No está el tiempo para filosofías, los pies se hielan, un policía se ha parado a mirar, vacilante, el contemplador de las aguas no parecía un vagabundo, pero tal vez estuviera pensando en tirarse al río, en ahogarse, y fue el pensar en los problemas que esto le traería, dar la alarma, hacer retirar el cadáver, redactar el parte, lo que hizo que el agente de la autoridad se aproximara, sin saber siquiera qué iba a decir, con la esperanza de que la aproximación bastara para disuadir al suicida, para llevarlo a suspender su enloquecida decisión. Ricardo Reis oyó los pasos, sintió en los pies la frialdad de la piedra, tengo que comprar botas de doble suela, era ya hora de retirarse al hotel antes de que atrapara un resfriado, dijo, Buenas noches, señor guardia, y el municipal, aliviado, preguntó, Hay alguna novedad, no no había novedad, la cosa más natural del mundo es que un hombre se acerque al muelle, incluso de noche, para ver el río, los barcos, este Tajo que no corre por mi aldea, el Tajo que corre por mi aldea se llama Duero, por eso, por no tener el mismo nombre, el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea. Tranquilizado, el policía se alejó hacia la Rua da Alfândega, reflexionando sobre la madurez de cierta gente que anda por el mundo a medianoche para gozar de la vista del río con un tiempo así, si anduvieran por ahí como yo, por obligación, ya sabrían lo que es. Ricardo Reis siguió por la Rua do Arsenal, y en menos de diez minutos estaba en el hotel. Aún no habían cerrado la puerta, Pimenta apareció en la entrada con un manojo de llaves, cerró y se fue a su rincón, contra su costumbre no esperó a que el huésped acabara de subir, Por qué será, de esta natural pregunta pasó Ricardo Reis a la inquietud, Tal vez sepa lo de Lidia, es imposible que no se enteren un día u otro, un hotel es como una casa de cristal, y Pimenta nunca sale de aquí, conoce todos los rincones, estoy seguro de que sospecha algo, Buenas noches, Pimenta, insistió, exagerando la cordialidad, y el otro respondió sin aparente reserva, sin hostilidad, Quizá no, pensó Ricardo Reis, recibió de él la llave del cuarto, iba a alejarse, pero volvió atrás, abrió la cartera, Tome, Pimenta, para usted, y le dio un billete de veinte escudos, no dijo por qué, ni Pimenta se lo preguntó.
No había luz en las habitaciones. Avanzó por el corredor cuidadosamente para no despertar a los que dormían, durante tres segundos suspendió el paso ante la puerta de Marcenda, luego continuó. La atmósfera del cuarto estaba fría, húmeda, casi como a orillas del río. Se estremeció como si aún estuviera mirando los barcos lívidos mientras oía los pasos del policía, y se preguntó qué habría ocurrido si le respondiera, Sí, hay novedad, aunque no pudiera decir más que eso, sólo repetir, Hay novedad, pero no cuál era ni qué significaba. Al aproximarse a la cama se dio cuenta de que debajo de la colcha había un bulto, algo habían puesto allí, entre las sábanas, una bolsa de goma, se veía en seguida, pero, para asegurarse, puso la mano encima, estaba caliente, buena chica esta Lidia, acordarse de calentarle la cama, claro que no lo hacen a todos los huéspedes, probablemente esta noche no vendrá. Se acostó, abrió el libro que tenía en la cabecera, el de Herbert Quain, pasó los ojos por dos páginas sin mucha atención, parece que había ya tres motivos para el crimen, y cada uno de ellos era suficiente para acusar al sospechoso sobre quien conjuntamente convergían, pero dicho sospechoso, usando el derecho y cumpliendo el deber de colaborar con la justicia, había sugerido que la verdadera razón, en caso de haber sido él, realmente, el criminal, podría ser todavía una cuarta, o quinta, o sexta razones, igualmente suficientes, y que la explicación del crimen, sus motivos, se encontrarían tal vez, sólo tal vez, en la articulación de todas estas razones, en su acción recíproca, en el efecto de cada conjunto sobre los restantes conjuntos y, sobre todo, en la eventual pero más que probable anulación o alteración de efectos por otros efectos, y cómo se había llegado al resultado final, la muerte, y aun así era preciso averiguar qué parte de responsabilidad cabría a la víctima, es decir, si ésta debería o no ser considerada, a efectos morales y legales, como una séptima y tal vez, pero sólo tal vez, definitiva razón. Se sentía reconfortado, la bolsa de agua le calentaba los pies, el cerebro funcionaba sin relación consciente con el exterior, la aridez de la lectura hacía que le pesaran los párpados. Cerró por unos segundos los ojos y, cuando los abrió, allí estaba Fernando Pessoa sentado a los pies de la cama, como si estuviera visitando a un enfermo, con aquella misma expresión enajenada que dejó en algunos retratos, las manos