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Volvió Ricardo Reis a sus arreglos domésticos, ordenó los trajes, las camisas, los pañuelos, los calcetines, pieza por pieza, como si estuviera componiendo una oda sáfica, laboriosamente luchando con la métrica reacia, este color de corbata que, colgado, requiere un color de traje por comprar. Sobre el colchón que fue de doña Luisa y que aquí dejaron, seguro no aquel donde en años muy lejanos perdió su virginidad, pero donde habrá sangrado por su último hijo, donde agonizó su amado esposo, juez de casación, sobre este colchón tendió Ricardo Reis sus sábanas nuevas, oliendo aún a tela, las dos mantas afelpadas, la colcha clara, metió en la funda la almohada de lana, va haciéndolo todo lo mejor que puede, con torpeza masculina, un día de éstos vendrá Lidia, quizá mañana, a componer con manos mágicas, por ser de mujer, este desaliño, esta aflicción resignada de las cosas mal ordenadas. Lleva Ricardo Reis las maletas a la cocina, cuelga en el gélido baño las toallas, en un armarito blanco que huele a vaho guarda los objetos de toilette, ya hemos visto que es hombre cuidadoso de su apariencia, sólo por un sentimiento de dignidad, en fin no tiene ya más qué hacer que ordenar los libros y los papeles en la estantería del despacho, negra y tallada, en la mesa vacilante y negra, ahora está en casa, sabe dónde están sus puntos de apoyo, la rosa de los vientos, norte, sur, este, oeste, acaso venga por ahí ya una tempestad magnética que enloquezca esta brújula.

Son las siete y media, no ha parado la lluvia. Ricardo Reis se sentó en el borde de la cama alta, miró el triste cuarto, la ventana sin visillos ni cortinas, recordó que tal vez los vecinos de enfrente lo estén espiando, fisgones, cuchicheando, Se ve todo ahí dentro, y aguzan su curiosidad para el futuro disfrute de espectáculos más estimulantes que éste de estar un hombre sentado en el borde de la cama antigua, solo, con el rostro escondido en una nube, pero Ricardo Reis se levantó y fue a cerrar las contraventanas, ahora el cuarto es una celda, cuatro paredes ciegas, la puerta, si la abriera, daría a otra puerta, o a un sótano oscuro y hondo, lo dijimos ya una vez, sobra ésta. Dentro de poco, en el Hotel Bragança, el maître, Afonso hará sonar en irrisorio gong los tres golpecitos de Vatel, bajarán los huéspedes portugueses y los huéspedes españoles, nuestros hermanos, los hermanos suyos [13], Salvador sonreirá a todos, señor Fonseca, doctor Pascual, señora mía, don Camilo, don Lorenzo, y el nuevo huésped de la doscientos uno, seguramente el duque de Alba o de Medinaceli, arrastrando la espada Colada, poniendo un ducado en la mano tendida de Lidia que, como sierva, hace una genuflexión y aguanta sonriendo, el pellizco en el brazo. Ramón traerá la sopa, Hoy hay una especialidad, y no miente, que de la profunda sopera sube el perfume del caldo de gallina, de los platos hondos se alza el vapor embriagador, no nos sorprenda pues que el estómago de Ricardo Reis dé señales, realmente es hora de cenar. Pero llueve. Hasta con las contraventanas cerradas se oye el fragor del agua en las aceras, cayendo de los aleros, de los canalones de desagüe rotos, quién habrá tan osado que salga a la calle con un tiempo así, a no ser por extrema obligación, salvar al padre de la horca, por ejemplo, es una sugerencia para quien aún lo tenga vivo. El comedor del Hotel Bragança es el paraíso perdido, y, como paraíso que se