primeiro de Dezembro, ve que hay una multitud en Rossio, no creía que permitieran a los espectadores acercarse tanto a las bombas y los petardos, pero se deja arrastrar por la corriente de curiosos que acuden festivos al teatro de la guerra. Cuando entró en la plaza vio que la congregación era aún mayor de lo que antes le pareciera, ni se puede dar un paso, pero Ricardo Reis tuvo tiempo de aprender los trucos del país, y va diciendo, Perdón, perdón, déjenme pasar, soy médico, y no es que no sea verdad, pero la más falsa de las mentiras es precisamente la que se sirve de la verdad para satisfacción y justificación de sus vicios. Gracias a este truco consigue llegar a las primeras filas, desde allí lo podrá ver todo. Aún no hay señal de aviones, pero las fuerzas de policía están nerviosas, los mandos, en el espacio libre frontero al teatro y a la estación, dan órdenes e instrucciones, acaba de pasar un automóvil oficial, lleva dentro al ministro del Interior y a gente de su familia, no faltan las señoras, otras lo siguen en varios coches, van a asistir al ejercicio desde las ventanas del Hotel Avenida Palace. Súbitamente, se oye el cañonazo de aviso, aúllan afligidas las sirenas, las palomas de Rossio se levantan en bandada haciendo restallar las alas como cohetes, algo ha fallado en lo dispuesto, son las precipitaciones de principiante, primero tenía que venir el avión enemigo a soltar su bomba de humo, y, luego, es cuando las sirenas tenían que entonar su coro plañidero y disparar la artillería, es igual, con todos estos adelantos de la ciencia vendrá un día en que las bombas nos llegarán desde diez mil kilómetros de distancia, y ya sabremos lo que el futuro nos reserva. Apareció al fin el avión, la multitud ondea, se alzan los brazos, Allá, allá viene, se oye un sonido hueco, la explosión, y una columna de humo negro empieza a ascender, la excitación es general, la ansiedad enronquece las palabras, los médicos se colocan los estetoscopios en los oídos, los enfermeros preparan las jeringuillas, los camilleros escarban el suelo impacientes. A lo lejos se oye el rugido continuo de los motores de las fortalezas volantes, se acerca el instante, los espectadores más asustadizos se preguntan si esto, en definitiva, no acabará en serio, algunos se alejan, se ponen a salvo, se refugian en los portales por miedo a la metralla, pero la mayoría no cede y, comprobada la inocuidad de las bombas, la multitud se doblará en poco tiempo. Estallan los petardos, los militares se ponen las máscaras de gas, no hay para todos pero lo importante es dar impresión de realidad, sabemos desde el principio quién muere y quién se salva en el ataque químico, aún no ha llegado el tiempo de un final para todos. Hay humo por todas partes, los espectadores estornudan, de la parte de atrás del Teatro Nacional parece alzarse un volcán turbulento y negro, exactamente como si estuviera ardiendo. Pero es difícil tomar esto en serio. Los policías empujan a los espectadores que intentan avanzar y dificultan los movimientos de los salvadores, y hasta se ven heridos, llevados en camillas, que, olvidando el dramático papel que les enseñaron, se ríen como locos, probablemente han respirado gas hilarante, los propios camilleros tienen que parar para limpiarse las lágrimas, que son de pura alegría, no de gas lacrimógeno. Y, el colmo ya, cuando está todo el mundo viviendo mejor o peor la verdad del imaginario peligro, aparece un barrendero municipal con su carrito metálico y su escoba arrastrando los papeles a lo largo de la acera, recogiéndolos con la pala, recoge también la basura menuda y lo mete todo en el carro y sigue, ajeno al barullo, al tumulto, a las carreras, entra en las nubes de humo y sale de ellas ileso, ni siquiera levanta la cabeza para ver los aviones españoles. Un episodio basta por lo general, dos son demasiado, pero la historia se cuida muy poco de las reglas de la composición literaria, por eso hace avanzar ahora a un cartero con su saco de correspondencia, el hombre cruza pacíficamente la plaza, tiene que entregar las cartas, cuánta gente las estará esperando ansiosa, tal vez llegue hoy la carta de Coimbra, el aviso, Mañana estaré en tus brazos, el cartero es hombre consciente de sus responsabilidades, no pierde el tiempo en espectáculos y escenas callejeras. Ricardo Reis, en esta multitud, es el único sabio capaz de comparar barrendero y repartidor lisboetas con aquel célebre chiquillo de París que pregonaba sus bollos mientras la multitud asaltaba la Bastilla, realmente, nada nos distingue a nosotros, portugueses, del mundo civilizado, ni nos faltan héroes del enajenamiento ante la realidad, poetas ensimismados, barrenderos que barren incansablemente, carteros distraídos que atraviesan la plaza sin darse cuenta de que la carta de Coimbra va destinada a aquel señor que está allí, Pero de Coimbra no traigo ninguna carta, dice mientras el barrendero va barriendo y el pastelero portugués pregona enquesadas de Sintra.

