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Ricardo Reis está acostado, la cabeza de Lidia reposa sobre su brazo derecho, sólo una sábana cubre sus cuerpos sudados, él desnudo, ella con el camisón enrollado en la cintura, olvidados ambos, o recordando sólo al principio, pero pronto tranquilos, la mañana aquella en que él se dio cuenta de que no podía y ella no sabía qué mal había hecho para ser rechazada. En los balcones de atrás las vecinas cambiaban frases de doble sentido, gestos que subrayan sus palabras, guiños, Ahí están otra vez, Está el mundo perdido, Parece imposible, Qué poca vergüenza, A mí, me iba a hacer eso, Ni por oro ni por plata, y a este verso perdido se debería responder con otro, Ni con hilos de algodón, si no estuvieran estas mujeres tan crispadas y envidiosas, si fueran aún las niñas de antaño, bailando con vestiditos cortos, cantando en el jardín cantares de corro, juegos inocentes, ay qué lindas eran. Lidia se siente feliz, mujer que con tanto placer se acuesta no tiene oídos, que maldigan las voces en zaguanes y patios, a ella no le hacen nada las miradas de mal de ojo cuando en la escalera se cruza con las vecinas virtuosas e hipócritas. Dentro de poco tendrá que levantarse para ordenar la casa, lavar los platos sucios que se han ido acumulando, planchar los pañuelos y las camisas de este hombre que está acostado a su lado, quién me había de decir que yo sería, qué nombre me daré, amiga, amante, ni una cosa ni otra, de esta Lidia no se dirá, Lidia está liada con Ricardo Reis, o Conoces a Lidia, la querida de Ricardo Reis, si de ella alguna vez se habla, será así, Ricardo Reis tenía una asistenta que estaba muy buena, mujer para todo, le salía bien barato. Lidia extiende las piernas, se acerca a él, es un último movimiento de placer tranquilo, Hace calor, dice Ricardo Reis, y ella se aparta un poco, le libera el brazo, después se sienta en la cama, busca la falda, es hora de empezar a trabajar. Es entonces cuando él dice, Mañana voy a Fátima. Ella creyó haber oído mal, preguntó, Que va a dónde, A Fátima, Creía que usted no era hombre de iglesia, Voy por curiosidad, Yo nunca fui, en mi familia no somos mucho de misa, Es sorprendente, quería decir Ricardo Reis que la gente del pueblo es la que suele tener tales devociones, y Lidia no respondió ni sí ni no, se había bajado de la cama, se vistió rápidamente, apenas oyó que Ricardo Reis añadía, Me servirá de paseo, estoy siempre metido aquí, pensaba ya en otras cosas, Va a estar allí muchos días, preguntó, No, sólo ir y volver, Y dónde va a dormir, aquello es el acabóse, dicen que la gente tiene que dormir al raso, Ya veré, nadie se muere por pasar una noche en claro, A lo mejor encuentra a la señorita Marcenda, A quién, A la señorita Marcenda, me dijo que iba a Fátima este mes, Ah, Y me dijo también que no vendría más al médico a Lisboa, que no tiene cura, pobrecilla, Sabes mucho de la vida de la señorita Marcenda, Sé poco, sólo sé que va a Fátima y que no volverá a Lisboa, Lo sientes, Siempre me ha tratado bien, No es lógico que la encuentre en medio de esa multitud, A veces ocurren cosas así, aquí estoy yo, en su casa, y quién me lo iba a decir, sólo con que al llegar de Brasil hubiera ido a otro hotel, Son casualidades de la vida, Es el destino, Crees en el destino, Nada hay más seguro que el destino, La muerte es aún más segura, La muerte también es el destino, y ahora voy a plancharle las camisas, a lavar los platos, y, si tengo tiempo, aún iré a ver a mi madre, siempre se está quejando de que no voy por allí.

