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Aquel día, y el siguiente, Ricardo Reis no salió de su habitación. Fue a visitarlo Salvador, Pimenta se informó de su estado, todo el personal del hotel desea que se mejore, doctor. Más por acuerdo tácito que en cumplimiento de una orden formal, Lidia asumió plenamente las funciones de enfermera, sin conocimientos del arte, a no ser los que constituyen la herencia histórica de las mujeres, cambiar la ropa de la cama, acertar con la doblez de la sábana, llevar un té con limón, la pastilla a la hora exacta, la cucharada de jarabe y, perturbadora intimidad sólo de ellos dos conocida, aplicar en fricción enérgica la tintura de mostaza en las pantorrillas del paciente, con vistas a cargar sobre las extremidades inferiores los humores que en pecho y cabeza pesaban, o, si no era ésta la finalidad del tratamiento, otra sería de no menos cabal sustancia. Con tantas tareas a su cargo, nadie se sorprendía porque Lidia pasara todo el día en la habitación doscientos uno, y si alguien por ella preguntaba y recibía por respuesta, Está con el señor doctor, la malicia sólo se atrevía a mostrar la punta de las uñas, guardando para más tarde el mordisco inevitable, el aguijón, el colmillo puntiagudo. Y, pese a todo, nada más inocente que este gesto y palabra, Ricardo Reis, recostado en la almohada, Lidia insistiendo, Sólo esta cucharadita, es el caldo de gallina que él se niega a probar, por hastío, también por hacerse rogar, juego que parecerá ridículo a quien goce de perfecta y feliz salud, y tal vez lo sea realmente, que en verdad no está Ricardo Reis tan enfermo que no pueda alimentarse por sus propios medios y fuerzas, pero sólo ellos dos lo saben. Y si por azar un contacto más perturbador los aproxima, ponerle él la mano en el pecho, por ejemplo, de esto no pasan, quizá por cierta dignidad que hay en las enfermedades, pues es cierto su carácter sagrado, aunque en esta religión no sean raras las herejías, los atentados contra el dogma, los desmanes de mayor intimidad, como los que él se arriesgó a proponer, y fue ella quien se negó, Puede sentarle mal, loemos de la enfermera el escrúpulo, de la amante el pudor, como sabe, quiere y a su costa aprendió. Son detalles que podrían excusarse, pero faltan otros de mayor relieve, hablar de las lluvias y temporales que en estos dos días redoblaron, con grave daño de la cabalgata del martes, esto ya cansa tanto a quien lo dice como a quien lo oye, y en cuanto a eventos exteriores, que no faltan, es dudoso que interesen al relato, como es el haber aparecido muerto en Sintra un hombre que en diciembre había desaparecido de su casa, se llama Luis Uceda Ureña, misterio que permanece indescifrado aún hoy en los anales del crimen, y seguirá estándolo quizá hasta el Día del Juicio, si antes no hablan los testigos, puestas las cosas así, no quedan más que estos dos, huésped y camarera, mientras de él no se retire la gripe o resfriado, después volverá Ricardo Reis al mundo, Lidia a sus escobas, ambos al relajo nocturno, rápido o demorado conforme sea la urgencia o vigilancia. Mañana, que es miércoles, llegará Marcenda, esto no lo ha olvidado Ricardo Reis, pero descubre, y si el descubrimiento le sorprende es de un modo igualmente enajenado, que la enfermedad le ha embotado los hilos de la imaginación, en definitiva la vida no es mucho más que estar tumbado, convaleciente de una enfermedad antigua, incurable y reincidente, con intervalos a los que llamamos salud, que algún nombre habríamos de darles vista la diferencia que hay entre los dos estados. Marcenda llegará, con su mano colgada, en busca de un imposible remedio, vendrá con ella su padre, el notario Sampaio, mucho más al husmeo de unas faldas que con la esperanza de ver curada a su hija, si es que no ha sido esa desesperanza lo que lo ha llevado a desfogarse sobre unos senos sin duda poco diferentes a los que ahora mismo Ricardo Reis ha conseguido retener junto a él, Lidia ya no se niega tan tajantemente, hasta ella, que nada sabe de enfermedades y medicinas, nota que el señor doctor ha mejorado mucho.

