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Se encuentran los tres en el otro entreacto. Incluso sabiendo ya todos quiénes eran, de dónde venían, dónde vivían, hubo una presentación, Ricardo Reis, Marcenda Sampaio, tenía que ser, es el momento que ambos esperaban, se dieron la mano, derecha contra derecha, la mano izquierda de él quedó caída, procurando apagarse, discreta, como si no existiese. Marcenda tenía los ojos muy brillantes, sin duda la habían conmovido las tribulaciones de María Bem, si no había en su vida motivos íntimos, particulares, para acompañar, palabra por palabra, aquel último párrafo de la mujer del Lavagante, Si hay infierno, si después de lo que yo he llorado aún hay infierno, no puede ser peor que éste, Virgen de los Dolores, habría dicho ella en su hablar de Coimbra, que no por variar de habla varía el sentir, éste que por palabras no se puede explicar, Entiendo muy bien por qué no mueves ese brazo, vecino de hotel, hombre de mi curiosidad, yo soy aquella que te llamó con una mano inmóvil, no me preguntes por qué, esa pregunta ni a mí misma me la he hecho, sólo te llamé, un día he de saber qué voluntad ordenó mi gesto, o quizá no, ahora te alejarás para no aparecer ante mis ojos como indiscreto, entrometido, impertinente, vete, que yo sabré cómo encontrarte, o tú a mí, que no estás aquí por casualidad. Ricardo Reis no se quedó en el foyer, circuló por los palcos de primera, asomó por los de segunda para ver de cerca a los pescadores, pero sonó el timbre, este entreacto era más corto y cuando entró en la sala ya empezaban las luces a apagarse. Durante todo el tercer acto dividió su atención entre el escenario y Marcenda. Ella no miró hacia atrás, pero había modificado ligeramente la posición del cuerpo, ofreciendo un poco más el rostro, casi nada, y apartaba de vez en cuando los cabellos del lado izquierdo con la mano derecha, muy lentamente, como si lo hiciera con intención, qué quiere esta chica, quién es, que ni lo que parece ser es siempre lo mismo. La vio secándose unas lágrimas cuando Lianor confiesa que si robó la llave del salvavidas fue para que muriera Lavagante, y cuando María Bem y Rosa, empezando una y concluyendo la segunda, dicen que aquél fue un gesto de amor, y que el amor, siendo un noble sentimiento, se devora a sí mismo cuando no encuentra posibilidad de realizar sus fines, y luego en el rápido desenlace, cuando se juntan Lavagante y María Bem, dispuestos ya a unirse carnalmente, entonces se encendieron las luces, rompieron los aplausos, y Marcenda seguía secándose las lágrimas, ahora con el pañuelo, no es sólo ella, en la sala no faltaban mujeres lacrimosas y sonrientes, corazones sensibles, los actores agradecían los aplausos, hacían gestos como remitiéndolos a los palcos de segunda, donde estaban los héroes reales de estas aventuras de pasión y mar, el público se volvía hacia allá, ahora sin reservas, ésta es la comunión del arte, aplaudía a los bravos pescadores y a sus valerosas mujeres, hasta Ricardo Reis aplaude, en este teatro se ve qué fácil es que se entiendan las clases y los oficios, el pobre, el rico y el remediado, gocemos del raro privilegio de esta gran lección de fraternidad, y ahora invitan a los pescadores a ir al escenario, se repite el arrastrar de sillas, el espectáculo no ha terminado aún, sentémonos todos, éste es el momento culminante. Oh, la alegría, oh la animación, oh el júbilo de ver a la clase piscatoria de Nazaré bajando por el pasillo central y luego subiendo al escenario, allí cantan y bailan al modo tradicional de su tierra, en medio de los artistas, esta noche va a quedar grabada en los anales de la Casa de Garrett, el arráez del grupo abraza al actor Robles Monteiro, la más vieja de las mujeres recibe un beso de la actriz Palmira Bastos, hablan todos al mismo tiempo, en confusión, ahora cada uno en su lengua y no se entienden peor por eso, y vuelven las danzas y los cantares, las actrices más jóvenes ensayan un pasito en la danza regional, los espectadores miran y aplauden, al fin nos vamos, empujados suavemente a la salida por los acomodadores, porque va a haber cena en el escenario, un ágape general para representantes y representados, saltarán los tapones de unas botellas de espumoso, de ese que pica en la nariz, mucho se van a reír las mujeres de Nazaré cuando empiece a darles vueltas la cabeza, no están habituadas. Mañana, cuando salga el autobús, con asistencia de periodistas, fotógrafos y dirigentes corporativos, los pescadores darán vivas al Estado Novo y a la Patria, no se sabe a ciencia cierta si el contrato los obliga a esto, admitamos que fue expresión de corazones agradecidos por haberles sido prometido el deseado puerto de abrigo, si París valía una misa, dos vivas quizá paguen una salvación.

