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Fue una noche febril, mal dormida. Antes de tenderse, fatigado, en la cama, Ricardo Reis tomó dos cafiaspirinas, se metió el termómetro en la axila, pasaba de los treinta y ocho, era de esperar, esto debe ser el inicio de una gripe, pensó. Se quedó dormido, despertó, había sonado con grandes planicies bañadas de sol, con ríos que se deslizaban en meandros entre los árboles, barcos que descendían solemnes la corriente, o distraídos, y él viajando en todos, multiplicado, dividido, haciéndose gestos de despedida a sí mismo o como si con el gesto quisiera anticipar un encuentro, después los barcos entraron en un lago o estuario, aguas quietas, paradas, se quedaron inmóviles, serían diez quizá, o veinte, un número cualquiera, sin vela ni remo, al alcance de la voz, pero los marineros no podían entenderse, hablaban todos al mismo tiempo, y como eran iguales sus palabras, y en igual secuencia, no se oían unos a otros, por fin los barcos empezaron a hundirse, el coro de las voces se fue reduciendo, Ricardo Reis, en sueños, intentaba fijar las palabras, las últimas, y creyó incluso que lo había conseguido, pero el último barco se fue al fondo, las sílabas desgajadas, sueltas, borbotearon en el agua, exhalación de la palabra ahogada, subieron a la superficie, sonoras pero sin significado, adiós no era, ni promesa, ni testamento, y aunque lo fueran, sobre las aguas ya no había nadie para oírlas. También discutió consigo mismo, durmiendo o despierto, si la máscara era Fernando Pessoa, y primero concluyó que sí, más tarde refutó lo que le había parecido lógica aparente en nombre de lo que creía lógica profunda, cuando volviera a encontrarlo se lo preguntaría, él le diría la verdad, no diría, Pero Reis, no se dio cuenta de que se trataba de una broma, cómo me iba a disfrazar de muerte, al modo medieval, yo, que soy un muerto y una persona seria, ponderada, tiene conciencia del estado en que se halla, y es discreto, detesta la desnudez absoluta que es el esqueleto y, cuando aparece, o se comporta como yo, así, llevando el traje con que lo vistieron, o se envuelve en la mortaja si le da por asustar a alguien, cosa a la que yo, por otra parte, como hombre de buen gusto y respeto que me complazco en seguir siendo, no me iba a prestar nunca, hágame esa justicia, No valía la pena habérselo preguntado, murmuró. Encendió la luz, abrió The god of the labyrinth, leyó página y media, se dio cuenta de que hablaba de dos jugadores de ajedrez, pero no llegó a la conclusión de si jugaban o charlaban, las letras se confundían ante sus ojos, dejó el libro, estaba ahora en la ventana de su casa de Río de Janeiro, veía a lo lejos aviones que lanzaban bombas sobre la Urca y Praia Vermelha, el humo subía en grandes ovillos negros, pero no oía ruido alguno, probablemente se había vuelto sordo, o quizá no había poseído nunca el sentido del oído, incapaz, pues, de representar en la mente, con ayuda de los ojos, el estallido de las granadas, las salvas desconcertadas de la fusilería, los gritos de los heridos, si a tan gran distancia podían oírse. Despertó inundado en sudor, el hotel estaba envuelto en el gran silencio nocturno, dormidos todos los huéspedes, hasta los refugiados españoles, si de repente los despertáramos y les preguntáramos, Dónde está, responderían, Estoy en Madrid, Estoy en Cáceres, los engaña el confort de la cama, en los altos de la casa duerme quizá Lidia, unas noches baja, otras no, ahora ya conciertan sus encuentros, ella baja en gran secreto a su cuarto, muy de noche, ha decaído el entusiasmo de las primeras semanas, es natural, de los tiempos todos el más fugaz es el de la pasión, que también en estas relaciones desiguales la ardiente palabra tiene cabida, y, aparte, hay que desarmar las desconfianzas, si las hay, la maledicencia, se murmura, por lo menos no se muestran a las claras, quizá Pimenta no haya ido más allá de aquella maliciosa insinuación, es cierto que puede haber otras poderosas razones, biológicas, por así decir, como estar Lidia con su periodo o regla, con los ingleses, según el dicho popular, llegaron los casacas rojas, desaguadero del cuerpo femenino, rubro derrame. Despertó, volvió a despertar, una luz cenicienta, fría y mate, aún más noche que día, se filtraba por la persiana, por los cristales, por los visillos, diseñaba el contorno del cortinaje mal corrido, ponía en el brillo de los muebles una aguada levísima, el cuarto helado amanecía como un paisaje gris, felices los animales hibernantes, sibaritas prudentes, hasta cierto punto señores inconscientes de su propia vida, pues no hay noticia de que haya muerto uno de ellos mientras dormía. De nuevo se tomó Ricardo Reis la temperatura, seguía la fiebre, después tosió, la he atrapado buena, no hay duda. El día, que tanto parecía retrasarse, se abrió de súbito como una puerta rápida, los rumores del hotel se unieron a los de la ciudad, lunes de carnaval, el día siguiente, en qué cuarto o en qué sepultura estará durmiendo o aún duerme el esqueleto del Barrio Alto, a lo mejor ni se desnudó, así como anduvo por las calles se metió en la cama, también duerme solo, pobre hombre, una mujer viva saldría de la cama pegando gritos si entre las sábanas la ciñera un óseo brazo, aunque fuera del amado, No somos nada, somos pero en vano, estos versos, recordados, los dijo Ricardo Reis en voz alta, los repitió murmurando, luego pensó, Tengo que levantarme, no se iba a quedar durmiendo todo el día, resfriado o gripe no piden más que un poco de precaución, remedios pocos. Se adormiló aún un rato, abrió los ojos repitiéndose, Tengo que levantarme, quería lavarse, afeitarse, detestaba los pelos blancos en la cara, pero era más tarde de lo que pensaba, no había mirado el reloj, ahora llamaban a la puerta, Lidia, el desayuno.

