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Como se ha visto ya en otros tiempos y lugares, son muchas las contrariedades de la vida. Cuando Ricardo Reis despertó, avanzada la mañana, sintió en la casa una presencia, tal vez no fuera aún la soledad, era el silencio, medio hermano de ella. Durante unos minutos vio que le huía el ánimo como si asistiese al correr de la arena en una ampolleta, repetidísima comparación a la que, pese a serlo, acudimos siempre, un día dejaremos de hacerlo, cuando tengamos una larga vida de doscientos años y seamos nosotros mismos la ampolleta, atentos a la arena que en nosotros corre, hoy no, que la vida, siendo corta, no da para tales contemplaciones. Pero estábamos hablando de contrariedades. Cuando Ricardo Reis se levantó fue a la cocina para encender el gas del calentador y descubrió que no tenía cerillas, se había olvidado de comprarlas. Y como un olvido nunca viene solo, vio que tampoco tenía colador, bien claro está que un hombre solo no sirve para nada. La solución más fácil, por más próxima, sería ir a llamar a casa de un vecino, el de abajo o el de arriba, Perdón, señora, soy el nuevo inquilino del segundo, me cambié ayer y ahora quería preparar un café, bañarme, afeitarme, pero no tengo cerillas, tampoco tengo colador para el café, pero eso es lo de menos, puedo pasar sin él, tengo un paquete de té, de eso no me he olvidado, lo peor es lo del baño, si pudiera dejarme una cerilla, muchas gracias, perdone que haya venido a molestarla. Siendo los hombres hermanos entre sí, aunque en realidad medio hermanos, nada más natural, y ni siquiera debería salir al frío de la escalera que bien podrían venir a preguntarle, Necesita algo, me he enterado de que se instaló aquí ayer, ya se sabe lo que son las mudanzas, cuando no faltan cerillas se ha olvidado uno la sal, o si tiene jabón le falta el estropajo, los vecinos son para las ocasiones. Ricardo Reis no fue a pedir socorro, nadie bajó o subió a ofrecerle ayuda, no tuvo más remedio que vestirse, calzarse, se puso una bufanda para ocultar la barba crecida, se caló el sombrero hasta las cejas, irritado por su olvido y aún más por tener que salir así a la calle en busca de cerillas. Fue primero a la ventana, a ver qué tiempo hacía, cielo cubierto, lluvia ninguna, Adamastor solo, aún es temprano para que vengan los viejos a ver los barcos, a esta hora estarán en casa afeitándose con agua fría, y quizá no, quizá las cansadas mujeres les calienten un cazo de agua, medio templada sólo, que la virilidad de los hombres portugueses, en general máxima entre todas, no tolera delicuescencias, basta recordar que descendemos en línea recta de aquellos lusitanos que se bañaban en las aguas heladas de los Montes Herminios y luego le hacían un hijo a la lusitana. En una carbonería y taberna de la parte baja del barrio compró Ricardo Reis los fósforos, media docena de cajas para que el carbonero no encontrara mezquino el matinal negocio, pues mucho sé engañaba, que venta así, al por mayor, no recordaba el hombre haberla hecho desde que el mundo es mundo, que aquí aún se usa el pedir lumbre a la vecina. Animado por el aire frío, confortado por la bufanda y por la ausencia de gente en la calle, Ricardo Reis subió a ver el río, los montes de la otra orilla, tan bajos vistos desde aquí, la estera del sol sobre las aguas, apareciendo y desapareciendo con el correr de las nubes bajas. Fue a dar la vuelta a la estatua, a ver quién era el autor, cuándo la habían hecho, el año está allí, mil novecientos veintisiete, Ricardo Reis tiene tendencia a encontrar siempre simetrías en las irregularidades del mundo, ocho años después de mi partida para el exilio colocaron aquí a Adamastor, al cabo de ocho años de estar aquí Adamastor, vuelvo yo a la patria, oh patria, me ha llamado la voz de los egregios antepasados, entonces aparecen los viejos en la calle, bien afeitados, la piel crispada por las arrugas y el alumbre, llevan el paraguas al brazo, zamarras desabrochadas, sin corbata pero con el cuello severamente abotonado, no por ser domingo, día de respeto, sino por una dignidad vestimentaria compatible incluso con el andrajo. Los viejos miran a Ricardo Reis, desconfían de aquel rondar en torno de la estatua, cada vez más convencidos de que hay un misterio en este hombre, quién es, qué hace, de qué vive. Antes de sentarse extienden en las tablas húmedas del banco una arpillera doblada, luego, con gestos medidos, pausados, de quien no tiene prisa, se acomodan, tosen fragorosamente, el gordo saca del bolsillo interior de la zamarra un periódico, es O Século de los donativos de caridad, siempre lo compran en domingo, un domingo uno y al siguiente el otro, dentro de una semana le tocará al flaco. Ricardo Reis dio la segunda y la tercera