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Un día puede que venga algún curioso a investigar qué maneras tenía Ricardo Reis en la mesa, si sorbía ruidosamente la sopa, si al comer cambiaba el cuchillo y el tenedor de manos, si se limpiaba la boca antes de echar un trago o manchaba el vaso, si hacía uso inmoderado de los mondadientes, si al acabar de comer desabrochaba el chaleco si comprobaba la cuenta línea a línea, estos camareros galaico-portugueses probablemente dirán que nunca se fijaron, Hay de todo, dirán, con el tiempo uno ya ni repara en nada, cada uno come como aprendió, pero la idea que nos ha quedado en la cabeza es que el doctor era hombre educado, entraba, daba las buenas tardes o buenas noches, decía qué quería comer, y luego no molestaba para nada, como si no estuviera, Comía siempre solo, Siempre, pero tenía una costumbre, Cuál, Cuando íbamos a retirar el otro cubierto de la mesa, el que estaba frente a él, pedía que lo dejáramos, que así parecía la mesa más puesta, y una vez, conmigo, hasta ocurrió una cosa, Qué cosa, Cuando le serví el vino me equivoqué y llené dos vasos, el suyo y el de la otra persona que no estaba allí, no sé si me entiende, Entiendo perfectamente, y qué pasó, Entonces me dijo que estaba bien así, y desde entonces le llenaba siempre el otro vaso, cuando acababa de comer se lo bebía de un trago, cerraba los ojos para beber, Qué extraño, Nosotros, los camareros, vemos cosas muy raras, Y hacía lo mismo en todos los restaurantes adonde iba, Ah, eso no lo sé, tendría que preguntarlo, Recuerda si alguna vez se encontró con un amigo o conocido, aunque no se sentaran a la misma mesa, Nunca, era como si acabara de llegar de un país extranjero, como cuando yo vine de Xunqueira de Ambía, no sé si me entiende, Le entiendo muy bien, todos hemos pasado por eso, Desea algo más, tengo que ir a servir a aquel cliente del rincón, Vaya, vaya, gracias por la información. Ricardo Reis acabó de tomar el café, que se había ido enfriando, y luego pidió la cuenta. Mientras esperaba sostuvo con las dos manos el segundo vaso, aún casi lleno, lo levantó como si saludara a alguien sentado ante él, luego, lentamente, entornando los ojos se bebió el vino. Sin comprobar la cuenta, pagó, dejó la propina, ni escasa ni pródiga, gratificación de parroquiano habitual, dio las buenas noches y salió, Se ha dado cuenta, así siempre. Parado en el borde de la acera, Ricardo Reis mira indeciso, el cielo está encapotado, el aire húmedo, pero las nubes, aunque muy bajas, no parecen amenazar lluvia. Hay un momento infalible en que le viene la nostalgia del Hotel Bragança, ahora mismo acaba de cenar, dice Hasta mañana, Ramón, y se va a sentar en una butaca de la sala, de espaldas al espejo, dentro de un momento vendrá el gerente Salvador a preguntar si quiere que le sirvan un café, o un aguardiente, o un digestivo, doctor, especial de la casa, y él dirá que no, que nunca bebe, el timbre del fondo de la escalera ha dado la señal, el paje levanta la luz para ver quién entra, será Marcenda, el tren del Norte ha llegado hoy con mucho retraso. Se acerca un tranvía, en el cartel iluminado pone Estrela, y la parada está aquí mismo, ha sido una casualidad, el conductor ha visto a este señor parado en el bordillo, cierto es que no hace ningún gesto indicándole que pare, no obstante, para un conductor con experiencia es evidente que está esperando. Ricardo Reis subió a la plataforma, se sentó, a estas horas el tranvía va casi vacío, tilín-tilín, tocó el conductor, el viaje es largo por este itinerario, sube por la Avenida da Liberdade, luego tira por la Rua de Alexandre Herculano, atraviesa la Plaza do