perdió, le gustaría a Ricardo Reis volver a él, pero no quedarse. Va en busca de los paquetes de pastas secas, de las frutas escarchadas, con ellas engaña el hambre, para beber sólo tiene agua del grifo, con sabor a cloro, así desprovistos se sentirían Adán y Eva la primera noche después de su expulsión del edén, seguro que también caía el agua a mares, se quedaron los dos en el hueco de la puerta, Eva le preguntó a Adán, Quieres una galleta y como sólo tenía una la partió en dos trozos, le dio la parte mayor, de ahí nos vino la costumbre. Adán mastica lentamente, mirando a Eva que mordisquea su pedacito, inclinando la cabeza como un ave curiosa. Al otro lado de esta puerta, cerrada para siempre, le había dado ella la manzana, se la ofreció sin intención de malicia ni consejo de serpiente, porque estaba desnuda, por eso se dice que sólo cuando mordió la manzana se dio cuenta Adán de que estaba desnuda, como Eva sin tiempo aún de vestirse, de momento es como los lirios del campo que no hilan ni tejen. En el umbral de la puerta pasaron los dos la noche, con una galleta por cena, Dios, al otro lado, los oía triste, excluido de un festín que fuera dispensado de proveer, y que no había previsto, más tarde se inventará un dicho, Donde se junten hombre y mujer, allí está Dios por medio, y por esta nueva frase aprenderemos que el paraíso, en definitiva, no estaba donde nos decían, sino aquí, adonde Dios tendrá que venir siempre si quiere reconocerle el gusto. Pero en esta casa, no. Ricardo Reis está solo, le dio náuseas el dulzor intenso de la pera escarchada, pera, no manzana, bien es verdad que las tentaciones ya no son lo que antes eran. Fue al cuarto de baño a lavarse las manos pegajosas, la boca, los dientes, no soporta esta dulceza, palabra que no es portuguesa, ni española, que parece vagamente italiana, pero es la única que, propiamente hablando, le sirve para describir este momento. Le pesa la soledad como la noche, la noche lo prende como algo viscoso, por el estrecho y largo corredor, bajo la luz verdosa que cae del techo, es un animal submarino pesado de movimientos, una tortuga indefensa, sin caparazón. Va a sentarse a la mesa del despacho, revuelve en sus cuartillas de versos, odas les llamó, y así quedaron nombrados porque todo ha de tener un nombre, lee aquí y allá, se pregunta si es él quien las escribió, porque, leyendo, no se reconoce en lo escrito, fue otro ese desprendido, sosegado y tranquilo hombre, y por eso mismo casi un dios, porque los dioses son así, resignados, tranquilos, desprendidos, asistiendo muertos. De un modo confuso piensa que precisa organizar su vida, su tiempo, decidir qué uso hará del día de mañana, tarde y noche, acostarse temprano y temprano levantarse, buscar un par de restaurantes que sirvan comida sana y simple, releer y corregir sus poemas para un libro futuro, buscar un piso para instalar el consultorio, conocer gente, viajar por el país, ir a Porto, a Coimbra, visitar al doctor Sampaio, encontrar por casualidad a Marcenda en el Choupal, en este momento dejó de pensar en proyectos e intenciones, sintió pena de la inválida, luego la pena se transfirió a él mismo, era piedad de sí, Aquí sentado, estas dos palabras las escribió como el principio de un poema, pero luego recordó que un día, tiempo atrás, había escrito, Seguro me asiento en la columna firme de los versos en que permanezco, quien tal testamento redactó una vez, no puede dictar otro en contrario.