vueltas en tomo de Adamastor, se da cuenta de que los viejos están impacientes, aquella presencia inquieta no les deja concentrarse en la lectura de las noticias que el gordo ha de hacer en voz alta en beneficio de su propio entendimiento y en el del flaco analfabeto, dudando en las palabras difíciles, que aun así no lo son en exceso, en primer lugar porque los periodistas no olvidan nunca que escriben para el pueblo, en segundo, porque saben muy bien para qué pueblo escriben. Bajó Ricardo Reis a la reja, allí los viejos parecieron olvidarlo, iban ya avanzando periódico adelante, se oía el murmullo, uno que leía, el otro que oía y comentaba, en la cartera de Luis Uceda había una foto en color de Salazar, extraño indicio o azar comercial, este país está lleno de enigmas policiales, aparece un hombre muerto en la carretera de Sintra, se dice que estrangulado, se dice que antes lo durmieron con éter, se dice que durante el secuestro a que lo sometieron pasó hambre, se dice que se trata de un asesinato crapuloso, palabra que desacredita inmediatamente cualquier delito, y, ahora se sabe, en la cartera llevaba la fotografía del sabio estadista, de este dictador paternal, como también crapulosamente, si se nos permite el paralelo, le llamó aquel escritor francés cuyo nombre queda aquí registrado para la historia, Charles Oulmont se llama, tiempo después confirmará la investigación que Luis Uceda era un gran admirador del eminente estadista y se revelará que en los cueros de dicha cartera se mostraba estampada otra demostración del patriotismo de Uceda, el emblema de la República, la esfera armilar, con sus castillos y sus quinas, y también las palabras siguientes, Prefieran productos portugueses. Discretamente, Ricardo Reis se aparta, deja apaciguados a los viejos, y tan absortos en el dramático misterio que ni cuenta se dan de la retirada.

No tuvo más historia la mañana, salvo la reluctancia trivial de un calentador fuera de uso desde hacía semanas, fue aquello un despilfarro de cerillas antes de que la llama se afirmase, y tampoco merece desarrollo particular la melancólica deglución de una taza de té y tres pastas secas, restos de la cena de ayer, y el baño en la profunda tina, un poco sarrosa, entre nubes de vapor, la cara minuciosamente rasurada, una vez, otra vez, como si tuviera una cita de mujer o viniera ella a visitarlo clandestinamente, embozada en gola y velo, ansiosa de este olor de jabón, este rasgo aromático de colonia, mientras otros olores más violentos y naturales no confunden todos los olores en un olor de cuerpo, urgente, aquel que absorben las narices estremecidas, el que ahoga el pecho tras la gran carrera. También así divagan los espíritus de los poetas, muy a ras de tierra, rozando la piel de las mujeres, hasta cuando ellas están tan lejos como ahora, cuanto aquí se diga es, por ahora, obra de imaginación, señora ésta de gran poder y benevolencia. Ricardo Reís está listo ya para salir, no hay nadie a su espera, no va a misa de once a ofrecer agua bendita a la eterna desconocida, y hasta el buen sentido le ordenaría quedarse en casa hasta la hora de comer, tiene papeles por ordenar, libros aún por leer, y una decisión que tomar, cuál va a ser su vida, qué trabajo, qué razón suficiente para vivir y trabajar, en una palabra para qué. No había pensado salir por la mañana, pero tendrá que hacerlo, sería ridículo volver a desnudarse, reconocer que se había vestido de calle sin darse cuenta de lo que hacía, así nos ocurre muchas veces, damos los dos primeros pasos por devaneo o distracción, y luego no tenemos más remedio que dar el tercero, incluso sabiendo que es errado o ridículo, el hombre es, realmente, y afirmémoslo como verdad última, un animal irracional. Entró en el dormitorio, pensó que quizá convendría hacer la cama antes de salir, no puede permitirse a sí mismo hábitos de dejadez, pero no valía la pena, no esperaba visitas, entonces se sentó en la silla donde Fernando Pessoa había pasado la noche, montó la pierna como él, cruzó las manos sobre la rodilla, intentó sentirse muerto, mirar con ojos de estatua la cama vacía, pero le latía una vena en la sien izquierda, el párpado del mismo lado se agitaba, Estoy vivo, murmuró, después en voz alta, sonora, Estoy vivo, y como no había allí nadie que pudiera desmentirle, se lo creyó. Se caló el sombrero y salió a la calle. Los viejos no estaban solos, algunos chiquillos jugaban a la pata coja saltando sobre un dibujo trazado en el suelo con tiza, de casa en casa, todas con su número de orden, muchos son los nombres dados a este juego, hay quien le llama rayuela, o el avión, o el cielo y el infierno, también podría ser la piedra o la gloria, pero su nombre más perfecto será quizá el juego del hombre, pues tal parece la