Nosotros, por aquí, vamos tirando, tan bien cuanto valgan las antes mencionadas maravillas. Donde la cosa va de mal en peor es en casa de nuestros hermanos, anda la familia muy dividida, que si gana Gil Robles las elecciones, que si gana Largo Caballero, y la Falange que ya ha hecho saber que va a enfrentarse en las calles a la dictadura roja. En este nuestro oasis de paz asistimos, compungidos, al espectáculo de una Europa caótica y colérica, en pugnas constantes, en conflictos políticos que, de acuerdo con la lección de Marilia, nunca llevan a nada bueno, ahora ha constituido Sarraut, en Francia, un gobierno de concentración republicana, pero inmediatamente se le han echado las derechas encima enarbolando sus razones, lanzando salvas sucesivas de críticas, acusaciones e injurias, con un tono desbocado que más parece de jayanes que de un país civilizado, modelo de maneras y faro de la cultura occidental. Menos mal que en este continente hay aún voces que se alzan para pronunciar palabras de paz y de concordia, y estamos refiriéndonos a Hitler, a su proclama ante los camisas pardas, Alemania no quiere más que trabajar en paz, y, para acallar definitivamente desconfianzas y escepticismos, se atrevió a ir más lejos y afirmó perentorio, Sepa el mundo que Alemania será pacífica y amará la paz como jamás pueblo alguno supo amarla. Cierto es que doscientos cincuenta mil soldados alemanes están dispuestos a ocupar Renania y que una fuerza militar alemana ha penetrado hace pocos días en territorio checo, pero, aunque a veces se aparece Juno en forma de nube, también es verdad que no todas las nubes son Juno y que la vida de las naciones se hace a base de mucho ladrar y poco morder, ya verán cómo, queriéndolo Dios, todo acabará en buena armonía. Con lo que no podemos estar nosotros de acuerdo es con que Lloyd George diga que Portugal está demasiado favorecido en materia de colonias, en comparación con Alemania e Italia. Aún el otro día nos pusimos dolorido luto por el rey Jorge V de ellos, y anduvimos por ahí, y quien quiso pudo verlo, los hombres de corbata negra y cinta en el brazo, las señoras con crespones, y ahora nos sale ése protestando de que tenemos colonias de más, cuando la verdad es que las tenemos de menos, visto el mapa rosa, que si se hubiera vengado aquella afrenta como era de justicia, nadie nos pondría ahora el pie delante, de Angola a Mozambique todo sería camino y bandera portuguesa. Y fueron los ingleses quienes nos robaron, pérfida Albion, como es costumbre de ellos, que hasta se duda de que sean capaces de otros comportamientos, es como un vicio, no hay pueblo en el mundo que no tenga contra ellos motivos de queja. Cuando Fernando Pessoa aparezca por aquí, Ricardo Reis no se olvidará de plantearle el interesante problema de la necesidad o no necesidad de las colonias, y no desde el punto de vista de Lloyd George, tan preocupado con la manera de acallar a Alemania dándole lo que a otros costó tanto ganar, sino desde el suyo propio, el de Pessoa, profético, sobre el advenimiento del Quinto Imperio que el destino nos reserva, y cómo va a resolver, por un lado, la contradicción, que es suya, de que Portugal no precisa colonias para aquel imperial destino, pero sin ellas menguaría ante sí mismo y ante el mundo, tanto material como moralmente, y, por otro lado, la hipótesis de que acaben siendo entregadas a Alemania colonias nuestras, y a Italia, como anda proponiendo Lloyd George, qué Quinto Imperio será pues ése, despojados, engañados, quién nos va a reconocer como emperadores, si nos dejan como un ecce homo, pueblo del dolor, tendiendo las manos, que bastó atar levemente, verdadera prisión es aceptar estar preso, las manos humilladas hacia la limosna del siglo, que por ahora aún nos permite seguir en vida. Tal vez Fernando Pessoa le responda, como otras veces, Bien sabe usted que no tengo principios, hoy defiendo una cosa, mañana otra, no creo en lo que defiendo hoy, no tendré fe mañana en lo que defienda, tal vez añada, quizá