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Abrió él la ventana, miró, era Lidia abriendo ya el paraguas, caían las primeras gotas, gruesas, pesadas, Qué habrá venido a hacer, y si un minuto antes la soledad le parecía la más desgraciada manera de estar vivo, ahora le molestaba la intrusa, aun pudiendo, si quisiera, aprovecharla para distracción del cuerpo, en erótico combate, para tranquilidad de los nervios y sosiego de pensamientos. Fue a la escalera a tirar del alambre, vio a Lidia que subía, agitada y cautelosa, si hay contradicción entre estos dos estados ella la resolvió, y retrocedió hacia entrepuertas, sin ostensiva sequedad, sólo reservada con ese tanto de reserva que la sorpresa puede justificar, No te esperaba, hay algo nuevo, eso fue lo que dijo mientras ella entraba, cerrada ya la puerta, hay que ver, no hay vecinos como éstos, aún no les conocemos ni el nombre ni la cara. Lidia avanzó un paso, ofreciéndose al abrazo, y él la satisfizo, creyendo que lo hacía simplemente por complacerla, pero al instante siguiente lo hacía ya con fuerza, la besaba en el cuello, aún no consigue besarla igualitariamente en la boca, sólo estando acostados, cuando el momento supremo se aproxima y se pierde el sentido, ella ni a tanto se atreve, se deja besar cuanto él quiere, y todo lo demás, pero hoy no, He venido sólo para saber si está usted bien instalado, ha aprendido esta frase en la industria hotelera, ojalá no me echen en falta, y ver si la casa esta arreglada, él quería llevarla al dormitorio, pero ella se zafó, No puede ser, no puede ser, y le temblaba la voz, pero la voluntad era firme, es sólo un modo de decir porque realmente su voluntad sería acostarse en aquella cama, recibir a aquel hombre, sentir su cabeza en el hombro, sólo esto y nada más, sólo acariciarle el pelo como quien no se atreve a todo, si tanto podía permitirse, eso es lo que quisiera, pero en el mostrador de recepción, en el Hotel Bragança, anda ya Salvador preguntando, Pero dónde diablos se ha metido Lidia, y Lidia recorre la casa como si lo estuviera oyendo, con sus ojos expertos va registrando los fallos, no hay escoba ni cubos, ni bayetas ni trapos para quitar el polvo, ni jabón de fregar, ni jabón de olor, ni lejía, ni piedra pómez, ni escoba dura, ni papel higiénico, los hombres son descuidados como niños, se embarcan hacia el otro lado del mundo, a descubrir los caminos que llevan a la India, y, luego, ah de la gente, socorro, les falta lo esencial, qué será, o el simple color de la vida, el que sea. En esta casa, lo que sobra es polvo, borra en los rincones, esos hilos, a veces pelos grises que las generaciones van dejando caer, y cuando la vista se cansa ya ni cuenta se dan, hasta a las arañas les envejecen las telas, el polvo las vuelve pesadas, un día muere el insecto, queda el cuerpo seco, las patas encogidas en su túmulo aéreo, con los restos casi polvorientos de las moscas, nadie escapa a su destino, nadie queda para simiente, ésta es una gran verdad. Luego anuncia Lidia que vendrá el viernes a hacer limpieza, traerá lo que falta, es su día de descanso, Y no irás a ver a tu madre, Le mando recado, luego veré si puedo ir, llamaré a una mercería que hay junto a su casa, ellos le avisarán, Pero necesitarás dinero para las compras, Pongo del mío, luego hacemos cuentas, De ningún modo, toma, cien escudos bastarán supongo, Ay Dios mío, cien escudos es una fortuna, Pues aquí te espero el viernes, pero me molesta que vengas a limpiar, Qué más da, así como está la casa no se puede vivir, Luego te haré un regalo, No quiero regalos, hágase cuenta de que soy su asistenta, Todo el mundo debe tener su salario, Mi salario es el buen trato, esta palabra merecía realmente un beso, y Ricardo Reis se lo dio, al fin en la boca. Ya él tenía la mano en el pomo de la puerta, parece que no queda nada que decir, se ha firmado el contrato, pero Lidia, de repente, le dio la noticia, precipitó las palabras como si no pudiera aguantar más o como si quisiera librarse de ellas lo antes posible, la señorita Marcenda llega mañana, han llamado de Coimbra, quiere usted que le diga dónde vive, preguntó, con igual rapidez dio la respuesta Ricardo Reis, hasta parecía que se hubiera preparado para ella previamente, No, no quiero, haz como si no supieras nada, se sintió feliz Lidia por ser la única depositaria del secreto, muy engañada va, baja ligera la escalera, y al fin se entreabrió la puerta del primero, ya era hora de que la gente de la casa mostrara cierta curiosidad, ella dice hacia arriba, como si repitiera un acuerdo de prestación de servicios, Entonces, hasta el viernes, señor doctor, el viernes me tendrá aquí para limpiarle la casa, era como si le dijera a la fisgona, A ver si se entera, so chismosa, yo soy la asistenta del inquilino nuevo, lo oye, y no empiece