Recostado en las almohadas, Ricardo Reis abrió un libro, no el de Herbert Quain, dudaba si algún día iba a llegar al fin de la lectura, éste era el Desaparecido de Carlos Queirós, poeta que podría haber sido sobrino de Fernando Pessoa si el destino lo hubiera querido. Un minuto después se dio cuenta de que no estaba leyendo, tenía los ojos clavados en una página, en un único verso cuyo sentido se había cerrado de repente, singular muchacha esta Lidia, dice las cosas más simples y parece decirlas como si sólo mostrara la piel de otras palabras profundas que no puede o no quiere pronunciar, si yo no le hubiera dicho que he decidido ir a Fátima, probablemente no me habría hablado de Marcenda, o se quedaría callada, guardando el secreto por despecho o celos, es posible, lo demostró allá en el hotel, y estas dos mujeres, la huésped y la camarera, la rica y la pobre, qué conversaciones habría entre ellas, quizá hablaran de mí, sin sospechar la una de la otra, o, al contrario, sospechando y jugando de Eva a Eva, con tanteos y avances, fintas, insinuaciones leves, silencios tácitos, a no ser que, al revés, sea cosa de hombre este juego de damas bajo la cobertura del músculo violento, pudo ocurrir muy bien que un día Marcenda dijera simplemente, El doctor Ricardo Reis me dio un beso, pero de ahí no pasamos, y Lidia, simplemente, respondiera, Yo me acuesto con él, y me acosté antes de que me besara, luego seguirían charlando sobre la importancia y el significado de estas diferencias, Sólo me besa cuando estamos en la cama, antes y durante eso que ya sabe, nunca después, A mí me dijo, Voy a besarla, pero eso que dices que yo sé, sólo sé que se hace, no sé qué es, porque nunca me lo hicieron, Bueno, usted, señorita Marcenda, un día se casará, tendrá un marido, ya verá cómo es eso, Tú que lo sabes, dime si es bonito, Cuando una está enamorada, Y tú, lo estás, Lo estoy, Yo también, pero nunca volveré a verle, Podían casarse los dos, Si nos casáramos, tal vez dejara de amarle, Yo creo que lo querría siempre, la charla no acabó aquí, pero las voces se fueron convirtiendo en un murmullo secreto, estarán hablando quizá de íntimas sensaciones, flaqueza de mujeres, ahora, sí, es conversación de Eva a Eva, que se retire Adán, que está de más. Ricardo Reis desistió de leer, no bastaba ya su propia desatención, dio con una pescadera en la página, mayúscula, Oh Pescadera, pasa tú primero, que eres la flor de la raza, la gracia del país, no les perdonéis, Señor, que saben lo que hacen, terribles serían las discusiones poéticas entre tío y sobrino, Usted, Pessoa, Usted, Queirós, para mí lo que los dioses en su arbitrio me dejaron, la consciencia lúcida y solemne de las cosas y los seres. Se levantó, se puso la bata, robe de chambre en la más culta lengua francesa, y, de pantuflas, sintiendo en los tobillos la caricia de los faldones, fue en busca de Lidia. Estaba en la cocina, planchando, se había quitado la blusa para estar más fresca, y, viéndola así, blanca la piel, roja por el esfuerzo, pensó Ricardo Reis que le debía un beso, la cogió tiernamente por los hombros desnudos, la atrajo hacia sí, y, sin más pensamientos, la besó lentamente, dando tiempo al tiempo, a los labios espacio, y a la lengua, y a los dientes, quedó Lidia sin huelgos, por primera vez este beso desde que se conocían, ahora le podrá decir a Marcenda, si vuelve a verla, No me dijo Voy a besarte, pero me besó. Al día siguiente, tan temprano que creyó prudente buscar la colaboración del despertador, Ricardo Reis partió hacia Fátima. El tren salía de Rossio a las cinco y cincuenta y cinco minutos, y media hora antes de que el tren entrara en línea ya los andenes estaban llenos de gente, hombres y mujeres de toda edad cargados con cestos, sacos, mantas, garrafones, hablando en voz alta, llamándose unos a otros, Ricardo Reis había tenido la prudencia de sacar un billete de primera, con reserva, revisor saludando gorra en mano, escaso de equipaje, sólo un maletín, no había hecho caso de la advertencia de Lidia, Allá la gente tiene que dormir al raso, ya lo vería cuando llegara, seguro que se encuentra alojamiento cómodo para viajeros y peregrinos, si uno es gente de