Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Es un mar de gente. En torno de la gran explanada cóncava se ven centenares de toldos de lona bajo los que acampan millares de personas, hay cacerolas al fuego, perros que guardan los haberes, chiquillos llorando, moscas que todo lo aprovechan. Ricardo Reis circula entre los toldos, fascinado ante esta corte de los milagros que por su tamaño podría ser una ciudad, esto es un campamento de gitanos, no faltan los carros y las mulas, y los burros cubiertos de mataduras para consuelo de moscardones. Lleva en la mano el maletín, no sabe adónde dirigirse, no tiene un techo a su espera, aunque fuera uno de éstos, precario, ya se ha dado cuenta de que no hay pensiones por allí, hoteles mucho menos, y si, invisible desde aquí, hubiera alguna hospedería de peregrinos, a esta hora no habrá ya ningún catre disponible, reservados todos sabe Dios con qué anticipación. Que sea lo que Dios quiera. El sol abrasa, la noche está aún lejos y no se prevé que refresque excesivamente, si Ricardo Reis se desplazó a Fátima no fue para preocuparse de comodidades, sino para hacerse el encontradizo con Marcenda. La maleta no pesa mucho, contiene sólo cosas para arreglarse, la navaja de afeitar, el jabón, la brocha, unos calcetines, unos zapatos de suela gruesa, reforzada, que ahora va a tener que ponerse para evitar daños irreparables en estos de charol. Si Marcenda vino, no estará bajo estos toldos, la hija de un notario de Coimbra tendrá a su espera otros cobijos, pero, cuáles, dónde. Ricardo Reís salió en busca del hospital, abonándose a su calidad de médico pudo entrar, abrirse camino entre aquella confusión, por todas partes se veían enfermos tendidos en el suelo, en jergones, en camillas, amontonados por salas y corredores, aún así eran ellos los más callados, mientras que sus acompañantes eran causa de un continuo zumbido de oraciones, cortado de vez en cuando por profundos ayes, gemidos desgarradores, imploraciones a la Virgen, en un minuto se ampliaba el coro, ascendía, alto, ensordecedor, para convertirse de nuevo en un murmullo que tampoco iba a durar. En la enfermería había poco más de treinta camas, y los enfermos podrían muy bien ser unos trescientos, por cada uno acomodado según su condición, diez eran metidos donde se podía, para pasar, la gente tenía que alzar la pierna, afortunadamente nadie está hoy pensando en el mal de ojo, Me aojó, ahora quítemelo, y entonces se hacía el movimiento en sentido contrario, así quedaba borrado el maleficio, ojalá todos los males tuvieran tan buen remedio. Marcenda no está aquí, ni era de esperar que estuviese, no es enferma de cama, anda por su pie, su mal está en el brazo, si no quita la mano del bolsillo ni se nota. Aquí fuera el calor no es mayor, y el sol, felizmente, no apesta.

Ha ido creciendo la multitud, si es posible, parece que se reproduzca por sí misma, por cisiparidad. Es un enjambre negro gigantesco venido a la divina miel, zumba, murmura, crepita, se mueve lentamente, entorpecido por su propia masa. Es imposible encontrar a alguien en esta caldera, que no es la de Pedro Botero, pero quema, pensó Ricardo Reis, y sintió que se estaba resignando, encontrar o no encontrar a Marcenda le parecía ahora algo de mínima importancia, estas cosas, lo mejor es dejarlas al destino, ojalá él disponga que nos encontremos y así será aunque anduviéramos escondiéndonos el uno del otro, y le pareció una estupidez haberlo pensado con estas palabras, Marcenda, si vino, no sabe que estoy aquí, no se esconderá, pues, y son mayores las posibilidades de encontrarla. El aeroplano continúa dando vueltas, los papeles de color descienden planeando, ahora ya no los coge nadie, a no ser los que siguen llegando y ven aquella novedad, qué pena que no hayan puesto en el prospecto aquel anuncio del diario, mucho más convincente, con el doctor de la barbita y la dama enferma, en combinación, Si hubiera tomado Bovril, no estaría así, pero aquí, en Fátima, no falta gente en peorísimo estado, a ellos sí que les serviría de ayuda el frasco milagroso. Ricardo Reis se quitó la chaqueta, se quedó en mangas de camisa, abanica con el sombrero el rostro congestionado, de repente