Se levantó, se puso la bata por los hombros, medio aturdido aún, las zapatillas se le escapaban de los pies, fue a abrir. Habituada a encontrarlo lavado, afeitado y peinado, Lidia, primero, pensó que habría trasnochado, que andaría por bailes y aventuras, Quiere que vuelva más tarde, preguntó, y él, mientras volvía a la cama dando traspiés, respondió con un súbito deseo de ser mimado y asistido como un niño, Estoy enfermo, no había sido eso lo que ella le había preguntado, posó la bandeja en la mesa, se acercó a la cama, él se había acostado ya, con un gesto sencillo le puso la mano en la frente, Tiene fiebre, bien lo sabía Ricardo Reis, de algo le servía ser médico, pero al oír que lo decía otra persona sintió pena de sí mismo, colocó una mano sobre la de Lidia, cerró los ojos, si no son más que estas dos lágrimas podré retenerlas así, como retenía aquella mano castigada por el trabajo, áspera, casi ruda, tan diferente de las manos de Cloe, Neera y la otra Lidia, de los dedos como husos, de cuidadas uñas, de las suaves palmas de Marcenda, de su única mano viva quiero decir, la izquierda es muerte anticipada, Debe de ser la gripe, pero me voy a levantar, De ninguna manera, puede coger un aire y de ahí a una pulmonía no hay nada, El médico soy yo, Lidia, soy yo quien sabe de esto, no voy a quedarme en cama como un inválido, sólo necesito que alguien vaya a la farmacia a buscar dos o tres medicinas, Sí señor, alguien ha de ir, voy yo o va Pimenta, pero de la cama no sale, tome el desayuno antes de que se enfríe, después le arreglo el cuarto y lo aireo un poco, y, diciendo esto, Lidia forzaba blandamente a Reis a sentarse, le ahuecaba la almohada, traía la bandeja, echaba leche al café, ponía azúcar, partía las tostadas, extendía la confitura, colorada de alegría, puede hacer feliz a una mujer ver al hombre amado postrado en el lecho del dolor, mirarlo con esta luz en los ojos, o será preocupación y cuidado, tanto que parece sentir ella la fiebre de que él se ha quejado, es de nuevo el fenómeno de que el mismo efecto tenga diferentes causas. Ricardo Reis se dejó mimar, rodear de atenciones, rápidos roces con los dedos, como si lo estuvieran ungiendo, es difícil saber si es la primera unción o la última, había acabado de tomar el café con leche y se sentía deliciosamente somnoliento, Abre el armario, en el fondo hay un maletín negro, a la derecha, tráemelo aquí, gracias, del maletín sacó un bloc de recetas, impresas las hojas en lo alto, Ricardo Reis, clínica general, Rua do Ouvidor, Río de Janeiro, cuando estrenó este bloc no podía imaginar que tan lejos iría a acabarlo, o sólo a continuarlo, es así la vida, sin firmeza, o con una firmeza tan peculiar que siempre nos sorprende. Escribió unas líneas, dijo, No vayas tú a la farmacia, a no ser que te manden, dale la receta a Salvador, es él quien debe dar las órdenes, y ella salió, se llevó la receta y la bandeja, pero antes le dio un beso en la frente, tuvo ese atrevimiento, una domestica, una camarera de hotel, imagínese, tal vez tenga derecho, el llamado derecho natural, otro no, si él no se lo retira, que ésa es la condición absoluta. Ricardo Reis sonrió, hizo un gesto vago con los dedos de la mano que iba a protegerse bajo la sábana, a huir del frío, y se volvió hacia el lado de la pared. Se quedó dormido de inmediato, indiferente a su aspecto, el pelo gris despeinado, la barba apuntando, la piel deslucida y húmeda de las fiebres nocturnas. Un hombre puede estar enfermo, aún más gravemente que éste, y tener su momento de felicidad, aunque sea sólo el de sentirse como una isla desierta sobrevolada por un ave de paso traída y llevada por el viento inconstante.

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