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Si no fuera por el mal tiempo, que no hay medio de que mejore, llueve día y noche, no da descanso a labradores y otros agrícolas, con inundaciones que son las peores desde hace cuarenta años, lo dicen los registros y la memoria de los viejos, sería formidable el carnaval de este año, tanto por lo que le es propio como por lo que, no siendo efecto de la época, la ha de señalar en el juicio del porvenir. Queda ya dicho que están entrando a chorro refugiados españoles, que no se quiebre su ánimo y podrán encontrar en nuestra tierra, en abundancia, diversiones que en la suya suelen ser letra muerta, y mucho más ahora. Pero en cuanto a motivos para nuestro propio contento, ésos sobrarían, sea la orden dada por el gobierno para que se empiece a estudiar la construcción de un puente sobre el Tajo, o el decreto que regulará el uso de los automóviles del Estado para representación y servicio oficial, o el donativo a los trabajadores del Duero, cinco kilos de arroz, cinco de bacalao y diez escudos por cabeza, que no sorprenda la prodigalidad excesiva, el bacalao es lo más barato que tenemos, y uno de estos días va a echar un discurso un ministro preconizando la creación de la sopa de los pobres en cada feligresía, y el mismo ministro, llegado de Beja, dirá a los periódicos, He comprobado en el Alentejo la importancia de la beneficencia particular en la superación de la crisis laboral, cosa que, traducida al portugués cotidiano, quiere decir, Una limosnita, patrón, por el alma de sus difuntos. Pero, lo mejor, por venir de más elevada instancia, la primera por debajo de Dios, fue la declaración del cardenal Pacelli en el sentido de que Mussolini es el mayor restaurador cultural del imperio romano, este purpurado, por lo mucho que ya sabe y lo más que promete saber, merece ser papa, ojalá no lo olviden el Espíritu Santo y el cónclave cuando llegue el feliz día, aún andan las tropas italianas fusilando y bombardeando por Etiopía y ya el siervo de Dios profetiza imperio y emperador, ave césar, ave maña.

Ay qué diferente es el carnaval en Portugal. Allá en las tierras del otro lado del mar, las tierras de Cabral donde canta el sabiá y brilla la Cruz del Sur, bajo aquel cielo glorioso, y calor, que si el cielo se enturbia al menos el calor no falta, desfilan las comparsas bailando avenida abajo, con cuentas que parecen diamantes, lentejuelas que fulgen como piedras preciosas, paños que tal vez no sean ni sedas ni rasos pero cubren y descubren los cuerpos como si lo fueran, en las cabezas ondean plumas y penachos, guacamayos, aves del paraíso, gallos salvajes, y el samba, el samba terremoto del alma, hasta Ricardo Reis, hombre sobrio, muchas veces sintió moverse dentro de él los refrenados tumultos dionisíacos, sólo por miedo a su cuerpo no se lanzaba al torbellino, que uno sabe cómo empiezan estas cosas, pero no cómo van a acabar. En Lisboa no corre estos peligros. El cielo está como estaba, lluvioso, pero no tanto como para impedir el desfile de las comparsas, bajarán por la Avenida da Liberdade, entre las conocidas filas de gente pobre, de los barrios, cierto es que también hay sillas para quien las quiere alquilar, pero ésas tendrán poca clientela, estarán empapadas, parece también una broma de carnaval, siéntate aquí, junto a mí, ay, me he mojado toda. Estas carrozas rechinan, se bambolean, pintarrajeadas con figuras, encima va gente que ríe y hace carantoñas, máscara de lo feo y lo bonito, tiran serpentinas al público, saquitos de maíz y habichuelas que si dan en el blanco hacen daño, y el público corresponde con un entusiasmo triste. Pasan algunas carrozas abiertas con provisión de paraguas, gesticulan desde dentro muchachas y caballeros tirándose confeti