No son aún las diez cuando Ricardo Reis se va a acostar. Sigue cayendo la lluvia. Se llevó un libro a la cama, había cogido dos, pero en el camino dejó al dios del laberinto, al cabo de diez páginas del Sermón del Primer Domingo de Cuaresma sintió que se le helaban las manos así, fuera de las mantas, no bastaba para calentarlas el hecho de estar leyendo palabras ardientes, Volved a vuestra casa, buscad en ella la cosa más vil y encontraréis que es vuestra propia alma, posó el libro en la mesa de noche, se encogió con un rápido estremecimiento, alzó el embozo de la sábana hasta la boca, cerró los ojos. Sabía que tendría que apagar la luz, pero, cuando lo hiciera, se sentiría en la obligación de quedarse dormido, y eso aún no lo quería. En noches como ésta, frías, solía Lidia ponerle una botella de agua templada entre las sábanas, a quién lo estará haciendo ahora, al duque de Medinaceli, calma, celoso corazón, el duque se ha traído a la duquesa, quien le pegó de paso el pellizco en el brazo a Lidia fue otro duque, el de Alba, pero ése es viejo, enfermo e impotente, lleva una espada de hojalata, jura que es la Colada del Cid Campeador pasada de padres a hijos en la familia de los Albas, hasta un grande de España es capaz de mentir. Sin darse cuenta, Ricardo Reís se quedó dormido, lo supo cuando despertó, sobresaltado, alguien había llamado a la puerta, Será Lidia que se las arregló para salir del hotel y venir, bajo esta lluvia, a pasar la noche conmigo, imprudente mujer, luego pensó, Estaba soñando, y así lo parecía, pues nada más oyó en un minuto, Habrá fantasmas en la casa y por eso no la habían podido alquilar, tan céntrica, tan amplia, llamaron otra vez, trac, trac, trac, levemente, para no asustar. Se levantó Ricardo Reis, metió los pies en las pantuflas, se envolvió en el batín, atravesó paso a paso el dormitorio, salió tiritando al corredor, y preguntó mirando a la puerta como si ella lo amenazara, Quién es, la voz le salió ronca y trémula, carraspeó, volvió a preguntar, la respuesta le llegó como un murmullo, Soy yo, no era un fantasma, era Fernando Pessoa, hoy se había acordado. Abrió, y era realmente él, con su traje negro, a pelo, sin abrigo ni sombrero, improbable de la cabeza a los pies, y más aún porque, llegado de la calle, no caía de él ni gota de agua, Puedo entrar, preguntó, Hasta ahora nunca me ha pedido permiso, no sé qué escrúpulos le han entrado de repente, La situación es nueva, usted está ya en su casa, y, como dicen los ingleses que me educaron, la casa es su castillo, Entre, pero estaba ya en la cama, Dormía, Creo que me había quedado dormido, Conmigo no haga cumplidos, vuelva a la cama, voy a estar sólo unos minutos. Ricardo se metió rápidamente entre las sábanas, castañeteándole los dientes de frío, pero también de lo que en él quedaba de temor, ni se quitó el batín. Fernando Pessoa se sentó en una silla, cabalgó la pierna, cruzó las manos sobre las rodillas, luego miró alrededor con aire crítico, Vaya, conque es aquí donde vive ahora, Por lo visto, Me parece un poco triste, Las casas que han estado mucho tiempo vacías tienen todas este aire, Y va a vivir aquí solo, Por lo visto no, hoy me mudé y ya tengo su visita, Yo no cuento, no soy compañía, Contó lo suficiente para obligarme a dejar la cama con este frío, sólo para abrirle la puerta, voy a tener que darle una llave, No sabría usarla, si pudiera filtrarme por las paredes le evitaba esta molestia, Es igual, no tome mis palabras como una censura, hasta celebro que haya venido esta primera noche, que no era fácil, Tenía miedo, Me asusté un poco cuando oí llamar, no pensé que pudiera ser usted, pero no tenía miedo, era la soledad, Vaya, la soledad, le queda mucho por aprender aún hasta que sepa qué es eso, Siempre he vivido solo, También yo, pero la soledad no es vivir solo, la soledad es no ser capaz de hacer compañía a alguien o a algo que está en nosotros, la soledad no es un árbol en medio de una llanura donde sólo está él, es la distancia entre la savia profunda y la corteza, entre la hoja y la raíz, Usted desvaría, todo cuanto dice está relacionado entre sí, no hay ahí soledad alguna, Dejemos al árbol, mire para dentro de sí y vea la soledad, Como dijo