Se fue la noche, Lidia no bajó de la buhardilla, el doctor Sampaio regresó tarde, Fernando Pessoa no se sabe por dónde anda. Vino después el día, Lidia se llevó el traje para plancharlo, Marcenda salió con su padre, fueron al médico, A la fisioterapia, dice Salvador, que, como tanta gente, pronuncia mal la palabra, y Ricardo Reis, por primera vez, repara en la impropiedad de venir a Lisboa una enferma que vive en Coimbra, ciudad de tantos y tan variados especialistas, para tratamientos que tanto podían hacerse aquí como allá, ultravioletas, por ejemplo, que tan espaciadamente aplicados poco beneficio le van a reportar, estas dudas las discute Ricardo Reis consigo mismo mientras baja el Chiado para ir a comprar su entrada al Teatro Nacional, pero de ellas se distrajo al ver la abundancia de gente de luto, algunas señoras con velos, pero en los hombres se nota aún más la corbata negra, el aire concentrado, algunos llevaron la expresión de su pesar hasta el punto de poner cinta negra en el sombrero. Han enterrado hoy a Jorge V de Inglaterra, nuestro más viejo aliado. Pese al luto oficial, hay espectáculo, no se puede tomar a mal, la vida tiene que seguir. El taquillero le vendió una butaca, le informó, Esta noche van a estar aquí los pescadores, Qué pescadores, preguntó Ricardo Reis, e inmediatamente se dio cuenta de que había cometido un error indisculpable, el taquillero frunció el entrecejo y con voz un poco áspera dijo, los de Nazaré, evidentemente, sí, evidentemente, la obra hablaba de ellos, cómo podrían venir otros, qué sentido tendría que apreciaran por aquí a los pescadores de la Caparica, o de Póvoa, y qué sentido tendrá que vengan éstos, les pagarán el viaje y el alojamiento para que el pueblo pueda participar de la creación artística, y con mucha mayor razón cuando es el pretexto de ella, escójanse pues unos representantes suyos, hombres y mujeres, Vamos a Lisboa, vamos a Lisboa, vamos a ver el mar de allá, qué habrán hecho para que parezca que revientan las olas contra las tablas del escenario, y cómo estará Doña Palmira Bastos haciendo de Ti Gertrudes, y Doña Amelia de María Bem y Doña Lalande de Rosa, y Amarante haciendo de La vagante, y la vida de ellos fingida vida nuestra, y, ya que vamos allá, pidámosle al gobierno, por las almas del purgatorio, que nos haga el puerto de abrigo que tanto necesitamos desde que por primera vez se lanzó en esta playa un barco al mar y mira que hace tiempo de eso. Ricardo Reis pasó la tardé por los cafés, fue a ver las obras del Edén Teatro, a las que pronto quitarán las vallas, el Chave de Ouro, que va a ser inaugurado. Nacionales y extranjeros reconocen que Lisboa está viviendo un impulso de progreso que en poco tiempo la colocará a la par de las grandes capitales europeas, cosa lógica siendo cabeza de un imperio. No cenó en el hotel, fue allí sólo para cambiarse de traje, tenía la chaqueta y los pantalones, y también el chaleco, cuidadosamente colgados en el perchero, sin una arruga, eso hacen amorosas manos, y perdonen la exageración, que no puede haber amor en estos solaces nocturnos entre huésped y camarera, él, poeta, ella casualmente Lidia, pero otra, y aun así afortunada, porque la de los poemas nunca supo de gemidos y suspiros, no hizo más que estar sentada a la orilla de arroyuelos, oyendo decir, Sufro, Lidia, de miedo al destino. Comió un bistec en Martinho, el de Rossio, asistió a una disputada partida de billar, en el verde tablero girando liso de índico marfil la rauda bola, pródiga y feliz lengua la nuestra que tanto más es capaz de decir cuanto más la fuerzan y retuercen, y, siendo ya hora de empezar el espectáculo, salió, discretamente se fue acercando y pudo entrar confundido entre dos familias numerosas, no quería ser visto antes del momento que él mismo eligiera, sabe Dios qué estrategias de sentimiento eran aquéllas. Atravesó sin parar el foyer, algún día le llamaremos atrio o vestíbulo si entretanto no viene de otra lengua otra palabra que diga tanto o más, o nada, como ésta por ejemplo, jol, lo recibió a la entrada el acomodador, lo llevó por el pasillo de la izquierda hasta la séptima fila, Es aquel lugar, al lado de la señora, calma imaginación, sosiego, que dijo señora, no muchacha, un acomodador de teatro nacional habla siempre con propiedad y precisión, tiene por maestros a clásicos y modernos, verdad es que Marcenda está en la sala, pero tres filas por delante, a la derecha, demasiado lejos para ser cerca y no tan cerca para verme. Está sentada a la derecha de su padre, y cuando con él habla y vuelve un poco la cabeza, se le ve el perfil entero, el rostro largo, o es el cabello que, suelto, parece alargarlo, la mano derecha se alzó en el aire, a la altura del mentón, para explicar mejor la palabra dicha o por decir, tal vez hable del médico que la lleva, o de la obra que va a ver, Alfredo Cortez quién es, el padre no tiene mucho que decirle, sólo vio Os Gladiadores, hace dos años, y no le gustó, ésta le interesa más, por ser de costumbres populares, ya falta poco para ver qué resulta de esto. Esta charla, suponiendo que así fuera, fue interrumpida por un arrastrar de sillas en los altos del teatro, por un murmullo exótico que hizo que se volvieran y se levantaran todas las cabezas de platea, eran los pescadores de Nazaré que entraban y ocupaban sus lugares en los palcos de segunda clase, quedaban expuestos para ver bien y ser vistos, vestidos a su moda, ellos y ellas, descalzos quizá, desde abajo no se puede ver. Hay quien aplaude, otros se suman condescendientes, Ricardo Reis, irritado, cerró los puños, afectación aristocrática de quien no tiene sangre azul, diríamos nosotros, pero no se trata de eso, es sólo una cuestión de sensibilidad y de pudor, para Ricardo Reis esos aplausos son, por lo menos, indecentes.