Brasil, Rua das Amoreiras arriba, allá en lo alto la Rua de Silva Carvalho, el barrio de Campo de Ourique, la Rua Ferreira Borges, allí en la encrucijada, mismo al empezar la Rua de Domingos Sequeira baja Ricardo Reis del tranvía, pasan ya de las diez, poca gente anda fuera de casa, en las altas fachadas de los edificios casi no se ven luces, ocurre así generalmente, los que viven en estas casas están en la parte de atrás, las mujeres en las cocinas acabando de lavar los platos, los chiquillos acostados ya, los hombres bostezando ante el periódico o intentando coger Radio Sevilla entre los temblores, los rugidos y los desmayos de la estática, y no por cualquier razón especial, sólo, tal vez, porque nunca pudieron ir allá. Ricardo Reis sigue por la Rua de Saraiva de Carvalho hacia el cementerio, a medida que se aproxima se hacen más raros los transeúntes, aún está lejos de su destino y ya va solo, desaparece en las zonas de sombra entre dos faroles, resurge a la luz amarilla, un poco más allá, en la oscuridad, se oye un rumor de llaves, es el guardia nocturno de la zona que empieza su ronda. Ricardo Reis atraviesa la plaza en dirección al portalón cerrado. El sereno lo mira de lejos, luego sigue su camino, alguien que va a llorar su dolor a estas horas nocturnas, se le habrá muerto la mujer, o un hijo, pobre hombre. O la madre, puede haber sido muy bien la madre, las madres se están muriendo siempre, una vieja muy vieja que al cerrar los ojos no vio a su hijo, por dónde andará, pensó, y se murió luego, así se separan las personas, quizá por ser el responsable de la tranquilidad de estas calles el sereno es muy dado a reflexiones sentimentales, de su propia madre no se acuerda ya, cuántas veces ocurre así, tenemos lástima unos de otros, no de uno mismo. Ricardo Reis se acerca a la verja, la toca con las manos, desde dentro, casi inaudible, llega un susurro, es la brisa que circula entre las agujas de los cipreses, pobres árboles que ni hojas tienen, pero esto es una ilusión de los sentidos, el rumor que oímos es sólo el de la respiración de quien duerme en aquellas casas altas, y en estas casas bajas fuera de los muros, un airecillo musical, el vaho de las palabras, la mujer que murmuró, Estoy cansada, me voy a acostar, es lo que dice Ricardo Reis para dentro, no las palabras todas, sólo Estoy cansado, metió una mano entre los hierros hizo un gesto, pero ninguna otra mano vino a estrechar la suya, hay que ver a lo que han llegado éstos, ni pueden ya levantar un brazo.

Fernando Pessoa apareció dos noches después, volvía Ricardo Reis de cenar sopa, un plato de pescado, pan, fruta, café, sobre la mesa dos vasos, el último sabor que lleva en la boca, como sabemos ya, es el del vino, pero de este parroquiano no hay un solo camarero que pueda afirmar, Bebía de más, se levantaba de la mesa cayéndose, fíjense en la curiosa expresión, levantarse de la mesa cayéndose, por eso el lenguaje resulta fascinante, parece una contradicción insuperable, nadie se levanta y cae al mismo tiempo, y, pese a todo, lo hemos visto abundantes veces, o lo hemos experimentado con nuestro propio cuerpo, pero de Ricardo Reis no hay testimonio en la historia de la embriaguez. Siempre ha estado lúcido cuando se le aparece Fernando Pessoa, está lúcido ahora cuando lo ve sentado, de espaldas, en el banco más próximo a Adamastor, es inconfundible aquel cuello alto y delgado, el pelo un poco ralo en lo alto de la cabeza, y además no son muchas las personas que andan por ahí a cuerpo y sin sombrero, verdad es que el tiempo se ha vuelto más ameno, pero aún refresca por la noche. Ricardo Reis se sentó al lado de Fernando Pessoa, en la oscuridad