figura, con el cuerpo derecho, los brazos abiertos, el arco del círculo superior formando la cabeza o pensamiento, está tumbado en las losas, mirando las nubes, mientras los chiquillos lo van pisando, inconscientes del atentado, más tarde sabrán lo que vale, cuando les llegue la vez. Hay unos soldados que han venido demasiado pronto, es probable que sólo estén reconociendo el terreno, pues, después del almuerzo, hacia la media tarde es cuando vienen las criadas, si no llueve, en caso contrario les dirá la señora, Mira, María, está lloviendo mucho, lo mejor es que no salgas, te quedas planchando, te daré una hora más el día de salida, dentro de quince días, y añadimos esto para quien no sea del tiempo de estas regalías o no haya sentido la curiosidad de enterarse de ellas. Ricardo Reis se apoyó unos minutos en la balaustrada superior, los viejos no lo vieron, el cielo se había abierto aún más, había, hacia el lado de la barra, una gran franja azul, buena entrada hará hoy quien llegue de Río de Janeiro, si es día de vapor. Fiado de las mejorías que el cielo anunciaba, Ricardo Reis empezó su paseo por el Calhariz, bajó por Camões, tuvo allí el impulso sentimental de visitar el Hotel Bragança, como esos muchachitos tímidos que han pasado su examen de básica y ya no tendrán que estudiar más en la escuela aborrecida pero van aún a visitarla y a ver a los profesores, a los compañeros de las clases inferiores, hasta que todos se cansan de la peregrinación, inútil como todas, se cansa el peregrino, empieza a ser ignorado en el lugar del culto, qué va a hacer él en el hotel, saludar a Salvador y a Pimenta, Qué, señor doctor, sentía nostalgia, charlar con Lidia, pobrecilla, tan nerviosa, adrede o casualmente llamada a recepción, Lidia, ven, que el doctor Reis quiere hablar contigo, No es por nada en particular, pasaba por aquí sólo quiero agradecerles lo bien que me trataron y lo mucho que me enseñaron, tanto en la básica como en el bachillerato, si no fui capaz de aprender más, no fue por culpa de los maestros, sino de esta cabeza mía, que no da más de sí. Bajando por la acera de la iglesia de los Mártires Ricardo Reis aspira un aire balsámico, es la exhalación preciosa de las devotas que allí dentro están, ha empezado la misa para estas gentes, las del mundo superior, aquí se identifican, si hay buen olfato, familias y esencias. Se adivina que el cielo de las miradas, por lo bien que huelen, está lleno de borlas de polveras, y sin duda el sacristán añade a la cera de velas y cirios una generosa porción de pachulí, que, caliente, moldeado y puesto a arder, más el quantum satis de incienso, causa una irresistible embriaguez del alma, un rapto de los sentidos, entonces se molifican los cuerpos, se difuminan los altares, y, definitivamente, llega el éxtasis, no sabe Ricardo Reis lo que pierde por ser adepto de religiones muertas, no se ha llegado a saber exactamente si griegas o romanas, que a ambas en el verso invoca, a él le basta que en ellas haya dioses, y no sólo Dios. Desciende a los bajos de la urbe, camino ya conocido, sosiego dominical y provinciano, sólo más tarde, tras la comida, vendrán los moradores de los barrios a ver los escaparates de las tiendas, llevan toda la semana esperando este día, familias enteras con niños en brazos o llevados de la mano, agotados al llegar la noche, roídos los calcañares por los zapatos de mala calidad, después piden un pastelillo de arroz, si el padre está de buenas y quiere dárselas de próspero, acaban todos en una pastelería, merengada para todos, y así ahorran la cena, no comer por haber comido, dice el pueblo, no es mal de peligro, más quedará para mañana. Llegada su hora almorzará Ricardo Reis, esta vez va al Chave de Ouro, un bistec para quitarse el empalago, y luego, por anunciarse la tarde tan larga, cuántas horas pasarán aún antes de que anochezca, compra una entrada para el cine, va a ver El batelero del Volga, película francesa, con Pierre Blanchard, qué Volga habrán logrado inventar en Francia, las películas son como la poesía, arte de la ilusión, acomodándole un espejo se hace de un charco un océano. Cambió entretanto el tiempo, a la salida del cine amenazaba lluvia y decidió tomar un taxi, menos mal, porque apenas acababa de entrar en casa, apenas había colgado el sombrero y se había quitado la gabardina, oyó dos golpes con el aldabón de hierro de la puerta, segundo piso, es para mí, pensó que quizá fuera Fernando Pessoa, a la luz del día, anunciándose ruidosamente, contra su costumbre, puede aparecer un vecino en la ventana, preguntando, Quién es, y empezar a pegar gritos, Ay, un alma en pena, un alma del otro mundo, si con tal facilidad la identificaba sería por conocer bien las almas de éste.

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