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En la estación de Fátima el tren quedó vacío. Hubo empujones de peregrinos a quienes ya había dado en el rostro el perfume sagrado, clamores de familias súbitamente divididas, la plaza frontera parecía un campamento militar en preparativos de combate. La mayor parte de esta gente hará a pie la caminata de veinte kilómetros hasta Cova de Iria, otras corren hacia las colas de las camionetas de servicio, son los de pierna renca y corto huelgo, que en este esfuerzo acaban de baldarse. Está limpio el cielo, el sol fuerte y cálido. Ricardo Reis buscó un sitio donde almorzar. No faltaban ambulantes vendiendo bollos, quesadas, cavaças de Caldas, higos secos, frutas del tiempo, cántaros de agua fresca, altramuces, piñones, almendras, pipas de girasol, pero de restaurantes nada merecedor de tal nombre, casas de comida pocas y a rebosar, tabernas donde ni entrar se puede, tendrá que recurrir a toda su paciencia antes de hacerse con tenedor, cuchillo y plato lleno. No obstante, obtuvo beneficio del fortísimo influjo espiritual que distingue a estos parajes, el caso es que, al verlo bien vestido, con aspecto de hombre urbano, hubo clientes que le dieron su vez, rústicamente, y gracias a esta cortesía pudo Ricardo Reis comer, antes de lo que esperaba, unos jureles fritos con patatas cocidas, aceite y vinagre, y luego unos huevos revueltos a la buena de Dios, que no había ni tiempo ni paciencia para más refinamientos. Bebió vino que podía ser de misa, comió un buen pan campesino, húmedo y pesado, y, tras dar las gracias a los compadres, salió en busca de transporte. La plaza se mostraba un poco más despejada, a la espera de otro tren, del sur o del norte, pero, venidos de lejos, a pie, no paraban de pasar peregrinos. Un autobús de línea atronaba con la bocina llamando roncamente para que ocuparan los últimos asientos vacíos, Ricardo Reis pegó una carrera, consiguió alcanzar un asiento, alzando la pierna por encima de los cestos, bultos y atadijos de mantas, excesivo esfuerzo para quien está en plena digestión y aplastado por el calor. Con muchas sacudidas pudo arrancar al fin el autobús, levantando nubes de polvo en la castigada carretera de alquitrán. Los cristales, sucios, apenas dejaban ver el paisaje ondulado, árido, bravío en algunos lugares, como de bosque virgen. El conductor tocaba la bocina sin descanso para abrirse paso entre los grupos de peregrinos lanzándolos hacia las cunetas, hacía molinetes con el volante para evitar los baches, y cada tres minutos escupía ruidosamente por la ventanilla abierta. El camino era un hormiguero de gente, una larga columna de peatones, pero también había carros de bueyes y tartanas, cada una con su andadura, a veces pasaba roncando un automóvil de lujo con chofer uniformado, señoras de edad vestidas de negro, de pardo ceniciento o azul nocturno, y caballeros corpulentos, con traje oscuro y el aire circunspecto de quien acaba de contar sus dineros y los halla acrecentados. El interior de los coches se podía ver cuando el veloz vehículo tenía que detener su marcha por estar taponado el camino por un numeroso grupo de romeros que llevan al frente, como guía espiritual y material, a su párroco, a quien hay que alabar por compartir de modo equitativo el sacrificio de sus ovejas, a pie como ellas, con los cascos en el polvo y la brida suelta. La mayor parte de esta gente va descalza, algunos llevan paraguas abiertos para defenderse del sol, son gente delicada de cabeza, que también la hay entre el pueblo, sujeta a desvanecimientos y deliquios. Se oyen cantos desafinados, las voces agudas de las mujeres suenan como un prolongado gemido, un llanto aún sin lágrimas, y los hombres, que casi nunca saben la letra, acentúan las sílabas tonantes sólo acompañando, especie de bajo continuo, a ellos no se les pide más, sólo que finjan. De vez en cuando aparece gente sentada en las lindes bajas, a la sombra de los árboles, descansando un poco, ganando fuerzas para el último trecho del camino, aprovechan la pausa para pegarle un bocado al pan con chorizo, a unos buñuelos de bacalao, a una sardina frita hace tres días en una aldea distante. Después vuelven al camino, más templados, las mujeres llevan en la cabeza los cestos de la comida, alguna da el pecho al niño mientras anda, y sobre toda esta gente cae el polvo en nubes al paso del autobús, pero nadie lo siente, nadie le da importancia, es lo que hace el hábito, al monje y al peregrino, el sudor resbala por la frente, abre surcos en el polvo, se llevan el dorso de la mano a la cara para limpiarse, todavía peor, esto ya no es suciedad, es roña. Con el calor, los rostros quedan negros, pero las mujeres no se quitan los pañuelos de la cabeza, ni los hombres se despojan de las chaquetas de paño grueso, no se desabrochan el cuello de la camisa, este pueblo tiene aún la memoria inconsciente de