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Ricardo Reis bajó antes de que el reloj diera la hora, y no por urgencias de apetito sino por repentina curiosidad, saber si habrían llegado más españoles, si llegó Marcenda y su padre, pensó en Marcenda, dijo incluso su nombre en voz baja, y quedó observándose atentamente como un aprendiz de químico que ha mezclado un ácido y una base y agita el tubo de ensayo, no vio mucho, siempre pasa así si no se ayuda a la imaginación, la sal que de aquello salió era de esperar, tantos son los milenios que llevamos en esto de mezclar sentimientos, ácidos y bases, hombres y mujeres. Recordó el alborozo adolescente con que la había mirado la primera vez, entonces se insinuó a sí mismo que lo movían la simpatía y la compasión ante aquella terrible enfermedad, la mano caída, el rostro pálido y triste, y luego aquel diálogo largo ante el espejo, árbol del conocimiento del bien y del mal, no tiene nada que aprender, basta mirar, qué palabras extraordinarias habrían cambiado sus reflejos, no pudo capturarlas el oído, sólo repetida la imagen, repetido el movimiento de los labios, con todo, quizá en el espejo se haya hablado una lengua diferente, quizá otras palabras se hayan dicho en aquel cristalino lugar, entonces fueron otros los sentidos expresados, pareciendo que, como una sombra, los gestos se repetían, otro fue el discurso, perdido en la inaccesible dimensión, perdido también, en fin, lo que de este lado se dijo, sólo conservados en el recuerdo algunos fragmentos, no iguales, no complementarios, no capaces de reconstituir el discurso entero, el de este lado, insistimos, por eso los sentimientos de ayer no se repiten en los sentimientos de hoy, se quedaron por el camino, irrecuperables, añicos de un espejo roto, la memoria. Mientras baja la escalera hacia el primer piso le tiemblan un poco las piernas a Ricardo Reis, no se asusta, la gripe suele dejarle a uno así, muy ignorantes de la materia seríamos si creyéramos que este temblor es efecto de sus pensamientos, y aún menos de esos que, laboriosamente, han quedado aquí fijados, no es cosa fácil pensar cuando se va bajando una escalera, haga cualquiera la experiencia, ojo con el cuarto peldaño.

Salvador estaba en el mostrador atendiendo al teléfono, tomaba notas a lápiz, decía, Muy bien sí señor a sus órdenes, y compuso una sonrisa mecánica y fría que quería aparentar distraída, o estaría la frialdad en la mirada inexpresiva, como ésta de Pimenta, que ha olvidado ya las propinas generosas, algunas desatinadas, Qué, va mejor, doctor, pero la mirada no dice eso, dice, Ya me olía yo que había un misterio en tu vida, y estos ojos no conseguirán decir más mientras Ricardo Reis no vaya a la policía y vuelva, si vuelve. Ahora entró el sospechoso en el salón, contra la costumbre ruidosa de palabras castellanas, parece un hotel de la Gran Vía, los murmullos que logran hacerse oír en los intervalos son modestas locuciones de lusitanos, la voz del pequeño país que somos, tímida hasta en su propia casa, o, como también de tímidos es uso, subiendo a las alturas del falsete para afirmar verdaderas o pretendidas sabidurías de la lengua de allá, Usted, Entonces, Muchas gracias, Pero, Vaya, De esta suerte, [9] nadie es perfecto portugués si no habla otra lengua mejor que la suya propia. Marcenda no estaba, pero estaba el doctor Sampaio, de charla con dos españoles que le explicaban la situación política del país vecino paralelamente a la odisea que había sido la fuga de sus lares, Gracias a Dios que vivo a tus pies llego, [10] como dijo el otro. Ricardo Reis pidió perdón, se sentó en el extremo del sofá mayor, quedaba lejos del doctor Sampaio, mejor así, pues no le apetecía gran cosa entrar en el diálogo hispano-portugués, lo que le preocupaba ahora es saber si Marcenda había venido o se había quedado en Coimbra. El doctor Sampaio no dio muestras de reparar en su llegada, asentía gravemente con la cabeza cuando oía a don Alonso, desdoblaba la atención cuando don Lorenzo apuntaba el detalle olvidado, y ni siquiera desvió los ojos cuando Ricardo Reis, aún con las secuelas de su gripe, tuvo un violento ataque de tos que lo dejó jadeante y secándose los ojos. Abrió luego Ricardo Reis un periódico, se enteró de que había estallado en Japón un movimiento de oficiales del ejército que querían que se declarase la guerra a Rusia, desde la mañana conocía la noticia pero la apreciaba ahora con atención insistente, ponderaba, reflexionaba, daba tiempo al tiempo, bajará Marcenda, si vino, tienes que hablarme, doctor Sampaio, lo quieras o no, tengo que ver si tienes los ojos inexpresivos como los de Pimenta, que estoy seguro de que Salvador te ha contado ya que tengo que ir a la policía.

