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Ricardo Reis volvió al despacho, apartó la cortina, Marcenda aún no había llegado al fondo de la escalera. La penumbra del atardecer cubría la plaza. Las palomas se recogían en las ramas altas de los olmos, en silencio, como fantasmas, como las sombras de otras palomas que en aquellas mismas ramas se hubieran posado en años pasados, o en las ruinas que en este lugar hubo antes de que limpiaran el terreno para hacer una plaza y levantar la estatua. Ahora Marcenda atraviesa la plaza en dirección a la Rua do Alecrim, se vuelve para ver si la paloma está posada aún en el brazo de Camões, y entre las ramas floridas de los tilos distingue una silueta blanca tras los cristales, si alguien se ha fijado en estos movimientos no habrá entendido su sentido, ni siquiera Carlota, oculta en un vano de la escalera, al acecho, a ver si la visitante volvía al consultorio para hablar a sus anchas con el doctor, no estaría mal pensado, pero Marcenda no hizo tal cosa, y Ricardo Reís no llegó a preguntarse a sí mismo si se había quedado allí por esta razón.

A los pocos días llegó una carta, con el conocido color de violeta exangüe, el mismo tachón negro sobre el sello, la misma caligrafía que conocemos, angulosa al faltarle al papel el apoyo de la otra mano, la misma pausa larga antes de que Ricardo Reis abriera el sobre, la misma mirada apagada, las mismas palabras, Fue una imprudencia ir a verlo, no volverá a ocurrir, nunca más volveremos a vernos, pero créame, permanecerá para siempre en mi recuerdo, viva lo que viva, y si las cosas fueran diferentes, si yo tuviera más años, si este brazo sin remedio, sí, es verdad, me han desengañado, el médico acabó por reconocer que no tengo cura, que son tiempo perdido los baños de luz, las corrientes galvánicas, los masajes, yo lo esperaba ya, ni ganas de llorar tuve, y no es de mí de quien tengo pena, es de mi brazo, pienso en él como en un niño que nunca podrá salir de la cuna, lo acaricio como si no me perteneciera, animalito encontrado en la calle, pobre brazo, qué sería de él sin mí, adiós, amigo mío, mi padre sigue diciendo que debo ir a Fátima, y voy a ir, aunque sólo sea por complacerle, si es esto lo que precisa para quedar en paz con su conciencia, así acabará por pensar que fue voluntad de Dios, bien se sabe que contra la voluntad de Dios nada podemos hacer ni debemos intentar, amigo mío, no le digo que se olvide de mí, al contrario, le pido que me recuerde todos los días, pero no me escriba, nunca más iré a lista de correos, y ahora termino, acabo, lo he dicho todo ya. Marcenda no escribe así, es escrupulosa en la obediencia a las reglas de la sintaxis, minuciosa en la puntuación, pero la lectura de Ricardo Reis, saltando de línea en línea, en busca de lo esencial, despreció el tejido conjuntivo, uno o dos signos de exclamación, unas reticencias pretendidamente elocuentes, e incluso cuando hizo la segunda lectura, la tercera, no leyó más de lo que había leído antes, porque lo había leído todo, y Marcenda lo había dicho también todo. Un hombre recibe una carta lacrada al salir del puerto, la abre en medio del océano, sólo agua y cielo, y la tabla donde sus pies se asientan, y lo que alguien escribió en la carta es que en adelante no habrá más puertos donde recogerse, en las tierras desconocidas que encontrará, ni otro destino que el del Holandés Errante, sólo navegar, izar y arriar velas, darle a la bomba, remendar y puntear, raspar la herrumbre, esperar. Va a la ventana, aún con la carta en la mano, ve al gigante Adamastor, a los dos viejos sentados a su sombra, y se pregunta si este desaliento no será representación suya, movimiento teatral, si en verdad creyó alguna vez que amaba a Marcenda, si en su más oscura intimidad querría realmente casarse con ella, y para qué, o si todo esto no será banal efecto de la soledad, de la pura necesidad de creer que algunas cosas buenas son posibles en la vida, el amor, por ejemplo, la felicidad de que hablan constantemente los infelices, posibles felicidad y amor para este Ricardo Reis, o para ese Fernando Pessoa, si no estuviera muerto. Marcenda existe, sin duda, esta carta la ha escrito ella, pero Marcenda, quién es, qué hay de común entre aquella muchacha vista por primera vez en el comedor del Hotel Bragança, cuando aún no tenía nombre, y esta a cuyo nombre y persona vinieron luego