las costumbres del desierto, sigue creyendo que lo que protege del frío protege del calor, por eso se cubre por completo, como si se ocultara. En una revuelta del camino se agrupa la gente bajo un árbol, se oyen gritos, mujeres que se tiran de los pelos, se ve a un hombre caído en el suelo. El autobús aminora el paso para que los pasajeros puedan apreciar el espectáculo, pero Ricardo Reis dice, grita al conductor, Pare ahí, déjeme ver qué pasa, soy médico. Se oyen murmullos de protesta, los pasajeros tienen prisa por llegar a las tierras del milagro, pero acaban callándose por vergüenza de mostrarse inhumanos. Ricardo Reis se apeó, se abrió camino, se arrodilló en el polvo, junto al hombre, le buscó la arteria, estaba muerto. Está muerto, dijo, para decir sólo esto no valía la pena haber interrumpido el viaje. Sirvió para que redoblaran los llantos, la familia era numerosa, sólo la viuda, una vieja aún más vieja que el muerto, ahora sin edad, miraba con los ojos secos, apenas le temblaban los labios, las manos retorcían los flecos del chal. Dos hombres montaron en el autobús para comunicar lo ocurrido a la autoridad en Fátima, ella providenciará para que el muerto sea retirado de allí y enterrado en el cementerio más cercano. Ricardo Reis va sentado en su sitio, blanco ahora de miradas y atenciones, un señor doctor en este autobús, es gran consuelo una compañía así, aunque esta vez no haya servido de mucho, sólo para comprobar el óbito. Los hombres informaban a su alrededor, Venía ya malo, lo que tenía que haber hecho era quedarse en casa, pero se empeñó en venir, dijo que si lo dejábamos allí se colgaba de la viga de la cocina, vino de lejos, nadie escapa a su destino. Ricardo Reis asintió con la cabeza, ni se dio cuenta de que lo hacía, sí señor, el destino, confiemos en que bajo aquel árbol alguien alce una cruz para edificación de futuros viajeros, un padrenuestro por el alma de quien murió sin confesión ni santos óleos, pero camino ya del cielo desde que salió de casa, Y si este viejo se llamara Lázaro, y si se apareciera Jesucristo en la curva del camino, iba de paso para Cova de Iria, a ver los milagros, y lo vio todo, es lo que hace la experiencia, se abrió camino entre los mirones, a uno que protestaba, le dice, No sabe usted con quién está hablando, y acercándose a la vieja, que no es capaz de llorar, le dice, Déjame a mí, avanza dos pasos, hace la señal de la cruz, singular premonición la suya, sabiendo nosotros, dado que está aquí, que aún no fue crucificado, y clama, Lázaro, levántate y anda, y Lázaro se levantó del suelo, fue uno más, da un abrazo a la mujer, que al fin ya puede llorar, y todo vuelve a ser como antes, cuando al cabo de un rato llegue el furgón con los camilleros y la autoridad para levantar el cadáver, no faltará quien pregunte, Por qué buscáis al vivo entre los muertos, y dirán más, No está aquí, ha resucitado. En Cova de Iria, pese al esmero infinito, nunca hicieron nada semejante.

Éste es el lugar. Se detiene el autobús, el escape suelta los últimos estampidos, hierve el radiador como las calderas del infierno, mientras bajan los pasajeros el conductor va a destornillar la tapa, protegiéndose las manos con un trapo, suben al cielo nubes de vapor, incienso de la mecánica, pebetero, con este sol tan fuerte no es de admirar que la cabeza desvaríe. Ricardo Reis se une al flujo de peregrinos, empieza a imaginar cómo será este espectáculo visto desde el cielo, hormigueros de gente avanzando desde todos los puntos cardinales y colaterales, como una enorme estrella, este pensamiento le hace alzar los ojos, o quizá fue el ruido de un motor lo que le llevó a pensar en alturas y visiones superiores. Allá arriba, trazando un amplio círculo, un avión lanzaba prospectos, serían oraciones para entonar a coro, serían recados de Dios Nuestro Señor, disculpándose tal vez por no poder venir hoy, diciendo que ha mandado a su Divino Hijo en su lugar, que ha hecho ya un milagro en la curva del camino, y de los buenos, descienden lentamente los papeles en el aire calmo, no corre una brisa, y los peregrinos, nariz en alto, lanzan las manos ansiosas hacia los prospectos blancos, amarillos, verdes, azules, tal vez allí se indique el itinerario hacia las puertas del paraíso, muchos de estos hombres y mujeres se quedan con los prospectos en la mano y no saben qué hacer con ellos, son los analfabetos, en gran mayoría en esta mística asamblea, un hombre vestido de zaragüelles pregunta a Ricardo Reis, le ha visto pinta de letrado, Qué pone aquí, señor, y Ricardo Reis responde, Es un anuncio de Bovril, el preguntador miró desconfiado, pensó si debía preguntar qué bovil era ése, luego dobló el papel en cuatro, lo metió en el bolsillo de la chaqueta, guarda lo inútil y encontrarás lo necesario, siempre servirá para algo una hoja de papel de seda.

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