Fernando Pessoa se levantó, paseó un poco por el despacho, al azar, tomó la hoja de papel en la que Ricardo Reís había escrito los versos leídos, Cómo ha dicho usted, No vemos a las parcas acabarnos, olvidémoslas, pues, como si no existieran, Es preciso estar muy ciego para no ver cómo todos los días las parcas van acabando con nosotros, Como dice el vulgo, no hay peor ciego que el que no quiere ver. Fernando Pessoa posó la hoja, Me estaba usted hablando de Ferro, La conversación fue luego por otro camino, Volvamos al camino, Dijo Antonio Ferro, con ocasión de la entrega de los premios, que aquellos intelectuales que se sienten encarcelados en los regímenes de fuerza, hasta cuando esa fuerza es mental, como la que dimana de Salazar, se olvidan de que la producción intelectual se intensificó siempre en los regímenes de orden, Es muy bueno eso de la fuerza mental, los portugueses hipnotizados, los intelectuales intensificando la producción bajo la vigilancia de Víctor, Entonces no está de acuerdo, Sería difícil estarlo, yo diría incluso que la historia desmiente a Ferro, basta recordar los tiempos de nuestra juventud, la revista Orfeu, todo lo demás, dígame si aquello era un régimen de orden, aunque, mirándolo bien, mi querido Reis, sus odas son, por así decirlo, una poetización del orden, Nunca las vi yo de esa manera, Pues son así, la agitación de los hombres es siempre vana, los dioses son sabios e indiferentes, viven y se extinguen en el mismo orden que crearon, y todo lo demás es paño de la misma pieza, Por encima de los dioses está el destino, El destino es el orden supremo, orden al que los dioses aspiran, Y los hombres, cuál es el papel de los hombres, Perturbar el orden, corregir el destino, Para mejorarlo, Para mejorarlo o para empeorarlo, es igual, lo que hay que hacer es impedir que el destino sea destino, Me recuerda usted a Lidia, también habla muchas veces del destino, pero dice otras cosas, Del destino, desgraciadamente, se puede decir todo, Estábamos hablando de Ferro, Ferro es tonto, está convencido de que Salazar es el destino portugués, El mesías, Ni siquiera eso, el párroco que nos bautiza, nos confirma, que nos casa y nos da la extremaunción, En nombre del orden, Exactamente, en nombre del orden, Por lo que recuerdo, usted, en vida, era menos subversivo, Cuando uno llega a muerto ve la vida de otra manera, y, con esta decisiva e incontrovertible frase, me despido, incontrovertible digo porque, estando usted vivo, nada puede oponer, Por qué no pasa aquí la noche, ya se lo dije el otro día, No es bueno para los muertos habituarse a vivir con los vivos, y tampoco sería bueno para los vivos atollarse de muertos, La humanidad se compone de unos y otros, Es verdad, pero si así fuera de manera tan completa, usted no me tendría aquí a mí solo, tendría también al juez de casación y al resto de la familia, Y cómo sabe usted que aquí vivió un juez de casación, no recuerdo habérselo dicho, Fue Víctor, Qué Víctor, el mío, No, uno que ya murió, pero que tiene también la costumbre de meterse en la vida de los otros, ni la muerte le curó esa manía, Huele a cebolla, Huele, pero poco, va perdiendo el hedor a medida que pasa el tiempo, Adiós, Fernando, Adiós, Ricardo.