unos a otros. Alegrías de éstas las hay también entre el público, por ejemplo, está esta muchacha mirando triste el desfile y viene por detrás un mozo con una mano llena de papelitos, se los aprieta contra la boca, refriega frenéticamente y aprovecha la sorpresa para meter mano por donde puede, después ella se queda escupiendo, escupiendo, mientras él, desde lejos, ríe, son galanteos a la portuguesa, hay bodas que empezaron así, y son felices. Se usan pulverizadores para echar chorrillos de agua a la cara o al cuello de la gente, estos pulverizadores conservan aún su nombre de lanzaperfumes, es lo que queda, el nombre, del tiempo en que eran suave violencia de salones, bajaron luego a la calle, al menos que esté limpia el agua, y no sea de cloaca, como a veces se ha visto. Ricardo Reis se cansó en seguida de tanta comitiva andrajosa, pero aguantó a pie firme, nada que tuviera que hacer era más importante que estar aquí, lloviznó por dos veces, otra cayó un chaparrón, y aún hay quien cante loores al clima portugués, no digo que no, pero para carnavales no sirve. Al caer la tarde, acabado ya el desfile, se limpió el cielo, demasiado tarde, carros y carrozas siguieron hacia sus destinos, allá van, a secarse hasta el miércoles, retocarán las pinturas corridas, pondrán las guirnaldas a secar, pero las máscaras, incluso chorreándoles melenas y cadillos, continuarán la fiesta por calles y plazas, callejones y travesías, y en los huecos de escaleras aquello que no se puede confesar o cometer a las claras, desfogándose así con mayor rapidez y baratura, la carne es flaca, el vino ayuda, el día de cenizas y de olvidos será el miércoles. Ricardo Reis se siente algo febril, quizá haya agarrado un resfriado viendo pasar la cabalgata, es posible también que la tristeza cause fiebre, la repugnancia delirio, a eso no ha llegado aún. Una máscara se metió con él, armado con un facón de palo y un bastón, chocándolos con gran estrépito, borracho, pidiendo equivocado, Dame, dame un meneo, y arremetía contra el poeta, con la barriga avanzada en proa, dilatada por un postizo, almohada o rollo de trapos, una juerga, aquel desaborido de sombrero y gabardina intentando esquivar al viejo carnavalero, tocado de bicornio, casaca de seda, calzón y medias, Dame un meneo, lo que quería era dinero para vino, Ricardo Reis le dio unas monedas, el otro hizo unos grotescos pasos de danza, batiendo el suelo con la espada y el palo, y siguió, llevándose tras él a una caterva de chiquillos y a los acólitos del cortejo. En un carrito, como de bebé, con las piernas fuera, iba un zascandil con la cara pintada, gorrito en la cabeza, babero al cuello, haciendo como que lloraba, si es que no lloraba de verdad, hasta que el mamarracho disfrazado de ama le ponía en la boca un biberón de vino tinto del que mamaba con avidez, entre el alborozo del público reunido, donde, de repente, salió a la carrera un bigardo que, rápido como el rayo, se lanza a palpar el amplio seno fingido del ama y sale luego corriendo mientras el otro grita con voz aguardentosa, de hombre nada dudoso, Ven aquí, hijo de cabra, no corras, ven a palparme aquí, y unía el gesto a la palabra con ostensión suficiente para que señoras y mujeres desviaran los ojos después de haber visto, qué, nada de importancia, el ama lleva un vestido que le llega hasta media pierna, fue sólo el volumen de la anatomía agarrada con las dos manos, una inocencia. Es el carnaval portugués. Pasa un hombre con abrigo, lleva, sin darse cuenta, un cartel a la espalda, un papel clavado con un alfiler curvado, Se vende este animal, hasta ahora nadie ha querido saber el precio, aunque hay quien dice, al pasar a su lado, Tal va la bestia que ni la carga siente, y el hombre se ríe al ver lo divertidos que van