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No tardó Marcenda en bajar, se había arreglado el peinado, retocado los labios, actitudes que serían ya automáticas, tropismos al espejo, es lo que piensan algunos, pero otros afirman y defienden que la mujer en todas circunstancias tiene un comportamiento consciente, cubierto por una apariencia de ligereza de espíritu y volubilidad de gestos, de gran eficacia, a juzgar por los resultados. Pero son puntos de vista que no merecen mayor atención. Ricardo Reis se levantó para recibirla, la llevó a una butaca que hacía ángulo recto con la suya, no quiso sugerir que pasaran a un sofá en el que ambos cabrían. Marcenda se sentó, puso la mano izquierda en el regazo, sonrió de un modo ajeno y distante, como si dijera, Ya ve, no hace nada sin mí, y Ricardo Reis iba a preguntar, Está cansada, pero apareció Salvador, quiso saber si tomaban algo, un café, té, y ellos dijeron que sí, un café, buena idea, con el frío que hace. Antes de ir a dar las órdenes pertinentes, Salvador comprobó el funcionamiento de la estufa, que difundía por el ambiente un olor levemente aletargador a petróleo, mientras la llama, dividida en mil pequeñas lenguas azules, murmuraba sin parar. Marcenda preguntó si le había gustado la obra, él respondió que sí, aunque le parecía que había mucho de artificial en aquella naturalidad aparente de la representación, intentó explicarse mejor, En mi opinión, la representación nunca debe ser natural, lo que ocurre en un escenario es teatro, no es la vida, no es la vida, la vida no es representable, hasta lo que parece ser su más fiel reflejo, el espejo, vuelve la derecha a la izquierda y la izquierda a la derecha, Pero le gustó, o no le gustó, insistió Marcenda, Me gustó, resumió él, en definitiva hubiera bastado con una sola palabra. En este momento entró Lidia con la bandeja del café, la posó en la mesilla baja, preguntó si deseaban algo más, Marcenda dijo, No, gracias, pero ella miraba a Ricardo Reis que no había levantado la cabeza y que empujaba cuidadosamente su tacita preguntando a Marcenda, Cuántas cucharadas, y ella decía Dos, quedaba claro que Lidia no tenía nada que hacer allí, por eso se retiró, con demasiada precipitación, según el entender de Salvador, que la reprendió desde su trono, Cuidado con esa puerta.

Marcenda dejó la taza en la bandeja, colocó la mano derecha sobre la izquierda, frías ambas, pero entre una y otra existía la diferencia que distingue lo móvil de lo inerte, lo que aún puede salvarse y lo que ya está perdido, A mi padre no le gustaría saber que aprovecho el haberle conocido ayer para pedirle su opinión de médico, Esa opinión que me pide, es sobre su caso, Sí, este brazo que no es capaz de moverse por sí mismo, esta pobre mano, Espero que comprenda que no me guste hablar de eso, en primer lugar porque no soy especialista, después, porque no conozco su historial clínico, tercero, porque la deontologia de la profesión me prohíbe inmiscuirme en un caso que lleva un colega, Lo sé, pero un enfermo puede tener un amigo médico y hablarle de los males que le afligen, Desde luego, Entonces, imagínese que es amigo mío y respóndame, No me cuesta nada imaginarme que soy amigo de usted, para usar sus palabras, pues la conozco desde hace un mes, Me va a responder entonces, Por lo menos lo intentaré, tendré que hacerle unas preguntas, Todas las que quiera, y ésta es una de las frases que podríamos añadir a la colección de las que tanto dijeron en tiempos pasados, en la infancia de las palabras, Estoy a su disposición, Con mucho gusto, Será un placer, Lo que quiera. Entró de nuevo Lidia, vio que Marcenda tenía el rostro enrojecido y los ojos húmedos, en Ricardo Reis el vislumbre de un puño cerrado que servía de apoyo a la mejilla izquierda, estaban ambos callados como si hubieran llegado al final de una conversación importante o se prepararan para ella, cuál sería, cuál será. Se llevó la bandeja, ya sabemos cómo tiemblan las tacitas si no están bien asentadas en sus respectivos platillos, de esto hay que asegurarse siempre cuando uno no está muy seguro de la firmeza de sus manos, para no tener que oír a Salvador diciendo, Ojo esas tazas.