Hay indicios malignos de que la fuerza mental de Salazar no consigue llegar a todos los lugares con la potencia del original emisor. Hay un episodio demostrativo de ese debilitamiento, allá a orillas del Tajo, con la botadura del aviso de segunda Jodo de Lisboa, en ceremonia solemne, con la presencia del venerado jefe del Estado. Estaba el aviso listo para la botadura, enguirnaldado o, hablando con propiedad marinera, empavesado, todo dispuesto ya, ensebada la corredera, afinados los calzos, la tripulación formada en la toldilla, y se aproxima su excelencia el presidente de la República, general Antonio Oscar de Fragoso Carmona, el mismo que dijo que Portugal es conocido hoy en todas partes y que por eso vale la pena ser portugués, viene con su comitiva, la de paisano y la uniformada, éstos con uniforme de gala, los otros de frac, sombrero de copa y pantalones rayados, el presidente, acariciándose su hermoso bigote blanco, muy circunspecto, y tal vez con cautela para no proferir, en este lugar y ocasión, la frase que dice siempre cuando es invitado a inaugurar exposiciones de pintura, Muy chic, muy chic, me ha gustado mucho, va subiendo ya los peldaños de la tribuna, son los altos dignatarios de la nación, sin cuya venida y presencia ni un barco se lanzaría al agua, viene un representante de la Iglesia, la católica, claro, de quien se espera proficua bendición, quiera Dios, oh barco, que mates mucho y mueras poco, se contemplan los asistentes del lucido cortejo, están las personalidades, el pueblo curioso, los obreros del astillero, los fotógrafos de los periódicos, los reporteros, está la botella de espumoso de Bairrada esperando su hora triunfal, y por qué no decirlo, explosiva, de pronto, he ahí que el Jodo de Lisboa empieza a deslizarse grada abajo sin que nadie le hubiera tocado, la estupefacción es general, se estremece el bigote blanco del presidente, se agitan perplejos los sombreros de copa, y allá va el barco, entra en las aguas gloriosas, la marinería da los vivas de rigor, vuelan las gaviotas enloquecidas, aturdidas por el fragor de las sirenas de los otros barcos, y también por la colosal carcajada que resuena por toda la Ribeira de Lisboa, cosa digna de verse, una broma de los hombres del arsenal, gente divertida como no hay otra, pero ya tenemos a Víctor investigando, la marea se vació de repente, la boca de alcantarilla exhala su pestilente olor a cebolla, se retira el presidente apoplético, se deshace la comitiva, corridos y furibundos todos, quieren saber in-me-dia-ta-men-te quiénes fueron los responsables de aquel infame atentado a la compostura de la patria, de marineros, en la persona de su más alto magistrado, Sí, señor presidente del Consejo, dice el capitán Agostinho Lourenço, jefe de Víctor, pero de la burla no se librarán, nos reiremos nosotros, en toda la ciudad no se habla de otra cosa, hasta los españoles del Hotel Bragança, aunque un poco temerosos, Cuídense ustedes, eso son artes del diablo rojo. [14] Pero, como son casos de política lusitana, no hacen más comentarios, los duques de Alba y Medinaceli acuerdan ir al Coliseum, hombres sólo, a ver el catch-as-catch-can, también llamado lucha libre o agárrate donde puedas, las terribles, asombrosas batallas de su compatriota José Pons, del conde Karol Nowina, hidalgo polaco, del judío AbKaplan, del ruso Zikoff, blanco, del checo Stresnack, del italiano Nerone, del belga De Ferm, del flamenco Rik De Groot, del inglés Rex Gable, de un tal Strouk, sin patria mencionada, sabios de este otro espectáculo del mundo, por la gracia del sopapo y del puntapié, del cabezazo y la llave de tijera, del estrangulamiento, de la presa de puente, si Goebbels entrara en este campeonato jugaría la carta más segura, enviaría sus escuadrillas de aviones.
Precisamente de aviones y sus artes se va a tratar ahora en esta ciudad capital, después de haberse comportado la marina tan lamentablemente, y dicho sea de paso, dado que no vamos a volver sobre el asunto que, pese a la diligencia de los Víctores, está aún por saber quiénes fueron los de la sedición, que el caso del João de Lisboa no puede haber sido obra sólo de un calafate o remachador. Estando, pues, a la vista de todos que las nubes de la guerra se van adensando en los cielos de Europa, el gobierno de la nación ha decidido, por la vía del ejemplo, que es de todas las lecciones la mejor, explicar a los moradores cómo deberán proceder y proteger sus vidas en caso de bombardeo aéreo, sin llevar no obstante la verosimilitud hasta el punto de identificar al enemigo posible, pero dejando en el aire la sospecha de que sea el hereditario, es decir el castellano ahora rojo, puesto que, siendo tan corto aún el radio de acción de los aviones modernos, no es de prever que nos ataquen aviones franceses, ingleses mucho menos, que además son nuestros aliados y, en cuanto a italianos y alemanes, han sido tantas sus pruebas de amistad hacia este pueblo hermanado por un ideal común, que más bien esperaríamos de ellos