los que con él se cruzan, al fin desconfía, lleva la mano atrás, arranca el papel, lo rompe furioso, todos los años igual, nos hacen estas bromas y reaccionamos siempre como si fuera la primera vez. Ricardo Reis va tranquilo, sabe que es difícil clavar un alfiler en una gabardina, pero las amenazas surgen de todas partes, acaba de caer rápidamente de un primer piso una escoba sujeta por una cuerda, le tira el sombrero al suelo, y encima se ríen a carcajadas las dos chiquillas de la casa, En carnaval nada ofende, claman a coro, y la evidencia del axioma es tan aplastante y convincente que Ricardo Reis se limita a recoger del suelo el sombrero sucio de barro, sigue callado su camino, ya ha vuelto a ver, y lo ha reconocido, el carnaval de Lisboa, es hora de volver al hotel. Afortunadamente están los chiquillos. Andan por ahí, de las manos de las madres, de las tías, de los abuelos, muestran las máscaras, se muestran ellos, no hay para un niño felicidad mayor que parecer lo que no es, van a las matinées, abarrotan las plateas y los anfiteatros de un público extraño, de manicomio, llevan saquitos de gasa con serpentinas, las caras pintadas de bermellón o albayalde, con narices postizas, tropiezan en los faldones largos o bombachos, les duelen los pies, tuercen la boca y los dientes de leche intentando sujetar en ellos una pipa, se les borra el bigote o las patillas, sin duda lo mejor del mundo son los pequeños, sobre todo cuando necesitamos una rima para sueños. Ahí están, miradlos, inocentes, sabe Dios si vestidos como les gustaría o si sólo representando un sueño de los adultos que eligieron o pagaron el alquiler del traje, son holandeses, palurdos, lavanderas, marinos, cantantes de fados, damas antiguas, criadas de servir, quintos, hadas, oficiales del ejército, españolas, carniceras, guardafrenos, pajes, tunos, campesinas con mucho vuelo de enaguas, payasos, piratas, cowboys, leñadores, cosacos, domadores, floristas, osos, gitanas, marineros, campesinos, pastores, enfermeras, arlequines, y luego irán a los periódicos para que los retraten, y aparecerán mañana, algunos de los niños disfrazados visitaron nuestra redacción, se quitaron, para el fotógrafo, las máscaras que llevan como complemento del disfraz, incluso el misterioso antifaz de colombina, tiene que quedar el rostro bien a la vista para que a la abuela se le caiga la baba de pura satisfacción, Es mi nieta, la pequeña, y luego, con tijeras amorosas, recorta el retrato, que va a parar a la caja de los recuerdos, la caja verde en forma de baúl que caerá en el muelle, ahora nos reímos, pero día vendrá en que nos dará ganas de llorar. Se hace de noche, Ricardo Reis va arrastrando los pies, será cansancio, será tristeza, será la fiebre que cree tener, un frío rápido ha anidado en su espalda, llamaría un taxi si no estuviera tan cerca del hotel, Dentro de diez minutos estaré en la cama, no voy a cenar, murmuró, y en este mismo instante apareció ante él, llegando del Carmo, un cortejo de plañideras, todos hombres vestidos de mujer, con excepción de los cuatro acompañantes con hachones que llevan el ataúd a hombros, y en él tumbado el que hace de muerto, con un pañuelo atándole la mandíbula y las manos cruzadas, aprovecharon que ya no llovía y se echaron a la calle, Ay mi maridito que no te vuelvo a ver, gritaba en falsete un bigardo cargado de crespones negros, y unos que hacían de huerfanitas, Ay papaíto, que tanta falta nos haces, alrededor corrían otros pidiendo ayuda para el entierro, que el pobrecillo murió hace ya tres días y empieza a apestar, y era verdad, alguien había reventado unas ampollas de ácido sulfhídrico, los muertos no suelen oler a huevos podridos, pero fue lo más parecido que encontraron. Ricardo Reis les dio unas monedas, menos