de la noche sobresale la blancura de la cara y de las manos, el albor de la camisa, el resto se confunde, apenas se distingue el traje negro de la sombra que la estatua proyecta, no hay nadie más en el jardín, al otro lado del río se ve una fila de inseguras luces a ras del agua, pero son como estrellas, centellean, se estremecen como si fueran a apagarse, pero continúan luciendo, Creí que no iba a volver nunca más, dijo Ricardo Reis, Hace días vine a verlo, pero cuando llegué a la puerta me di cuenta de que usted estaba ocupado con Lidia, por eso me fui, nunca me han gustado gran cosa los cuadros vivos, respondió Fernando Pessoa, se distinguía su sonrisa cansada. Tenía las manos juntas sobre la rodilla y el aire de quien espera pacientemente a que le llegue la vez de ser llamado o despedido y habla mientras tanto porque el silencio le resulta más insoportable que las palabras, Lo que no esperaba es que usted fuera tan persistente en amores, es notable que el hombre voluble que cantó a tres musas, Neera, Cloe y Lidia se haya ligado carnalmente a una, y ahora dígame, no se le han aparecido las otras, No, ni es extraño, son nombres que hoy no se usan, Y aquella chiquita simpática, fina, la del brazo paralítico, usted me dijo un día cómo se llamaba, Marcenda, Es un hermoso gerundio, la ha visto, La encontré la última vez que estuvo en Lisboa, el mes pasado, Está enamorado de ella, No lo sé, Y de Lidia, Es distinto, Pero lo está o no lo está, Hasta ahora no se me ha negado el cuerpo, Y qué prueba eso, Nada, por lo menos en cuestión de amores, pero deje de hacerme preguntas sobre mi intimidad y dígame por qué no volvió a aparecer, En una sola palabra, enfado, Conmigo, Sí, también con usted, y no por ser usted, sino por estar de ese lado, Qué lado, El de los vivos, es difícil para un vivo entender a los muertos, Creo que no es menos difícil para un muerto entender a los vivos, El muerto tiene la ventaja de haber estado vivo, conoce todas las cosas de este mundo y de ése, pero los vivos son incapaces de aprender la cosa fundamental y sacar las consecuencias pertinentes, Qué cosa, Que uno muere, Nosotros, los vivos, sabemos que vamos a morir, No lo saben, nadie lo sabe, como tampoco lo sabía yo cuando vivía, lo que sabemos, eso sí, es que los otros mueren, Como filosofía me parece insignificante, Claro que es insignificante, no sabe usted hasta qué punto es insignificante todo visto desde el lado de la muerte, Pero yo estoy del lado de la vida, Entonces debe saber qué cosas, desde ese lado, son significantes, si las hay, Estar vivo es significante, Mi querido Reis, cuidado con las palabras, viva está su Lidia, viva está su Marcenda, y usted no sabe nada de ellas, y no lo sabría aunque ellas intentaran decírselo, el muro que separa a los vivos unos de otros no es menos opaco que el que separa a los vivos de los muertos, Para quien así piensa, la muerte, en definitiva, debe de ser un alivio, No lo es, porque la muerte es una especie de conciencia, un juez que lo juzga todo, a sí mismo y a la vida, Mi querido Fernando, cuidado con las palabras, se está arriesgando usted mucho, Si no dijéramos las palabras todas, incluso absurdamente, nunca diríamos las necesarias, Y usted, las sabe ya, Sólo ahora he empezado a ser absurdo, Un día usted escribió Neófito, no hay muerte, Estaba equivocado, hay muerte, Lo dice ahora porque está muerto, No, lo digo porque estuve vivo, lo digo sobre todo porque nunca más volveré a estar vivo, si usted es capaz de imaginar lo que esto significa, no volver a estar vivo, Es eso lo que diría Perogrullo, Nunca tuvimos mejor filósofo.

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