Ricardo Reis hizo una pausa, parecía reflexionar, después, inclinándose, tendió las manos a Marcenda, le preguntó, Puedo, ella se inclinó también un poco hacia delante y, con la mano izquierda sostenida aún por la derecha, la colocó entre las manos de él, como un ave enferma, el ala quebrada, plomo clavado en el pecho. Lentamente, aplicando una presión suave pero firme, él recorrió con sus dedos toda la mano de la muchacha, hasta la muñeca, sintiendo por primera vez en su vida lo que es abandono total, la ausencia de una reacción voluntaria o instintiva, una entrega sin defensa, peor aún, un cuerpo extraño que no pertenece a este mundo. Marcenda miraba fijamente su propia mano, algunas veces otros médicos habían examinado aquella máquina paralizada, los músculos sin fuerza, los nervios inútiles, los huesos que apenas amparaban la pobre arquitectura, ahora se les une éste a quien por su voluntad se la ha confiado, si entrara ahora el doctor Sampaio no creería a sus ojos, el doctor Ricardo Reis sosteniendo la mano de su hija, sin resistencia de una ni otra, pero nadie entró, y esto puede parecer extraño tratándose de una sala de hotel, hay días de entrar y salir constante, hoy es este secreto. Ricardo Reis soltó lentamente la mano, miró sin saber por qué sus propios dedos, después preguntó, Desde cuándo está así, Hizo cuatro años en diciembre, Empezó poco a poco, o fue una cosa repentina, Un mes es poco a poco o es de repente, Quiere decir con eso que en un mes pasó del uso normal del brazo a la inmovilidad total, Exactamente, Hubo señales anteriores de enfermedad, de malestar, No, Ningún accidente, caída violenta o golpe, No, Qué le han dicho los médicos, Que es consecuencia de una enfermedad del corazón, No me dijo que padece del corazón, le pregunté si había otras señales de enfermedad, de malestar, Creí que se refería al brazo, Qué más le han dicho, En Coimbra, que no tengo cura, aquí lo mismo, pero éste que me lleva desde hace casi dos años dice que puedo mejorar, Qué tratamiento sigue, Masajes, baños de luz, corrientes galvánicas, Y en cuanto a los resultados, Nada, El brazo no reacciona a las corrientes, Reacciona, salta, se estremece, después todo sigue igual. Ricardo Reis se calló, había percibido en el tono de Marcenda una súbita hostilidad, un despecho, como si quisiera decirle que dejara ya de hacer preguntas, o que le hiciera otras, otra, una entre dos o tres, por ejemplo ésta, Recuerda que haya ocurrido algo importante entonces, o ésta, Sabe por qué está así, o más simplemente, Tuvo algún disgusto. La tensión en la cara de Marcenda mostraba que se aproximaba a un punto de ruptura, había ya lágrimas asomando, entonces Ricardo Reis preguntó, Tiene algún disgusto, aparte del estado de su brazo, y ella asintió con la cabeza, inició un gesto, pero no pudo concluirlo, la agitó un sollozo profundo, como un arranque, un desgarro, y las lágrimas le saltaron irreprimibles. Alarmado, Salvador apareció en la puerta, pero Ricardo Reis hizo un gesto brusco, imperioso, y él se apartó, retrocedió un poco hacia un lugar donde no pudiera ser visto, al lado de la puerta. Marcenda ya se había dominado, sólo las lágrimas continuaban fluyendo, pero serenamente, y cuando habló había desaparecido de su voz el tono hostil, si hostil había sido, Murió mi madre, y mi brazo ya no se movió más, Hace un momento me dijo que los médicos creen que la parálisis del brazo es consecuencia de su afección cardiaca, Los médicos dicen eso, No cree en ellos, cree que no padece del corazón, Sí, padezco del corazón, Entonces cómo puede tener la seguridad de que hay una relación entre los dos hechos, la muerte de su madre y la inmovilidad del brazo, Tengo la seguridad, pero no sé cómo expresarla, hizo una pausa, recurrió a lo que parecía una animadversión residual, dijo, No soy médica de almas, Tampoco yo, soy internista, ahora era la voz de Ricardo Reis la que sonaba irritada, Marcenda se llevó la mano a los ojos, dijo, Perdone, estoy molestándolo, No me molesta, y me gustaría poder ayudarla, Probablemente nadie puede, necesitaba desahogarme, nada