calidad. Sentado junto a la ventanilla, en confortable asiento, Ricardo Reis mira el paisaje, el gran Tajo, las orillas aún inundadas aquí y allá, ganado bravo pastando, sobre el lienzo brillante del río las fragatas de agua arriba, en dieciséis años de ausencia lo había olvidado, y ahora las nuevas imágenes se unían, coincidentes, a las imágenes que la memoria iba resucitando, como si aún ayer hubiera pasado por aquí. En las estaciones y apeaderos entra más gente, es un tren tranvía, en tercera no debe de quedar ni un sitio libre desde Rossio, gente entorpeciendo el paso en los corredores, probablemente había empezado ya la invasión de la segunda clase, pronto empezarán a aparecer por aquí, de nada sirve protestar, quien quiera sosiego y rueda libre que vaya en coche. Pasado Santarem, en la larga subida que lleva a Vale de Figueira, el tren resuella, lanza chorros rápidos de vapor, jadea, es mucha la carga, y va tan lento que daría tiempo a apearse, coger unas flores de los setos y, en una carrerilla, saltar al estribo. Ricardo Reis sabe que de los pasajeros que van en este departamento sólo dos no bajarán en Fátima. Los romeros hablan de promesas, disputan sobre quién lleva la primacía en número de peregrinaciones, hay quien dice, y quizá sea verdad, que en los últimos cinco años no ha faltado ni una vez, hay quien añade tal vez mintiendo que, por su parte, con ésta son ocho, por ahora nadie se ha envanecido de su amistad con la hermana Lucía, a Ricardo Reis estos diálogos le recuerdan las charlas de sala de espera, las tenebrosas confidencias sobre las bocas del cuerpo, donde todo bien se experimenta y todo mal acontece. En la estación de Mato de Miranda pese a que aquí nadie ha subido, hubo retraso, el respirar de la máquina se oía lejos, allá en la curva, sobre los olivares planeaba un inmenso sosiego. Ricardo Reis bajó el cristal, miró hacia fuera. Una vieja, descalza, vestida de oscuro, abrazaba a un mozuelo flaco, de unos trece años, y le decía, Hijito, hijito, estaban los dos a la espera de que el tren se pusiera de nuevo en marcha para poder atravesar la vía, éstos no iban a Fátima, la vieja había venido a esperar al nieto que vive en Lisboa, llamarle hijo fue sólo señal de amor, que, dicen los entendidos, no hay ninguno por encima de éste. Se oyó el pito del jefe de estación, silbó la locomotora, hizo pf, pf, pf, espaciadamente, aceleró poco a poco, ahora el camino era recto, parece como si fuera un exprés. Se abrió el apetito con el aire de la mañana, sacan los primeros fardeles, estando tan lejos aún la hora de la comida. Ricardo Reis va con los ojos cerrados dormita al vaivén del vagón, como en una cuna, sueña intensamente, pero cuando despierta no consigue recordar lo que soñó, piensa que no tuvo oportunidad de avisar a Fernando Pessoa de que iba a Fátima, qué pensará si se le ocurre aparecer por casa y no me encuentra, creerá que me he vuelto a Brasil, sin una palabra de despedida, la última. Después construye en la imaginación una escena, un lance en el que Marcenda es figura principal, la ve arrodillada, con las manos juntas, los dedos de la mano derecha entrelazados con los de la izquierda, sosteniéndola así en el aire, alzando el peso muerto, pasó la imagen de la Virgen Nuestra Señora y no ocurrió el milagro, no es extraño, mujer de poca fe, entonces se acerca Ricardo Reis, Marcenda se había levantado, resignada, y él entonces pone sobre su seno los dedos índice y corazón, juntos al lado del corazón, no fue preciso más, Milagro, milagro, gritan los peregrinos, olvidados de sus propios males, les basta el milagro ajeno, ahora afluyen, traídos en confusión o venidos por su difícil pie, los lisiados, los paralíticos, los tísicos, los llagados, los frenéticos, los ciegos, es toda la multitud que rodea a Ricardo Reis, implorando una nueva misericordia, y Marcenda, tras el bosque de cabezas aulladoras, alza los dos brazos y desaparece, criatura ingrata, se vio servida y ahora se va. Ricardo Reis abrió los ojos, sin creer que se había quedado dormido, preguntó al pasajero de al lado, Cuánto falta aún, Estamos llegando, pues sí, había dormido, y mucho.

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