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Fue tres días después cuando Marcenda apareció por el consultorio. Le dijo a la enfermera que quería ser la última en ser visitada, que no venía como enferma, Le ruego que diga al doctor que está aquí Marcenda Sampaio, pero sólo cuando ya no queden enfermos por visitar, y le metió en el bolsillo un billete de veinte escudos, llegado el momento la empleada fue con el recado, Ricardo Reis se había quitado ya la bata blanca, hábito casi talar que apenas le daba por medio de la pierna, así ni llegaba a sumo sacerdote de esta religión sanitaria, sólo sacristán, para limpiar vinajeras, encender las velas y apagarlas, para llenar los certificados, de defunción, claro está, algunas veces había sentido una pena difusa, cierto disgusto, por no haberse especializado en obstetricia, no por ser estos órganos los más íntimos y preciosos de la mujer, sino porque en ellos se hacen los hijos, de los otros, y sirven éstos de compensación cuando los nuestros faltan o no los conocemos. Oiría latir los nuevos corazones del mundo, algunas veces podría recibir en las manos a los sucios, pegajosos animalitos, entre sangre y moco, entre lágrimas y sudor, oír su primer grito, aquel que no tiene significado, o lo tiene, qué sabemos nosotros. Volvió a ponerse la bata, no atinaba con las mangas, súbitamente torcidas, mal cortadas, dudó entre recibir a Marcenda en la puerta o esperarla tras la mesa del despacho, con la mano profesionalmente colocada sobre el vademécum, fuente de toda sabiduría, biblia del dolor, acabó por acercarse a la ventana que daba a la plaza, a los olmos, a los tilos florecidos, a la estatua del mosquetero, allí le hubiera gustado recibir a Marcenda, si no fuera absurdo tal comportamiento, y decirle, Estamos en primavera, mire qué gracia tiene aquella paloma posada en la cabeza de Camões, y las otras posadas en los hombros, es la única justificación y utilidad de las estatuas, servir de palo de gallinero a las palomas, pero las conveniencias de este mundo tienen más fuerza, Marcenda apareció en la puerta, Entre, por favor, decía halagadora la enfermera, sutil persona, muy competente en el arte de distinguir posiciones sociales y niveles de riqueza, Ricardo Reis olvidó los olmos, los tilos, las palomas levantaron el vuelo, algo las asustó, o les dio por mover las alas, volar, en la Plaza de Luis de Camões está prohibida la caza todo el año, si esta mujer fuera paloma, con el ala herida, no podría volar, Cómo le va, Marcenda, me alegro de verla, y su padre, cómo está, Bien, gracias, doctor, él no puede venir, le envía un saludo, así instruida, la enfermera se retiró, cerró la puerta. Las manos de Ricardo Reis estrechan aún la mano de Marcenda, se quedaron callados los dos, él hace un gesto indicando una silla, ella se sienta, no ha sacado la mano izquierda del bolsillo, hasta la enfermera, pese a su agudísima mirada, juraría que aquella señora que acaba de entrar en el despacho del doctor Ricardo Reis es persona sin defecto, y nada fea además, sólo un poquito flaca, pero, como es tan joven, hasta le queda bien la delgadez, Bien, déme noticias de su salud, dijo Ricardo Reis, y Marcenda respondió, Estoy como estaba, lo más probable es que no vuelva al médico, al menos a este de Lisboa, No hay ningún indicio de reanimación, de movimiento, ninguna alteración en la sensibilidad, Nada que pueda sustentar la menor esperanza, Y el corazón, Ése funciona, quiere verlo, No soy su médico, Pero ahora es especialista en cardiología, tiene otros conocimientos, puedo consultarlo, No le queda bien la ironía, me limito a hacerlo lo mejor que sé, y es poco, estoy sustituyendo transitoriamente a un colega, creo que se lo dije en la carta, En una de sus cartas, Haga cuenta de que no ha recibido la otra, que se perdió en el camino, Se arrepintió de haberla escrito, El arrepentimiento es la cosa más inútil de este mundo, en general quien se dice arrepentido lo único que quiere es conquistar perdón y olvido, en el fondo, cada uno de nosotros continúa satisfecho de sus culpas, Tampoco yo me arrepentí de haber ido a su casa, ni me arrepiento hoy, y si es culpa el haberme dejado besar, si es culpa el haber besado, acepto esa culpa y la acepto satisfecha también, Entre nosotros no hubo más que un beso, qué es un beso, no es pecado mortal, Fue mi primer beso, quizá por eso no me arrepiento, Nunca la besó nadie antes, Fue mi primer beso, Dentro de poco tendré que cerrar el