cruzadas sobre el muslo derecho, la cabeza levemente caída hacia delante, pálido. Dejó el libro al lado, entre las dos almohadas, No lo esperaba a estas horas, dijo, y sonrió amable, para que él no notase la impaciencia del tono, la ambigüedad de las palabras, que todo esto junto significaría, Podía haberse ahorrado el venir hoy. Tenía sus razones, aunque sólo dos, la primera, porque sólo le apetecía hablar de la noche de teatro y de cuanto allí había ocurrido, pero no con Fernando Pessoa, la segunda, porque nada más natural que el que Lidia entrara en la habitación, y no es que hubiera el peligro de que saliera dando gritos, Auxilio, un fantasma, sino porque Fernando Pessoa, aunque no fuera cosa ajustada a su carácter, podía decidir quedarse allí, protegido por su invisibilidad, aun así intermitente, según la ocasión y sus humores, para asistir a las intimidades carnales y sentimentales, no sería imposible, Dios, que es Dios, suele hacerlo, no lo puede evitar si está en todas partes, pero a éste ya nos hemos acostumbrado. Apeló a la complicidad masculina, No vamos a poder hablar mucho, quizá aparezca, por aquí una visita, y comprenderá que sería embarazoso, No pierde el tiempo usted, aún no hace tres semanas que llegó y ya recibe visitas galantes, porque supongo que serán galantes, Depende de lo que por galante se quiera entender, es una camarera del hotel, Querido Reis, usted, un esteta, íntimo de todas las diosas del Olimpo, abriendo sus sábanas a una camarera de hotel, a una doméstica, y yo que me había acostumbrado a oírle hablar hora tras hora, con admirable constancia, de sus Lidias, Neeras y Cloes, y ahora me sale cortejando a una camarera, qué decepción, Esta camarera se llama Lidia, y no la cortejo, ni soy hombre capaz de hacerlo, Ah, ah, vamos, que en definitiva, existe la tan citada justicia poética, tiene gracia la situación, clamó usted tanto por Lidia que Lidia vino, ha tenido usted más suerte que Camões, ése que para tener una Natercia tuvo que inventarse el nombre, y no pasó de ahí, Vino el nombre de Lidia, no vino la mujer, No sea ingrato, usted sabe qué mujer sería la Lidia de sus odas, admitiendo que tal fenómeno exista, esa imposible suma de pasividad, sabio silencio y puro espíritu, Es dudoso, realmente, Tan dudoso como que exista, de hecho, el poeta que escribió sus odas, Ése soy yo, Permítame que exprese mis dudas, mi querido Reis, lo veo ahí leyendo una novela policíaca, con una bolsa de agua caliente a los pies, esperando a una camarera que vendrá a calentar el resto, le ruego que no se ofenda ante la crudeza del lenguaje, pero pretende usted que yo crea que este hombre es aquel que escribió Sereno y viendo la vida a la distancia a que está, y se me ocurre preguntarle dónde estaba cuando vio la vida a esta distancia, Dijo usted que el poeta es un fingidor, Lo confieso, son adivinaciones que nos salen por la boca sin que sepamos qué camino hemos andado para llegar allí, lo peor es que he muerto antes de haber entendido si es el poeta quien se finge hombre o es el hombre quien se finge poeta, Fingir y fingirse no es lo mismo, Eso es una afirmación o una pregunta, Es una pregunta, Claro que no es lo mismo, yo apenas he fingido, usted se finge, si quiere ver dónde está la diferencia léame y vuelva a leerse, Con esta conversación lo que usted está haciendo es prepararme una noche de insomnio, Es posible que venga todavía su Lidia a mecerlo, por lo que he oído, las camareras son muy cariñosas con los clientes, Me parece el comentario de un despechado, Probablemente, Dígame sólo una cosa, cómo finjo yo, como poeta o como hombre, Su caso, amigo Reis, no tiene remedio, usted, simplemente, se finge, es fingimiento de sí mismo, y eso ya no tiene nada que ver ni con el hombre ni con el poeta, No tengo remedio, Es otra pregunta, Sí, No tiene por qué tenerlo, en primer lugar, porque ni usted sabe quién es, Y usted, lo supo alguna vez, Yo no cuento ya, he muerto, pero no se preocupe que no va a faltar quien de mí dé todas las explicaciones, Es posible que yo haya vuelto a Portugal para saber quién soy, Qué locura, querido amigo, que niñería, alumbramientos así sólo se ven en las novelas místicas y caminos de Damasco, no olvide que estamos en Lisboa, de aquí no parten caminos, Tengo sueño, Le dejaré dormir, realmente eso es lo único que le envidio, sólo los imbéciles dicen que el sueño es primo de la muerte, primo o hermano, no recuerdo bien, Primo, creo yo, Tras las poco agradables palabras que le he dicho, quiere aún que vuelva, Sí, apenas tengo con quien hablar, Es una buena razón, sin duda, Mire, hágame un favor, deje la puerta entornada, así no tengo que levantarme con el frío que hace, Aún espera compañía, Nunca se sabe, Fernando, nunca se sabe.