a imaginar otras cosas, de él no conozco ni mesa ni cama, y saluda, muy educada, Buenas tardes, señora, la otra ni le responde apenas, mira desconfiada, no es normal que una asistenta sea así, tan ágil y pizpireta, normalmente arrastran las piernas, renqueantes de reuma o de varices, la vecina la sigue con una mirada seca y fría mientras Lidia baja, qué fisgona, en el descansillo de arriba ya ha cerrado la puerta Ricardo Reis, consciente de su doblez y analizándola, No, no le des mi dirección a Marcenda, si fuera un hombre leal y verdadero, debería haber añadido, La sabe ya, le escribí una carta a lista de correos, confidencialmente, para que el padre no se entere. Y si quisiera ir más adelante en su confesión, abrir el pecho, diría, Ahora me voy a quedar en casa, sólo saldré para comer, y aún así será con prisas, mirando el reloj, estaré en casa a todas horas, noche, mañana y tarde, durante todo el tiempo en que esté ella en Lisboa, mañana, que es lunes, no va a venir, seguro, llega por la tarde en el tren, pero quizá aparezca el martes o el miércoles, o el jueves, o el viernes, no, el viernes no, que tendré aquí a Lidia limpiando, Pero qué importa esto, la cosa estaba en poner a cada una en su sitio, la criada y la chica de buena familia, no había peligro de que se mezclaran, Marcenda nunca pasa tantos días en Lisboa, viene sólo al médico, es verdad que está también lo del lío de su padre, Muy bien, y usted, qué espera usted que ocurra si ella viene a su casa, No espero nada, me limito a desear que venga, Cree que una chica como Marcenda, con la esmerada educación que ha recibido, y el riguroso código moral de su padre notario, va a ir a ver a un hombre soltero, en su propia casa, sola, cree que en la vida ocurren cosas así, Un día le pregunté por qué quería verme, y respondió que no lo sabía, en un caso así ésta es la respuesta que da más esperanzas, creo yo, Uno no sabe, el otro tampoco, Parece que sí, Exactamente como estuvieron Adán y Eva en el paraíso, Exageración suya, ni esto es el paraíso ni ella es Eva, ni yo Adán como sabe, Adán era algo más viejo que Eva, una diferencia sólo de horas o de días, no lo sé exactamente, Adán es cualquier hombre, Eva cualquier mujer, iguales, diferentes y necesarios, y cada uno de nosotros es el hombre primero y la primera mujer, únicos cada vez, Aunque, si uno lo piensa bien, la mujer sigue siendo más Eva que el hombre Adán, Afortunadamente, Habla así para recordar su propia experiencia, No, hablo así porque a todos nos conviene que sea así, Lo que usted querría, Fernando, sería volver al principio, No me llamo Fernando, Ah.

Ricardo Reis no salió a cenar. Tomó té y pastas secas en la mesa del comedor, acompañado por siete sillas vacías, bajo una lámpara de cinco brazos con dos bombillas fundidas, de las pastas comió tres, quedó una en el plato, recapituló y vio que le faltaban dos números, el cuatro y el seis, rápidamente supo encontrar el primero, estaba en las esquinas del comedor rectangular, pero para descubrir el seis tuvo que levantarse, buscar aquí y allá, en esa busca dio con el ocho, las sillas vacías, al fin decidió que sería él el seis, podía ser cualquier número, si realmente era, como parecía demostrado, una serie innumerable de yoes. Con una sonrisa a medias de ironía y de tristeza movió la cabeza y murmuró, Creo que me estoy volviendo loco, después fue al cuarto, se oía en la calle un murmullo continuo de agua, la que caía del cielo, la que corría por las regueras de la calle hacia los bajos de Boavista y de Conde Barão. Fue al montón de libros aún desordenados y sacó The god of the labyrinth, se sentó en la silla donde había estado Fernando Pessoa, se tapó las piernas con una de las mantas de la cama y empezó a leer, comenzando de nuevo por la primera página, El cuerpo, que fue encontrado por el primer jugador de ajedrez, ocupaba, con los brazos abiertos, las casillas de los peones del rey y de la reina, y las dos siguientes, en dirección al campo adversario. Continuó la lectura, pero, antes incluso de llegar al punto donde había dejado la historia, empezó a sentir sueño. Se acostó, leyó aún dos páginas con esfuerzo, se quedó dormido en un claro del párrafo, entre las jugadas trigésimo séptima y trigésimo octava, cuando el segundo jugador reflexionaba sobre el destino del alfil. No se levantó para apagar la luz del techo, pero la luz estaba apagada cuando despertó a media noche, pensó que sin duda se había levantado, que accionara el interruptor, son cosas que hacemos medio inconscientes, el cuerpo, por sí mismo, evita cuanto puede las incomodidades, por eso dormimos en vísperas de una batalla o de la ejecución, por eso, en definitiva, morimos cuando ya no logramos seguir soportando la violenta luz de la vida.

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