a unirse pensamientos, sensaciones, palabras, que Ricardo Reis dijo, sintió y pensó, Marcenda lugar de fijación, quién era entonces, y hoy, quién es, senda en el mar que se apaga tras el paso del navío, por ahora alguna espuma aún, el torbellino del timón, por dónde he pasado, qué fue lo que por mí pasó. Ricardo Reis relee de nuevo la carta, la parte final, donde dice, No me escriba, y se dice a sí mismo que no acatará la orden, que responderá, sí, para decir no sabe qué, luego se verá, y si ella hace lo que promete, si no va a recoger la carta en lista de correos, que se quede la carta a la espera, lo que importa es haberla escrito, no el que sea leída. Pero inmediatamente recordó que el doctor Sampaio es muy conocido en Coimbra, notario y fuerza viva, y que en Correos habrá, como públicamente se reconoce, mucho empleado concienzudo y cumplidor, no se puede excluir la hipótesis, por remota que sea, de que la carta clandestina vaya a parar a la residencia, o peor aún, al despacho del notario, con el consiguiente escándalo. No escribirá. En esa carta pondría todo lo que no ha llegado a ser dicho, no tanto la esperanza de cambiar el curso de las cosas, sino para que claro y entendido que esas cosas son tantas que, ni diciéndolo todo sobre ellas, se modificaría su curso. Pero le gustaría que, al menos, supiera Marcenda que el doctor Ricardo Reis, el mismo que la besó y le pidió casamiento, es poeta, no sólo un vulgar médico de medicina general, metido a cardiólogo y tisiólogo sustituto, aunque sustituto nada malo, pese a faltarle habilitación científica, pues no consta que haya aumentado dramáticamente la mortandad en aquellos foros nosológicos desde que entró en ejercicio. Imagina las reacciones de Marcenda, la sorpresa, la admiración, si entonces le hubiera dicho, Marcenda, no sé si sabe usted que soy poeta, así, como quien no quiere la cosa, como si no le diera importancia, claro que ella entendería la modestia, y le habría gustado saberlo, romántica, lo miraría con dulce suavidad, Este hombre, de casi cincuenta años y que me ama, es poeta, qué bien, qué suerte la mía, ahora veo cuán diferente es ser amada por un poeta, le voy a pedir que lea sus poemas, apuesto a que me dedica alguno, eso suelen hacer los poetas, dedican mucho. Entonces Ricardo Reis explicaría, para prevenir celos eventuales, que esas mujeres de quienes Marcenda va a oír hablar no son mujeres verdaderas, sino abstracciones líricas, pretextos, interlocutor inventado, si es que merece el nombre de interlocutor alguien a quien no fue dada voz, a las musas no se les pide que hablen, sólo que sean, Neera, Lidia, Cloe, ya ve qué coincidencia, yo me paso tantos años escribiendo poemas a Lidia, una Lidia desconocida, incorpórea, y me encuentro en un hotel con una camarera que lleva ese nombre, sólo el nombre, pues en lo demás no se parecen en nada. Ricardo Reis explica y vuelve a explicar, y no porque la materia sea dudosa hasta este punto, sino porque teme el paso siguiente, qué poema irá a elegir, qué dirá Marcenda después de oírlo, qué expresión habrá en su rostro, tal vez le diga que quiere ver con sus propios ojos lo que acaba de oír y haga en voz baja su propia lectura, En un fluido incierto nexo, como el río cuyas ondas son él, así tus días ve, y si te vieres pasar, como a otra persona, calla. Leyó y volvió a leer, se ve en su mirada que ha comprendido, quizá le haya ayudado un recuerdo, el de las palabras que él dijo en el consultorio la última vez que estuvimos juntos, Alguien que se sentó a la orilla del río a ver pasar lo que el río lleva, a la espera de verse pasar a sí mismo en la corriente, claro que entre la prosa y la poesía tiene que haber ciertas diferencias, por eso entendí tan bien la primera vez y ahora he empezado a entender tan mal. Ricardo Reis pregunta, Le ha gustado, y ella dice, Muchísimo, no puede haber mejor ni más lisonjera opinión, pero los poetas son eternos insatisfechos, a éste le han dicho lo más que se puede decir, al propio Dios le gustaría que dijeran esto del mundo que creó, y al fin se le veló la mirada de melancolía, suspira, aquí está Adamastor que no consigue arrancarse del mármol al que lo han prendido engaño y decepción, convertida en roca la carne y el hueso, petrificada la lengua, Por qué se ha quedado tan callado, pregunta Marcenda, y él no responde.

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