Se quiebran las luces, se apagan en la sala, se oyen los golpes llamados de Moliere, qué asombro causarán en las cabezas de los pescadores y sus mujeres, quizá imaginen que son los últimos preparativos de carpintería, los últimos martillazos en el astillero, se alzó el telón, hay una mujer encendiendo el fuego, de noche aún, detrás del escenario se oye una voz de hombre, la de quien llama, Mané Zé Ah Mané Zé, y empieza la obra. La sala suspira, fluctúa, a veces ríe, se alboroza al finalizar el primer acto con aquella trifulca de mujeres, y cuando se encienden las luces se ven rostros animados, buena señal, arriba hay exclamaciones, se llaman de palco a palco, hasta parece como si los actores se hubieran trasladado allí, es casi el mismo hablar, casi, si mejor o peor dependería de la medida que sirva de comparación. Ricardo Reis reflexiona sobre lo que vio y oyó, piensa que el objeto del arte no es la imitación, que fue censurable debilidad por parte del autor escribir la pieza en el lenguaje de Nazaré o en lo que creyó que es ese lenguaje, olvidando que la realidad no soporta su reflejo, que lo rechaza, sólo otra realidad, cualquiera que sea, puede colocarse en vez de aquella que se quiso expresar, y, siendo diferentes entre sí, mutuamente se muestran, explican y enumeran, la realidad como invención que fue, la invención como realidad que será. Ricardo Reis piensa estas cosas aún más confusamente, porque resulta difícil al mismo tiempo pensar y aplaudir, la sala aplaude y él también, por simpatía, porque pese a todo le gusta la obra, dejando aparte el habla, grotesca en tales bocas, y mira hacia Marcenda, ella no aplaude, no puede, pero sonríe. Los espectadores se levantan, los hombres, porque las mujeres, casi todas, se quedan sentadas, son ellos quienes precisan aliviar las piernas, satisfacer la necesidad, fumar el pitillo o el puro, cambiar opiniones con los amigos, saludar a los conocidos, ver y ser vistos en el foyer, y si se quedan en sus butacas es casi siempre por razones de amor y de cortejo, se ponen de pie, lanzan un vistazo a la redonda, como halcones, son ellos mismos los personajes de su acción dramática, actores que representan en los intervalos mientras los actores verdaderos, en los camerinos, descansan de los personajes que han sido y que dentro de poco volverán a ser, transitorios todos. Al levantarse, Ricardo Reis mira entre las cabezas, ve que el doctor Sampaio se levanta también, Marcenda hace un gesto negativo, se queda, su padre, ya de pie, le pone la mano en el hombro con afecto y sale hacia el pasillo. Más rápido, Ricardo Reis llega antes que él al foyer. Dentro de poco se encontrarán de frente, entre toda esta gente que pasea y charla, en la atmósfera cargada repentinamente de humo de tabaco hay voces y comentarios, Qué bien está Palmira, Yo creo que han puesto demasiadas redes en el escenario, Diablo de mujeres, allí atizándose, hasta parecía de verdad, Porque nunca las has visto, amigo, como las he visto yo en Nazaré, son unas furias, A veces cuesta entender lo que dicen, Bueno, allí hablan así, Ricardo Reis iba entre los grupos, oyendo, tan atento como si él fuera el autor, pero de lejos vigilaba los movimientos del doctor Sampaio, quería hacerse el encontradizo. Por un momento se dio cuenta de que el otro lo había visto, que venía en esta dirección, naturalmente, y era el primero en hablar, Buenas noches, qué tal la obra, le gusta, preguntaba, y Ricardo Reis creyó que no necesitaba mostrarse sorprendido, Curiosa coincidencia, correspondió al saludo, dijo que sí señor, que le gustaba, y añadió Nos alojamos en el mismo hotel, incluso así debía presentarse, Me llamo Ricardo Reis, dudó entre decir, Soy médico, viví en Río de Janeiro, y no hace aún un mes que estoy en Lisboa, el doctor Sampaio oyó lo que le dijo, sonriente, como si él dijera a su vez, Si conociera a Salvador como lo conozco yo, sabría que me ha hablado de usted, y conociéndolo tan bien a él, adivino que le ha hablado de mí y de mi hija, sin duda es perspicaz el doctor Sampaio, una larga vida de notario tiene estas ventajas, Casi no vale la pena que nos presentemos, dijo Ricardo Reis, Así es, y pasaron inmediatamente a la conversación siguiente, sobre la obra y los actores, se trataban con ceremonia, Doctor Reis, Doctor Sampaio, hay esta feliz igualdad entre ellos, igualdad de título, y así estuvieron hasta el fin del entreacto, sonó el timbre, volvieron juntos a la sala, dijeron, Hasta luego, y cada cual fue a su butaca, Ricardo Reis, el primero en sentarse, se quedó mirando, lo vio hablar con su hija, ella se volvió hacia atrás, le sonrió, él sonrió también, iba a empezar el segundo acto.