sintió las piernas pesadas de fatiga, fue en busca de una sombra, allí se dejó caer, algunos vecinos dormían la siesta, extenuados de la jornada de oraciones en el camino, cobrando fuerzas para la salida de la imagen de la Virgen, para la procesión de las velas, para la larga vigilia nocturna a la luz de hogueras y lamparillas. Dormitó también un poco, recostado en el tronco del olivo, la nuca apoyada en el musgo blando. Abrió los ojos, vio el cielo azul entre las ramas, y recordó al chiquillo flaco de aquella estación, a quien la abuela, por la edad debía de ser la abuela, decía, Hijito, hijito, qué estará haciendo ahora, seguro que se quitó los zapatos, es lo primero que hace cuando llega a la aldea, lo segundo es bajar al río, inútil será que le diga la abuela, No vayas que aún hace mucho calor, pero ni él la oye ni ella espera ser oída, los chicos de esta edad quieren ser libres, lejos de las faldas de las mujeres, apedrean a las ranas y no piensan en el mal que hacen, un día sentirán remordimientos, demasiado tarde, pues para estos y otros animalitos no hay resurrección. Todo parece absurdo a Ricardo Reis, el haber venido desde Lisboa a Fátima como quien viene tras un espejismo y nada más, el estar sentado a la sombra de un olivo a la espera de nada entre gente a quien no conoce, el pensar en un chiquillo entrevisto en una tranquila estación de ferrocarril, el deseo súbito de ser como él, de limpiarse las narices con la manga derecha, de chapotear en los charcos, de coger flores y disfrutar con ellas y olvidarlas, de robar fruta en los pomares, de huir de los perros llorando y gritando, de correr tras las chiquillas y alzarles la falda, porque a ellas no les gusta, o les gusta y hacen como si no les gustara, y él descubre que lo hace por gusto suyo inconfesado. Habré vivido realmente alguna vez, murmura Ricardo Reis, y el peregrino de al lado creyó que era una oración nueva, una oración que aún se está experimentando.

Va cayendo el sol, pero el calor no mengua. En la inmensa plaza no cabe ya ni un alfiler, y no obstante, por la periferia avanzan continuas multitudes en un fluir ininterrumpido, un desaguar, lento a la distancia, pero aquí hay aún quien intenta alcanzar los mejores lugares, y lo mismo estarán haciendo los de allá. Ricardo Reis se levanta, va a dar una vuelta por las cercanías, y entonces, no por primera vez, pero ahora con más crudeza, ve la otra peregrinación, la del comercio y la mendicidad. Ahí están los pobres de pedir y los pedigüeños, distinción que no es meramente formal y que hay que establecer escrupulosamente, porque pobre de pedir es sólo un pobre que pide, mientras que pedigüeño es el que hace del pedir un modo de vida, y no es raro quien llega a rico por este camino. No se distinguen por la técnica, aprenden de la ciencia común, y tanto lloriquea uno como suplica el otro, la mano tendida, a veces las dos, exceso teatral al que resulta difícil resistirse, Una limosnita por el alma de sus difuntos, Dios Nuestro Señor se lo pagará, Tengan compasión de este ciego, y otros muestran la pierna ulcerada, el brazo tullido, pero no lo que buscamos, de súbito no sabemos de dónde vino el horror, esta letanía gemebunda, se habrán roto los portones del infierno, pues sólo del infierno puede haber salido un fenómeno así, y ahora son los vendedores de lotería pregonando el número de la suerte, con tal vocerío que no nos sorprendería que las oraciones suspendieran el vuelo a medio camino del cielo, hay quien interrumpe el padrenuestro porque tiene una corazonada y corre a comprar el tres mil seiscientos noventa y cuatro, y, sosteniendo el rosario en la mano distraída, palpa el billete como si estuviera calculando el peso y la promesa, deshace el nudo del pañuelo, saca los escudos requeridos, y vuelve a la oración en el punto en que la había interrumpido, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy, con más esperanza. Se lanzan al ataque los vendedores de mantas, de corbatas, de pañuelos, de cestos, y los parados, con su tenderete colgando del cuello, ofreciendo postales ilustradas, no se trata precisamente de vender, primero reciben la limosna, entregan después la postal, es una manera de