más, Dígame, está profundamente convencida de que esa relación existe, Profundamente, tan segura como de que usted y yo estamos aquí, Y no le basta, para ser capaz de mover el brazo, saber, contra la opinión de los médicos, que si él dejó de moverse fue sólo porque su madre murió, Sólo, Sí, sólo, y con eso no quiero decir poco, sólo quiero decir, tomando al pie de la letra esa profunda convicción suya de que no hay otra causa, que ha llegado el momento de hacerle una pregunta directa, Cuál, No mueve el brazo porque no puede o porque no quiere, las palabras fueron pronunciadas como un murmullo, más adivinado que oído, no las habría entendido Marcenda si no estuviera a la espera de ellas, en cuanto a Salvador, se esforzó lo que pudo, pero se oyeron pasos en la entrada, era Pimenta que venía a preguntar si había fichas que llevar a la policía, también esta pregunta fue hecha en voz muy baja, ambas de la misma manera y por la misma razón, para que no se oyera la respuesta. Que algunas veces ni siquiera la hay, queda prendida entre los dientes y los labios, si ellos la articulan lo hacen de manera inaudible, y si un tenue sonido se pronunció en sí o en no, se disuelve en la penumbra de un salón de hotel como una gota de sangre en la transparencia del mar, sabemos que está allí, pero no la vemos. Marcenda no dijo, Porque no puedo, no dijo Porque no quiero, sólo miró a Ricardo Reis, y luego, Tiene algún consejo, una idea que me cure, un remedio, un tratamiento, Ya le he dicho que no soy especialista, pero por lo que imagino, si está enferma del corazón también está enferma de sí misma, Es la primera vez que me lo dicen, Todos padecemos una enfermedad, una enfermedad básica, podemos decir, que es inseparable de lo que nosotros somos y que, en cierto modo, hace lo que somos, y acaso sería más exacto decir que cada uno de nosotros es su enfermedad, por ella somos tan poco, y también por ella conseguimos ser tanto, entre una cosa y otra que venga el diablo y escoja, como se suele decir, Pero mi brazo no se mueve, mi mano es como si no existiera, Tal vez no pueda, tal vez no quiera, como ve, tras esta conversación no hemos adelantado nada, Perdóneme, Me ha dicho que no siente ninguna mejora, Es verdad, Entonces, por qué esa insistencia en venir a Lisboa, Yo no vengo, es mi padre quien me trae, y él tendrá razones muy suyas para querer venir, Razones, Tengo veintitrés años, estoy soltera, he sido educada para callar ciertas cosas, aunque las piense, porque tanto no se puede evitar, Explíquese mejor, Cree realmente que es preciso, Lisboa, con ser Lisboa, y tener barcos en el mar, Qué es eso, Dos versos, no sé de quién, Ahora soy yo quien no entiendo, A pesar de tener Lisboa tanto, no lo tiene todo, pero habrá quien piense que en Lisboa encuentra aquello que precisa o desea, Si con todas esas palabras quiere saber si mi padre tiene una amante en Lisboa, le diré que sí, que la tiene, No creo que su padre necesite justificarse, y ante quién, con lo de la enfermedad de su hija, para venir a Lisboa, en definitiva, es un hombre aún joven, viudo y, en consecuencia, libre, Como le he dicho, he sido educada para no decir ciertas cosas, pero las estoy diciendo, un tanto a escondidas, soy como mi padre, con la posición que tiene y la educación que recibió, cuanto más secreto, mejor, Menos mal que no he tenido hijos, Por qué, No hay salvación a los ojos de un hijo, Yo amo a mi padre, Lo creo, pero el amor no basta. Obligado a permanecer tras el mostrador, Salvador no puede imaginar lo que se está perdiendo, las revelaciones, las confidencias tan naturalmente intercambiadas entre dos personas que apenas se conocían, pero para oírlas no bastaría ponerse a la escucha por el lado de fuera de la puerta, tendría que estar aquí sentado, en esta tercera butaca, inclinado hacia delante, leyendo en los labios palabras que apenas se articulan, casi se oye mejor el rumor de la estufa que el de estas voces apagadas, igual pasa en los confesonarios, perdonados sean todos nuestros pecados.

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