el otro, solitario andar entre la gente, Peor que eso, solitario es estar donde ni nosotros mismos estamos, Está hoy de pésimo humor, Tengo días así, No hablaba yo de esa soledad, sino de otra, la que anda con nosotros, la soportable, la que nos hace compañía, Hasta a ésa a veces no logramos soportarla, suplicamos una presencia, una voz, otras veces esa misma voz y esa misma presencia sólo sirven para hacerla intolerable, Es eso posible, Lo es, el otro día, cuando nos encontramos allí, en el mirador, recuerda, estaba usted esperando a la chica esa, la que entonces era su novia, Le he dicho que no es mi novia, Bueno, no se enfade, pero puede serlo un día, qué sabe usted lo que el mañana le reserva, Pero si podría ser su padre, Déjese de tonterías, Cambie de tema, cuénteme el resto de la historia, Era a propósito de haber estado usted griposo, recordé un pequeño episodio de mi enfermedad, la última, definitiva y final, Vaya sarta de pleonasmos, ha empeorado mucho su estilo, La muerte es pleonástica también, es incluso la cosa más pleonástica de todas, Bueno, siga, Fue, a casa, un médico, yo estaba acostado en mi dormitorio, mi hermana abrió la puerta, Su media hermana, por otra parte la vida está hecha de medios hermanos, Qué quiere decir con eso, Nada especial, siga, Abrió la puerta y le dijo al médico, entre doctor, aquí tenemos a este inútil, el inútil era yo, claro, como ve la soledad no tiene límites, está en todas partes, Se sintió alguna vez realmente inútil, Es difícil responder, por lo menos no recuerdo haberme sentido verdaderamente útil, creo incluso que ésa es la primera soledad, no sentirnos útiles, Aunque los otros piensen lo contrario, o nosotros se lo hagamos pensar, Los otros se engañan muchas veces, También nosotros. Fernando Pessoa se levantó, entreabrió las contraventanas, miró hacia fuera, Imperdonable olvido, dijo, no haber metido a Adamastor en Mensagem, un gigante tan fácil, de tan clara lección simbólica, Lo ve desde ahí, Lo veo, pobre gigante, Camões se sirvió de él para expresar quejas de amor que probablemente estaban en su alma, y para profecías menos que obvias, anunciar naufragios a quien anda en el mar, para eso no son precisos dones adivinatorios particulares, Profetizar desgracias siempre fue señal de soledad, si hubiera correspondido Tetis al amor del gigante, otro hubiera sido su discurso. Fernando Pessoa estaba otra vez sentado, en la misma posición, Va a quedarse mucho rato, preguntó Ricardo Reis, Por qué, Tengo sueño, No se preocupe por mí, duerma cuanto quiera, a no ser que le moleste mi presencia, Lo que me molesta es verlo ahí sentado, al frío, No necesito cuidados especiales, hasta podría estar en mangas de camisa, pero usted no debería dormir con el batín, es algo impropio, Voy a quitármelo. Fernando Pessoa le extendió el batín sobre la colcha, arregló las mantas, alineó el embozo, maternalmente, Ahora, duerma, Mire, Fernando, hágame un favor, apague la luz, a usted le debe de ser igual quedarse a oscuras. Fernando Pessoa fue hasta el interruptor, el cuarto quedó en súbita oscuridad, luego, muy lentamente, la claridad de los faroles de la calle se fue insinuando por las rendijas de la ventana, una franja luminosa, tenue, indecisa polvareda, se proyectó en la pared. Ricardo Reis cerró los ojos, murmuró, Buenas noches Fernando, le pareció que había pasado mucho tiempo cuando oyó la respuesta, Buenas noches, Ricardo, contó aún hasta cien, o creyó haber contado, abrió pesadamente los ojos, Fernando Pessoa seguía sentado en la misma silla, con las manos cruzadas sobre la rodilla, imagen de abandono, de última soledad, por qué, tal vez porque no lleva gafas, pensó Ricardo Reis, y esto, en su sueño confuso, le pareció la más terrible de las desgracias. Mediada la noche despertó, ya no llovía, el mundo viajaba a través del espacio silencioso. Fernando Pessoa no había cambiado de posición, miraba hacia la cama, sin expresión alguna, como una estatua de ojos lisos. Mucho más tarde volvió Ricardo Reis a despertar, había oído el ruido de una puerta al cerrarse. Fernando Pessoa no estaba ya en la habitación, había salido con la primera luz del amanecer.

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