salvar la dignidad, éste no es un pedigüeño ni es pobre de pedir, si pide es sólo porque está sin trabajo, pero aquí tenemos una idea excelente, ponerles a todos los parados una bandeja al cuello y una tira de tela negra que diga, con todas las letras, y blancas para más resalte, Parado, así se facilitaba el recuento y evitaban que los olvidáramos. Pero, lo peor, porque ofende la paz de las almas y perturba la quietud del lugar, son los santeros, que son muchos y muchas, líbrese Ricardo Reis de pasar por allí, que se lanzarán sobre él metiéndole por la cara con insoportable griterío, Mire qué barato, mire que fue bendecido, la imagen de Nuestra Señora en bandejas, en esculturas, y manojos de rosarios, y crucifijos a gruesas, y medallitas a millares, el corazón de jesús y los dolores de maría, sagradas cenas, nacimientos, verónicas, y, siempre que la cronología lo permite, los tres pastorcitos con las manos juntas y arrodillados, uno de ellos es un chico, pero no consta en el registro hagiológico ni en el proceso de beatificación que se haya atrevido alguna vez a levantarles las faldas a las chicas. Toda la cofradía mercantil chilla posesa, ay del judas vendedor que, por artes rastreras, hurte un cliente al negociante vecino, entonces se rasga la bóveda del templo, caen del cielo plagas e injurias sobre la cabeza del prevaricador y desleal, Ricardo Reis no recuerda haber oído nunca tan sabrosa letanía, ni antes ni en Brasil, es una rama de la oratoria que se ha desarrollado mucho. Esta preciosa joya de la catolicidad resplandece por muchos fuegos, los del sufrimiento al que no queda más esperanza que venir aquí todos los años hasta que le toque el turno, los de la fe, que en este lugar es sublime y multiplicadora, los de la caridad en general, los de la propaganda de Bovril, los de la industria de santos y similares, los de la quincallería, los del estampado y tejido, los del comer y beber, los de pérdidas y hallazgos, propios o figurados, que en esto se resume todo, buscar y encontrar, por eso Ricardo Reis no para, buscar busca, lo que falta es saber si encontrará. Ha ido ya al hospital, recorrió los campamentos, cruzó la feria en todos los sentidos, ahora baja a la explanada rumorosa, se sumerge en la profunda multitud, asiste a los ejercicios, a los trabajos prácticos de la fe, a las oraciones patéticas, a las promesas que se cumplen arrastrándose de rodillas, con las rótulas sangrando, sostenida la penitente por los sobacos antes de que se desmaye de dolor e irrefrenable arrobo, y ve que han traído a los enfermos del hospital, dispuestos en formación, entre ellos pasará la imagen de la Virgen Nuestra Señora en sus andaderas cubiertas de flores blancas, y los ojos de Ricardo Reis van de rostro en rostro, buscan y no encuentran, es como estar en un sueño cuyo único sentido fuera precisamente no tenerlo, como soñar con una carretera que no tiene comienzo, con una sombra puesta en el suelo sin cuerpo que la produjera, con una palabra que el aire pronunció y que en el mismo aire se desarticula. Los cánticos son elementales, toscos, de sol y do, es un coro de voces trémulas y agudas, constantemente interrumpido y reanudado, El trece de mayo, en Cova de Iria, de súbito se hace un gran silencio, está saliendo la imagen de la capillita de las apariciones, se erizan las carnes y el pelo en la multitud, lo sobrenatural vino y sopló sobre doscientas mil cabezas, algo va a ocurrir. Tocados por un místico fervor, los enfermos tienden pañuelos, rosarios, medallas, con las que los levitas tocan la imagen y luego los devuelven al suplicante, y dicen los míseros, Nuestra Señora de Fátima dadme la vida, Nuestra Señora de Fátima permitid que ande, Señora de Fátima permitid que vea, Señora de Fátima permitid que oiga, Señora de Fátima sanadme, Señora de Fátima, Señora de Fátima, los mudos no piden, sólo miran, si aún tienen ojos, por más que Ricardo Reis aguza el oído no consigue oír, Señora de Fátima pon tu mirada en mi brazo izquierdo y cúrame si puedes, no tentarás al Señor tu Dios ni a Su Señora Madre, y, bien pensado, no se debería pedir sino aceptar, esto mandaría la humildad, sólo Dios sabe lo que nos conviene.

56
{"b":"125152","o":1}