Y es en la mañana del miércoles cuando llega a Ricardo Reis una citación. Se la llevó el mismo Salvador, en mano de gerente, dada la importancia del documento y su procedencia, la Policía de Vigilancia y Defensa del Estado, entidad hasta ahora no mencionada por extenso, porque no hubo ocasión, hoy la hay, que no por no hablar de las cosas van a dejar de existir, y aquí tenemos un buen ejemplo, parecía que nada había en el mundo más importante que el hecho de estar Ricardo Reis enfermo y Lidia asistiéndolo, en vísperas de la llegada de Marcenda, y mientras tanto estaba un escribiente llenando el impreso que habría de ser traído aquí, sin que ninguno de nosotros lo sospechara. Así es la vida, señor mío, nadie sabe qué nos reserva para mañana. En distinto sentido muestra su reserva Salvador, el rostro, no diríamos cerrado como una nube de invierno pero perplejo, con la expresión de quien, al comprobar el balance del mes, encuentra un saldo inferior al que le había sido prometido por simple cálculo mental, Aquí tiene una citación, dice, y los ojos se clavan en el objeto de ella con la misma desconfianza con que examinarían una columna contable. Dónde está el error, veintisiete y cinco treinta y tres, cuando realmente deberíamos saber que no pasan de treinta y dos, Una citación, para mí, se asombra con razón Ricardo Reis, pues su único delito, y aun así delito no punible normalmente para estas policías, es recibir a horas muertas a una mujer en su cama, si es que esto es delito. Más que el papel, que aún no ha tomado en sus manos, le inquieta la expresión de Salvador, su mano parece temblar levemente, De quién viene, pero él no respondió, hay palabras que no deben pronunciarse en voz alta, sólo cuchicheadas o transmitidas mediante signos, o silenciosamente leídas como ahora las lee Ricardo Reis, mitigando las mayúsculas, por ser tan amenazadoras, policía de vigilancia y defensa del Estado, Y qué tengo yo que ver con esto, hace la pregunta con displicente alarde, le añade un epílogo tranquilizador, Será un error, lo dice para el desconfiado Salvador, ahora en esta línea pongo la firma, enterado, el día dos de marzo estaré allí, a las diez de la mañana, Rua Antonio María Cardoso, está muy cerca, primero se sube por la Rua do Alecrim hasta la esquina de la iglesia, luego se gira a la derecha, otra vez a la derecha, delante hay un cine, el Chiado Terrasse, al otro lado de la calle está el Teatro de San Luis, rey de Francia, son buenos lugares para divertirse uno, artes de luz y escenario, justo al lado está la policía, no hay error, o quizá por haber error lo llaman de allí. Se retiró el grave Salvador para llevar al emisario y mensajero la garantía formal de que había entregado su recado, y Ricardo Reis, levantado ya de la cama y sentado en la butaca, lee y vuelve a leer la intimatoria, debe comparecer para ser oído en declaración, pero por qué, oh dioses, si nada hice que pueda serme reprochado, ni debo ni presto, no conspiro, me convenzo aún más de que no vale la pena conspirar tras la lectura de Conspiración, obra por Coimbra recomendada, aún resuena en mis oídos la voz de Marilia, Papá, usted estuvo a punto de ser detenido hace dos días, ahora bien, cuando estas cosas pasan a los papás, qué no pasará a los que no lo son. Todo el personal del hotel sabe ya que el cliente de la doscientos uno, el doctor Reis, el que vino de Brasil hace dos meses, ha sido llamado por la policía, alguna gorda habrá hecho por allá, o por acá, no quisiera estar en su pellejo, ir a la pvde, [8] ya veremos si lo dejan salir, aunque, si fuera cuestión de cárcel no le habrían mandado una citación, simplemente se presentaban aquí y se lo llevaban. Cuando al anochecer bajó Ricardo Reis a cenar, se sentía ya lo bastante sólido en sus piernas como para no quedarse en la habitación, verá cómo lo miran los camareros, cómo sutilmente se apartan de él, no se muestra Lidia tan desconfiada, entró en el cuarto cuando apenas Salvador había bajado el primer tramo de escalones, Dicen que lo llaman de la policía internacional, se alarma la pobre muchacha, Sí, aquí tengo la citación, pero no hay por qué preocuparse, debe de ser cuestión de papeleo, Dios le oiga, porque de esa gente, por lo que sé, nada bueno hay qué esperar, son cosas