auxilio si preciso fuera y nunca exterminio. Así pues, por medio de la radio y los periódicos ha anunciado el gobierno que el próximo día veintisiete, víspera del décimo aniversario de la Revolución Nacional asistirá Lisboa a un espectáculo inédito, a saber, un simulacro de ataque aéreo a una parte de la Baixa o, en términos de mayor rigor técnico, a la demostración de un ataque aéreo-químico que tendrá por objetivo la destrucción de la estación de Rossio y la interdicción del acceso a esa estación por medio de gases. Vendrá primero un avión de reconocimiento que sobrevolará la ciudad y lanzará una señal de humo sobre la estación de Rossio para marcar la posición del objetivo. Afirman ciertos espíritus negativamente críticos que los resultados serían incomparablemente más eficaces si los bombarderos lanzaran sus bombas sin aviso, pero se trata de personas de perversión declarada, y desdeñosas de las leyes de la caballerosidad bélica, que especifican con precisión que no se debe atacar al enemigo sin notificación previa. Así, apenas el humo empieza a elevarse en los aires, la artillería dispara un cañonazo, señal para que las sirenas empiecen a sonar, y con esta alarma, que no sería posible ignorar, se desatan las providencias, tanto las de la defensa activa como las de la pasiva. Policía, Guardia Nacional Republicana, Cruz Roja y bomberos entran inmediatamente en acción, el público es obligado a retirarse de las calles amenazadas, que son todas las de los alrededores, mientras los equipos de salvamento y de socorro corren febriles a los lugares de peligro, y los vehículos de los bomberos se dirigen a los previsibles focos de incendios manguera en ristre, por así decirlo. Entretanto se ha marchado el avión de reconocimiento, seguro ya de que la señal de humo está donde debe estar y de que ya se encuentran congregados los salvadores, entre los que se halla, como a su tiempo veremos, el actor de teatro y cine Antonio Silva, al frente de sus bomberos voluntarios, que son los de Ajuda. Puede al fin avanzar la aviación de bombardeo enemiga, constituida por una escuadrilla de biplanos, de esos que tienen que volar bajo por estar la carlinga abierta a la lluvia y a los cuatro vientos, entran en acción las ametralladoras y la defensa antiaérea, pero al ser de ficción este ejercicio, ningún avión es derribado, y los aparatos hacen pasadas y rizos impunes cerca de las nubes, ni siquiera tienen que simular el lanzamiento de bombas explosivas o de gases, ellas son las que por sí mismas estallan aquí abajo, en la Praça dos Restauradores, que no la salvaría el patriótico nombre si la cosa fuera en serio. Tampoco tuvo salvación una fuerza de infantería que se dirigía a Rossio, diezmada hasta el último hombre, aún hoy está por saber qué diablos iba a hacer una fuerza de infantería en un lugar que, según el humanitario aviso del enemigo, iba a ser bombardeado, como luego se vio, esperemos que este lamentable episodio, vergüenza de nuestro ejército, no caiga en el olvido, y que el estado mayor sea sometido a consejo de guerra y condenado a un fusilamiento colectivo, sumario. Se extenúan los equipos de salvamento y socorro, camilleros, enfermeros, médicos, luchando abnegadamente bajo el fuego para recoger los muertos y salvar a los heridos, pintarrajeados éstos de mercuriocromo y tintura de yodo, envueltos en vendas y ligaduras que luego lavarán para usarlas otra vez, cuando los heridos lo sean de verdad, aunque tengamos que esperar treinta años. Pese a los esfuerzos heroicos de la defensa, los aviones enemigos regresan en una segunda oleada, alcanzan con bombas incendiarias la estación de Rossio, entregada ahora a la voracidad de las llamas, un montón de escombros, pero la esperanza de victoria final no se ha perdido para los nuestros porque, en su pedestal, con la cabeza descubierta, continúa, milagrosamente incólume, la estatua del rey Don Sebastián. La destrucción alcanza otros lugares, se transformaron en nuevas ruinas las ruinas viejas del convento del Carmen, del Teatro Nacional salen grandes columnas de humo, se multiplican las víctimas, por todas partes arden casas, las madres llaman a gritos a sus hijos, los niños llaman a sus madres, de maridos y padres nadie se acuerda, es la guerra, ese monstruo. Allá en el cielo, satánicos, los aviadores celebran el éxito de su misión bebiendo copas de Fundador, y confortando de paso los miembros ateridos, ahora que la fiebre del combate se va apagando. Toman notas, diseñan croquis, sacan fotografías para su parte de guerra, y luego, oscilando las alas con escarnio, se alejan hacia Badajoz, ya nos parecía que habían entrado por el lado de Caia. La ciudad es un mar de llamas, los muertos se cuentan por millares, éste fue el nuevo terremoto. Entonces disparan los antiaéreos el último cañonazo, vuelven a sonar las sirenas, se ha acabado el ejercicio. La población abandona los sótanos y refugios camino de sus casas, no hay muertos ni heridos, los edificios están en pie, fue todo un juego.