Dieron las ocho, sonó el inútil gong, algunos huéspedes se levantaron y salieron, languidecía la conversación de los otros, los españoles cruzaban y descruzaban las piernas impacientes, pero el doctor Sampaio los retenía, les aseguraba que en Portugal podrían vivir en paz el tiempo que quisieran, Portugal es un oasis, aquí la política no es cosa del vulgo, por eso hay tanta armonía entre nosotros, el sosiego que ven en las calles es el que impera en los espíritus. Pero los españoles ya habían oído otras veces, y de otras bocas, estas declaraciones de enhorabuena y bienvenida, y no es el estómago órgano que con ellas pueda satisfacerse, por eso con tres palabras se despidieron, tenían a las familias esperando a que fueran a buscarlas a las habitaciones, hasta pronto. El doctor Sampaio tropezó entonces con los ojos de Ricardo Reis, exclamó, Pero estaba ahí, no le había visto, cómo le va, pero Ricardo Reis vio perfectamente que quien estaba mirando para él era Pimenta, o Salvador, no se distinguían gerente, doctor y maletero, recelosos todos, Yo lo vi, pero no quise interrumpirle, tuvo un buen viaje, y cómo está su hija, Igual, ni mejor ni peor, es nuestra cruz, de ella y mía, Un día uno y otro verán recompensada su perseverancia, son tratamientos largos, y habiendo dicho tan poco, se callaron, violento el doctor Sampaio, irónico Ricardo Reis, que, benévolo, lanzó un garrancho al fuego que se apagaba, Leí el libro que me recomendó, Cuál, Conspiración, no lo recuerda, Ah, sí, pero no le gustó, probablemente, no lo valoró, Qué va, amigo mío, admiré profundamente su excelente doctrina nacionalista, el lenguaje vernáculo, la intensidad de los conflictos, la finura del bisturí psicológico, sobre todo aquella generosa alma de mujer, se sale de la lectura como de un baño lustral, creo incluso que para muchos portugueses este libro va a ser como un segundo bautismo, un nuevo Jordán, y Ricardo Reis remató la apología dando al rostro una expresión como discretamente transfigurada, con lo que acabó de desconcertarse el doctor Sampaio, embarazado por la contradicción entre estas alabanzas y la citación de que, confidencialmente, le había hablado Salvador, Ah, fue lo que dijo, casi cediendo al impulso de la primera simpatía, pero tuvo más fuerza la sospecha, decidió mostrarse reservado, cortar los puentes, por lo menos mientras el caso no estuviera aclarado, Voy a ver si mi hija baja a cenar, y salió rápidamente. Ricardo Reis sonrió, volvió a coger el periódico, decidido a ser el último en entrar en el comedor. Poco después oyó la voz de Marcenda, luego la del padre respondiéndole, Cenamos con el doctor Reis, preguntaba ella, y él, No hemos quedado en nada, el resto de la conversación, si es que hubo más, siguió al otro lado de las puertas acristaladas, y podría haber sido así, Como ves, no está aquí, aparte de eso, me he enterado de ciertas cosas, no es conveniente que nos mostremos con él en público, Qué cosas, padre, Lo ha llamado la policía de defensa del Estado, fíjate, y, hablando francamente, no me sorprende nada, siempre creí que ahí había algún misterio, La policía, Sí, la policía, y ella, Pero es médico, vino de Brasil, Qué sabemos nosotros, es él quien dice que es médico, y puede que haya venido huyendo, Pero papá, Tú eres una chiquilla, no sabes nada de la vida, vamos a sentarnos en esa mesa, es un matrimonio español, parece gente fina, Preferiría estar sola contigo, Las mesas están todas ocupadas, o nos sentamos con alguien o esperamos, pero yo prefiero sentarme ya, Está bien, padre. Ricardo Reis había vuelto a su cuarto, cambió de idea, pidió que le llevaran la cena, Aún me siento un poco débil, dijo, y Salvador se limitó a asentir con la cabeza, sin dar mayor confianza. Aquella noche, después de cenar, Ricardo Reis escribió unos versos, Como las piedras que en el borde de los canteros el hado nos dispone, y allí quedamos, esto sólo, más tarde se vería si de tan poco podría hacer una oda, para seguir dándole ese nombre a composiciones poéticas que nadie sabría cantar, si cantables eran, y con qué música, como habían sido las de los griegos en su tiempo. Aún añadió, pasada media hora, Cumplamos lo que somos, nada más nos es dado, y apañó la hoja de papel, murmurando, Cuántas veces habré escrito esto mismo de otras maneras. Estaba sentado allí en la butaca, vuelto hacia la puerta, el silencio le pesaba sobre los hombros como un duende travieso. Entonces oyó un blando deslizarse de pies en el corredor, es Lidia que viene tan pronto, pero no era ella, por debajo de la puerta apareció un papel doblado, blanco, avanzaba muy lentamente, luego, con un movimiento brusco, fue proyectado hacia delante. Ricardo Reis no abrió la puerta, comprendió que no debía hacerlo. Sabía quién era, quién había escrito aquella hoja, tan seguro estaba que ni prisa tuvo de levantarse, se quedó mirando el papel, ahora medio abierto, Lo dobló mal, pensó, con prisas, estará escrito a la carrera, con letra nerviosa, aguda, por primera vez veía esa caligrafía, cómo escribirá, tal vez coloque un peso en la parte de arriba de la hoja para mantenerla sujeta, o se sirve de la mano izquierda como pisapapeles, ambos inertes, o de uno de esos muelles de acero usados en los despachos para juntar documentos, Sentí no verlo, dice, pero ha sido mejor así, mi padre sólo quiere estar con los españoles, porque, apenas llegamos, le dijeron que la policía le ha llamado, y que no quiere que lo vean con usted. Pero a mí me gustaría hablarle, nunca podré olvidar su ayuda. Mañana, entre tres y tres y media, pasearé por el Alto de Santa Catarina, si quiere podemos hablar un poco. Una doncella de Coimbra, por medio de un furtivo billete, da una cita a un médico de mediana edad que acaba de regresar de Brasil, quizá huyendo, sospechoso al menos, qué folletín se está armando aquí.

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