que mi hermano me ha contado, No sabía que tuvieras un hermano, No hubo ocasión de decírselo, no va a estar una hablando siempre de su vida, De la tuya nunca me has dicho nada, Sólo le diría si me preguntara, y no me preguntó, Tienes razón, no sé nada de ti, sólo que vives aquí, en el hotel, y que sales en tus días de asueto, que estás soltera y por lo visto sin compromiso, Aún quiere más compromiso, respondió Lidia con estas cuatro palabras mínimas, discretas, que oprimieron el corazón de Ricardo Reis, no hace falta decirlo, pero fue exactamente así como él las oyó, con el corazón oprimido, probablemente la mujer ni se dio cuenta de lo que había dicho, sólo quería herirse, y de qué, o ni siquiera tanto, sólo comprobar un hecho incontrovertible, como si dijera, Mira, está lloviendo, en definitiva salió de su boca la amarga ironía, como en las novelas se escribe, Yo, doctor, soy una simple camarera, apenas sé leer y escribir, no tengo, por qué tener vida, y si la tuviera, qué vida podría ser la mía capaz de interesarle a usted, así podríamos continuar multiplicando palabras por palabras, añadiéndolas a las cuatro dichas, Aún quiere más compromiso, si esto fuera un duelo a espada, Ricardo Reis estaría sangrando. Lidia va a retirarse, señal de que no habló al azar, hay frases que parecen espontáneas, producto de la ocasión, y sólo Dios sabe qué muela las molió, qué filtros las filtraron, invisiblemente, por eso cuando logran expresarse salen como sentencias salomónicas, o mejor, tras ellas lo mejor sería el silencio, que uno de los dos interlocutores se ausentara, el que las dijo, o quien las oyó, pero en general no se procede así, la gente habla, habla, hasta que uno pierde por completo el sentido de aquello que, por un instante, fue definitivo e incontrovertible, Qué cosas te ha contado tu hermano, y quién es, preguntó Ricardo Reis. Lidia no salió ya, volvió atrás dócil y explicó, el bote fulminante había pasado ya, Mi hermano está en la marina, En qué marina, En la de guerra, es marinero en el Afonso de Albuquerque, Es mayor que tú o más joven, Ha cumplido veintitrés, se llama Daniel, Tampoco sé tu apellido, Martins, Por parte de padre o de madre, De madre, soy hija de padre desconocido, nunca conocí a mi padre, Pero tu hermano, Es medio hermano, su padre murió, Ah, Daniel está contra el gobierno y me ha contado, Veo que tienes mucha confianza en mí, Oh, señor doctor, si no tuviera confianza en usted. Una de dos, o Ricardo Reis es un torpe esgrimidor, descuidado en la guardia, o esta Lidia Martins es amazona de arco, flecha y espada, a no ser que consideremos aún una tercera hipótesis, la de que estén los dos hablando sin prevención, sin cuidarse de sus recíprocas fuerzas y flaquezas, y mucho menos de sutilezas de analista, entregados sólo a una conversación ingenua, él sentado, porque es su derecho y está convaleciente, ella de pie, como es su obligación de subalterna, tal vez sorprendida por tener tanto que decirse uno a otro, extenso discurso éste si lo comparamos con la brevedad de los diálogos nocturnos, poco más que el elemental y primitivo murmullo de los cuerpos. Ricardo Reis se enteró así de que el lugar donde tendrá que presentarse el lunes es sitio de mala fama y de obras aún peores que su fama, pobre quien caiga en sus manos, torturas, castigos, interrogatorios a cualquier hora, no es que Daniel lo supiera por propia experiencia, repite sólo lo que le han contado, al menos por ahora, como tantos de nosotros, pero, si son verdaderos los refranes, tiempo al tiempo, hay más mareas que marineros, nadie sabe lo que le espera, Dios es el administrador del futuro y no proclama sus intenciones para que podamos ponernos a cubierto, o es mal gerente de ese capital, como algunos piensan, pues ni su propio destino fue capaz de prever, Entonces, en la marina, no están por el gobierno, resumió Ricardo Reis, y Lidia se limitó a encogerse de hombros, aquellas opiniones subversivas no eran suyas, eran de Daniel, marinero, hermano menor, pero hombre, que de hombres son generalmente esas osadías, no de mujeres, y si algo sabe fue porque se lo contaron, y ya ve no se puede estar siempre con la boca cerrada, Lidia ya la abrió, pero fue para bien.

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