Ricardo Reis no esquivó el nuevo encuentro a la salida. Habló en el pasillo, le preguntó a Marcenda si le había gustado la obra, ella respondió que el tercer acto la había conmovido hasta llorar, Me di cuenta, por casualidad, dijo él, y así quedó la cosa, el doctor Sampaio había llamado un taxi, quiso saber si Ricardo Reis los acompañaba, en caso de que volviera al hotel tendrían mucho gusto, y él dijo que no, que gracias, Hasta mañana, buenas noches, encantado de conocerlo, y el automóvil se puso en marcha. Le hubiera gustado acompañarlos, pero se dio cuenta de que sería un error, que todos se sentirían un poco incómodos, tímidos, sin saber de qué hablar, no iba a ser fácil encontrar otro tema, y, además, estaría la delicada cuestión de cómo colocarse en el taxi, en el asiento de atrás no cabrían los tres, el doctor Sampaio no querría ir delante dejando a la hija con un desconocido, sí, un desconocido, en la penumbra propicia, pues, incluso habiendo entre los dos el mínimo contacto físico, la penumbra los aproxima con manos de terciopelo, y más aún los aproximan los pensamientos, que muy pronto resultan ya secretos pero no escondidos, y tampoco parecería bien dejar a Ricardo Reis al lado del conductor, no se invita a una persona para dejarla allí, junto al taxímetro, porque cuando acaba la carrera ya se sabe quién va a pagar, mucho más si por cálculo o embarazo de bolsillos tarda el dinero en aparecer, y el de atrás, que invitó y que en definitiva sí quiere pagar, dice que no señor, intima al taxista no acepte lo que le da ese señor, quien paga soy yo el hombre, paciente, espera a que los caballeros decidan de una vez, discusión mil veces oída, no faltan episodios grotescos en esta vida de los taxis. Ricardo Reis se encamina hacia el hotel, no tiene otros placeres u obligaciones a la espera, la noche es fría y húmeda, pero no llueve, apetece andar, ahora sí, baja toda la Rua Augusta, ya es tiempo de atravesar el Terreiro do Paço, pisar aquellos peldaños del muelle hasta donde el agua nocturna y sucia se abre en espuma, retrocediendo después para volver al río, desde donde regresa luego, ella, otra, la misma y diferente, no hay nadie más en el muelle, y sin embargo otros hombres están mirando la oscuridad, los trémulos faroles de la Otra Orilla, las luces de posición de los barcos fondeados, este hombre, que físicamente es quien mira hoy, pero también, más allá de los innumerables que dice ser, otros que fue cada vez que vino aquí, y que recuerdan haber venido aquí, incluso no habiendo tenido este recuerdo. Los ojos, habituados a la noche, ya ven más lejos, más allá hay unas siluetas cenicientas, son los barcos de la escuadra, que dejaron la seguridad de la dársena, el tiempo sigue siendo agreste, pero no tanto que no puedan los barcos soportarlo, la vida del marino es así, sacrificada. Algunos, que a distancia parecen hechos por la misma medida, deben de ser los contratorpederos, los que tienen nombres de río, Ricardo Reis no recuerda los nombres, oyó pronunciarlos al maletero como una letanía, estaba el Tajo, que en el Tajo está, y el Vouga, y el Dão, que es el que está más cerca, dijo el hombre, aquí está, pues, el Tajo, aquí están los ríos que pasan por mi aldea, todos fluyendo como esta agua que fluye, hacia el mar, que de todos los ríos recibe agua y a los ríos la restituye, retorno que desearíamos eterno, pero no, durará sólo lo que el sol dure, mortal como nosotros todos, gloriosa muerte será la de aquellos hombres que en la muerte del sol mueran, no vieron el primer día, verán el último.

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