Pasados unos días, contaba Ricardo Reis lo que había visto, los aviones, el humo, hablaba del tronar de los cañonazos, de las ráfagas de las ametralladoras, y Lidia oía con atención, sintiendo no haber estado allí también, y luego se rió mucho con los casos pintorescos, Ay, qué divertido, el barrendero, y fue entonces cuando recordó que también tenía algo qué contar, Sabe quién se ha escapado, no esperó a que Ricardo Reis respondiera, Manuel Guedes, el marinero aquel del que le hablé el otro día, seguro que se acuerda, Lo recuerdo, pero de dónde huyó, Cuando lo llevaban al tribunal, y Lidia se reía a gusto, Ricardo Reís se limitó a sonreír, Este país es un desbarajuste, los barcos se meten en el agua antes de tiempo, los presos escapan, los carteros no entregan las cartas, los barrenderos, bueno, de los barrenderos no hay nada que decir. Pero a Lidia le parecía muy bien que Manuel Guedes hubiera huido.

Invisibles, las cigarras cantan en las palmeras del Alto de Santa Catarina. El coro estrídulo que atruena los oídos de Adamastor no merece el dulce nombre de música, pero esto de los sonidos depende también mucho de la disposición del oyente, cómo los habrá escuchado el gigante amoroso cuando en la playa paseaba a la espera de que viniese la Doris alcahueta a acordar con él el deseado encuentro, entonces la mar cantaba, y era la bienamada voz de Tetis la que planeaba sobre las aguas, como se dice que suele hacer el espíritu de Dios. Aquí, quien canta son los machos, rozan ásperamente sus élitros y son causa de este sonido infatigable, obsesivo, serrería de mármol que de súbito lanza al aire ardiente un gañido agudísimo como si una veta más dura empezara a ser cortada en el interior de la piedra. Hace calor. En Fátima había recibido el primer aviso de la canícula, bajo aquella escaldante brasa, pero luego vinieron los días cubiertos, llegó incluso a lloviznar, pero en las tierras bajas la inundación descendió de pronto, del inmenso mar interior no quedan más que algunos charcos de agua putrefacta que el sol se va bebiendo poco a poco. Los viejos aparecen de mañana con el primer frescor, traen sus paraguas, pero, cuando los abren, apretando ya el calor, les sirven de parasol, de donde podemos concluir que más importa el servicio que las cosas hacen que el nombre que les damos, aunque, en definitiva, el nombre dependa del servicio, como ahora estamos viendo, porque queramos o no, volvemos siempre a las palabras. Los barcos entran y salen con sus banderas, las chimeneas humeantes, los minúsculos marineros, la voz poderosa de las sirenas, de tanto como la oyeron en las tormentas del océano, soplada en furiosas caracolas, los hombres acabaron por aprender a hablar de igual a igual con el dios de los mares. Estos viejos nunca han navegado, pero no se asustan cuando oyen, quebrado por la distancia, el poderoso rugido, y aun en lo más profundo se estremecen como si por los canales de sus venas bogaran barcos perdidos en la oscuridad absoluta del cuerpo, entre los gigantescos huesos del mundo. En el apretón de la calma bajan a la calle, van a almorzar, pasan el antiguo tiempo de la siesta en la penumbra de la casa, y luego, a la primera señal de que refresca la tarde, vuelven al Alto, se sientan en el mismo banco, bajo la sombrilla abierta, que la sombra de estos árboles es, como sabemos, vagabunda, y basta que baje el sol un poco para que huya, ahora mismo nos cobijaba, es por estar tan altas las palmas. Morirán estos viejos sin saber que las palmeras no son árboles, es increíble hasta qué punto puede llegar la ignorancia de los hombres, en otras palabras, es increíble que digamos que una palmera no es un árbol y eso no tenga ninguna importancia, lo mismo que lo de paraguas y parasol, lo que cuenta es la protección que dan. Por otra parte, si a ese señor doctor que viene por aquí todas las tardes le preguntáramos si la palmera es árbol, seguro que tampoco sabría responder, tendría que ir a casa a consultar su libro de botánica, si no se lo ha dejado en el Brasil, lo más seguro es que del reino vegetal tenga sólo el precario conocimiento con que adorna sus poemas, flores en general, y poco más, unos laureles, que vienen ya del tiempo de los dioses, unos árboles sin más nombre, pámpanos y girasoles, los juncos que la corriente estremece, la hiedra del olvido, los lirios y las rosas, las rosas, las rosas. Entre los viejos y Ricardo Reis hay familiaridad y charla de amigos, pero él nunca ha salido de casa con la idea premeditada de preguntarles, Saben que la palmera no es un árbol, y ponen tan poco en duda lo que creen saber que nunca le van a preguntar, Oiga, doctor, sabe usted, una palmera no es un árbol, un día no se verán más y quedará sin esclarecer este punto fundamental de la existencia, si por parecer árbol es árbol la palmera, si por parecer vida es vida esta sombra arborescente que proyectamos en el suelo.

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