justificándose, Para mí ha dejado de haber hoy y mañana, cómo quiere que crea aún, o espere que otros puedan creer, y si creen, pregunto yo, sabrán verdaderamente en qué creen, sabrán, si lo del Quinto Imperio fue en mí vaguedad, cómo puede haberse transformado en certeza vuestra, en fin, creyeron tan fácilmente en lo que dije siendo yo esta duda nunca disfrazada, mejor habría hecho si me hubiese callado, asistiendo sólo, Como siempre he hecho yo, responderá Ricardo Reis, y Fernando Pessoa dirá, Sólo cuando estamos muertos asistimos, y ni siquiera de eso podemos estar seguros, muerto estoy, y vagabundeo de aquí para allá, me paro en las esquinas, y si fueran capaces de verme, que raros son los que pueden hacerlo, pensarían también que no hago más que ver pasar, ni reparan en mí si los toco, si alguien cae no puedo levantarlo, y pese a todo no me siento como si sólo estuviera asistiendo, o si realmente asisto, no sé lo que en mí asiste, todos mis actos, todas mis palabras, continúan vivos, avanzan más allá de la esquina en que me apoyo, los veo marchar, desde este lugar del que no puedo salir, los veo, actos y palabras, y no los puedo enmendar, si fueran expresión de un error, explicar, resumir en un acto solo y en una palabra única que lo expresaran todo por mí, aunque fuese para poner negación en el lugar de duda, oscuridad en lugar de la penumbra, un no en el lugar de un sí, ambos con el mismo significado, y lo peor de todo quizá no sean siquiera las palabras dichas y los actos realizados, lo peor, porque es irremediable definitivamente, es el gesto que no hice, la palabra que no dije, aquello que habría dado sentido a lo hecho y a lo dicho, Si un muerto se inquieta tanto, la muerte no es sosiego, No hay sosiego en el mundo, ni para los muertos ni para los vivos, Entonces dónde está la diferencia entre unos y otros, La diferencia es una sola, los vivos aún tienen tiempo, pero el mismo tiempo lo va acabando, para decir la palabra, para hacer el gesto, Qué gesto, qué palabra, No sé, se muere de no haberla dicho, se muere de no haberlo hecho, de eso se muere, no de enfermedad, y por eso le cuesta tanto a un muerto aceptar su muerte, Mi querido Fernando Pessoa, usted se ha vuelto loco de tanto leer, Mi querido Ricardo Reis, yo ya ni leo. Dos veces improbable esta conversación, queda registrada como si hubiese ocurrido, no había otra manera de hacerla plausible. No podía durar mucho el enfado celoso de Lidia, pues si Ricardo Reis no le había dado otras razones que estar hablando, con las puertas abiertas, con Marcenda, aunque en voz baja, o ni siquiera tanto, primero le dijeron que no necesitaban nada más, luego esperaron callados a que ella se retirara con las tazas de café, bastó esto para que le temblaran las manos.
Durante cuatro noches lloriqueó abrazada a la almohada antes de quedarse dormida, no tanto ya por un sentimiento de postergación, qué derechos tenía ella, camarera de hotel por tercera vez metida en aventuras con un huésped, qué derecho tenía a mostrarse celosa, son casos que ocurren y que hay que olvidar inmediatamente, pero lo que más le hería era que el señor doctor hubiera dejado de desayunar en su cuarto, hasta parecía un castigo, y por qué, Virgen Santa, si yo no hice nada. Pero al quinto día Ricardo Reis no bajó por la mañana, Salvador dijo, Oye, Lidia, lleva el café con leche a la doscientos uno, y cuando ella entró, un poco trémula, pobrecilla, no lo puede evitar, él la miró gravemente, le puso la mano en el brazo, preguntó, Estás enfadada, ella respondió, No, señor doctor, Pero por qué no viniste, a esto no supo Lidia qué contestar, se encogió de hombros, desgraciada, entonces él la atrajo hacia sí, esta noche Lidia bajó de nuevo, pero ni uno ni otro hablaron de las razones de este alejamiento de unos días, no faltaría más atreverse ella y condescender él, Tuve celos, Pero hija, qué idea, nunca iba a ser una conversación entre iguales, por otra parte, dicen, no hay nada más difícil de lograr, tal como anda el mundo.