mal que llevaba cambio, e iba a continuar su camino, por el Chiado arriba, cuando de pronto le pareció ver una silueta singular entre el cortejo del entierro, o quizá fuera, tratándose de un funeral, aunque fuera fingido, la presencia, lógica más que cualquier otra, de la muerte. Era una figura vestida de negro, con una tela ceñida al cuerpo, tal vez malla, y sobre el negro de la veste el trazado completo de los huesos, de cabeza a pies, a tanto puede llegar el gusto por la mascarada. Volvió Ricardo Reis a estremecerse, esta vez sabía por qué, recordó lo que le dijo Fernando Pessoa, sería él, Es absurdo, murmuró, nunca se le ocurriría una cosa así, y si lo hiciera no se uniría a esos haraganes, tal vez se colocara ante un espejo, eso sí, porque quizá así vestido consiguiera verse. Mientras iba diciendo esto, o sólo pensándolo, se acercó para ver mejor, el hombre tenía la altura, la complexión física de Fernando Pessoa, pero parecía más esbelto, quizá por la malla que vestía, que favorece siempre. La figura lo miró rápidamente y se alejó hacia el extremo del cortejo, Ricardo Reis fue tras ella, la vio subir por la Calçada do Sacramento, silueta espantosa, ahora sólo huesos en la negrura del aire, parecía pintada con blanco fosforescente y, al alejarse más de prisa, era como si dejara rastros luminosos tras él. Atravesó el Largo do Carmo, tomó, casi a la carrera, por la Rua da Oliveira, oscura y desierta, pero Ricardo Reis lo veía claramente, ni cerca ni lejos, un esqueleto andando, igual que aquel con que había estudiado en la Facultad de Medicina, el calcañar, la tibia y el peroné, el fémur, los huesos ilíacos, el pilar de las vértebras, la jaula del costillar, los omóplatos como alas que no pudieron crecer, las cervicales sustentando el cráneo lívido y lunar. La gente, al cruzarse con él, gritaba, Eh muerte, Eh estafermo, pero el enmascarado no respondía, ni volvía la cabeza, siempre adelante, el paso rápido, subió las Escaleras del Duque de dos en dos, ágil criatura, no podía ser Fernando Pessoa, que, pese a su educación británica, nunca fue hombre de proezas musculares. Tampoco lo es Ricardo Reis, con la disculpa de ser fruto de la pedagogía jesuítica, que se va quedando atrás, pero el esqueleto se detuvo en lo alto de las escaleras, mirando hacia abajo, como si le esperara, luego atravesó la plaza, se metió por la Travessa da Queimada, adonde me llevará esta muerte aciaga, y yo, por qué voy tras ella, por primera vez dudó si el enmascarado sería hombre o mujer, o ni mujer ni hombre, sólo muerte. Es hombre, pensó al ver que entraba en una taberna, recibido con gritos y aplausos, Mira la máscara, mira la muerte, y, vigilante, se puso a beber un vaso de vino en el mostrador, el esqueleto echado hacia atrás, tenía el pecho chato, no podía ser mujer. El enmascarado no se entretuvo, salió pronto, y Ricardo Reis no tuvo tiempo de apartarse y buscar un escondrijo, echó una carrerilla, pero el otro lo alcanzó en la esquina, se le veían los dientes verdaderos, y las encías brillando de saliva verdadera, y la voz no era de hombre, era de mujer, o a medio camino entre macho y hembra, Eh, tú, ceporro, por qué corres detrás de mí, eres marica o es que tienes prisa por morir, No, señor, creí desde lejos que era un amigo, pero por la voz ya veo que no lo es, Y quién te dice que no estoy fingiendo, realmente, la voz era otra ahora, indecisa también, pero de manera diferente, entonces Ricardo Reis dijo, Perdone, y el enmascarado respondió con una voz que parecía la de Fernando Pessoa, Vete a la mierda, y dándole la espalda desapareció en la noche cerrada. Como dijeron las chiquillas de la escoba, el carnaval es así, en carnaval nada ofende. Volvía a llover.

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