consultorio, quiere venir a mi casa, estaríamos más a gusto para hablar, No, Entraríamos separados, con un largo intervalo, no la comprometería, Prefiero estar aquí el tiempo que pueda, No le iba a hacer nada, soy hombre sosegado, Qué quiere decir esa sonrisa, Nada especial, sólo confirma el sosiego del hombre, o, si quiere que le hable con mayor exactitud, diría que en mí hay ahora un sosiego total, las aguas duermen, fue eso lo que mi sonrisa quiso explicar, Prefiero no ir a su casa, prefiero estar aquí hablando, imagínese que soy una de sus enfermas, Qué le ocurre, pues, Esa sonrisa me gusta más, También a mí, la otra ni a mí mismo me gustaba. Marcenda sacó la mano izquierda del bolsillo, la acomodó en el regazo, puso sobre ella la otra mano, parecía como si fuera a empezar a exponer sus males, Verá usted, doctor, ya ve lo que le pasa a mi brazo, la desgracia que me tocó en suerte en la vida, como si no bastara el desconcierto del corazón, pero de todas estas palabras sólo aprovechó tres, La vida es un desconcierto de la suerte, vivíamos tan lejos uno del otro, eran tan diferentes las edades, los destinos, Está repitiendo lo que escribió en la carta, Me gusta usted Ricardo, pero no sé cuánto, Un hombre, a mi edad, queda ridículo haciendo declaraciones de amor, A mí me gustó leerlas, y me gusta oírlas, No estoy haciendo una declaración de amor, Sí lo está, Estamos intercambiando cumplidos, ramos de flores, y es verdad que son bonitas las flores, pero están ya cortadas, muertas, ellas no lo saben y nosotros hacemos como que no lo sabemos, Pongo mis flores en agua y me quedo mirándolas mientras duran sus colores, No tendrán tiempo sus ojos de cansarse, Ahora estoy mirándole a usted, No soy una flor, Es un hombre, soy capaz de percibir la diferencia, Un hombre sosegado, alguien que se ha sentado a orilla del río a ver pasar lo que el río lleva, tal vez a la espera de verse a sí mismo pasar en la corriente, En este momento creo que es a mí a quien está viendo, lo dice la expresión de sus ojos, Es verdad, la veo alejándose como una rama florida y un pájaro cantando sobre ella, No me haga llorar. Ricardo Reis se acercó a la ventana, entreabrió la cortina. No había palomas posadas en la estatua, volaban en círculos rápidos sobre la plaza, vertiginosas, en vorágine. Marcenda se aproxima también, Cuando vine había una paloma posada en el brazo, junto al corazón, Lo hacen mucho, es un lugar abrigado, Desde aquí no se ve, Está de espaldas a nosotros. Volvió a cerrarse la cortina. Se apartaron de la ventana, Marcenda dijo, Tengo que irme. Ricardo Reis le cogió la mano izquierda, se la llevó a los labios, después sopló blandamente, lento, como si estuviera reanimando a un ave transida de frío, un instante después era la boca de Marcenda lo que él besaba, y ella a él, segundo y ya voluntario beso, entonces, como una alta cascada, atronadora, la sangre de Ricardo Reis baja a profundas cavernas, metafórica manera de decir que se yergue su sexo, no estaba muerto por lo visto, ya le había dicho yo que no se preocupara. Lo notó Marcenda, por eso se apartó, para volver a sentirlo se aproximó de nuevo, y si se lo preguntaran juraría que no, virgen loca, pero las bocas no se habían separado, al fin ella gimió, Tengo que irme, se soltó de sus brazos, se sentó sin fuerzas en la silla, Marcenda, cásese conmigo, dijo Ricardo Reis, ella lo miró, súbitamente pálida, después dijo, No, lo dijo muy lentamente, parecía imposible que una palabra tan corta tardara tanto tiempo en pronunciarse, mucho más tiempo que las otras que dijo después, No seríamos felices. Durante unos minutos se quedaron callados, por tercera vez Marcenda dijo, Tengo que irme, pero ahora se levantaba y caminaba hacia la puerta, él la siguió, quería retenerla, pero Marcenda estaba ya en el pasillo, al fondo aparecía la enfermera, entonces Ricardo Reis dijo en voz alta, La acompaño, y así lo hizo, se despidieron dándose la mano, él dijo, Saludos a su padre, ella habló de otra cosa, Un día, y no acabó la frase, alguien la continuará, sabe Dios cuándo y para qué, otro la concluirá más tarde, y en qué lugar, por ahora es esto sólo, Un día. La puerta está cerrada, la enfermera pregunta, Me necesita aún, doctor, No, Entonces, con su permiso, ya se han ido todos, los otros doctores también, Yo me quedaré aún unos minutos, tengo que ordenar unos papeles, Buenas tardes, doctor, Buenas tardes, Carlota, éste era su nombre.

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