Hester se dio cuenta de que tenía sus dudas.
– Quizá no pensaba en un final tan terrible -admitió Hester-. Una mentira engendra otra mentira. A lo mejor quiso únicamente asustarlo, igual que hacía Araminta con Myles y después las cosas se complicaron y ya no pudo hacerse atrás a menos de ponerse también ella en peligro. -Tomó otro sorbo de chocolate; estaba delicioso, su paladar ya estaba habituándose a los mejores manjares-. Por supuesto que ella podía creerlo culpable -añadió-. Hay personas que no consideran ilícito en modo alguno tergiversar un poco la verdad para precipitar lo que estiman que es hacer justicia.
– ¿Mintió en relación con el carácter de Octavia? -Monk volvió a coger el hilo de los hechos-. Esto suponiendo que lady Moidore esté en lo cierto. Pero es posible que también lo hiciera por celos. Muy bien… supongamos que Rose mintiera. ¿Qué me dice de Phillips, el mayordomo? No hizo más que corroborar lo que dijeron todos los demás acerca de Percival.
– Probablemente estaba en lo cierto -admitió Hester-. Percival era arrogante y ambicioso. No hay duda de que extorsionaba a los demás criados amenazándolos con divulgar sus pequeños secretos y probablemente también a la familia; es probable que no lleguemos a saberlo nunca. No es nada simpático, pero la cuestión no es ésta. Si tuviéramos que colgar a todas las personas de Londres que no son simpáticas, seguramente nos quedaríamos con la cuarta parte de la población.
– Esto como mínimo -concedió Monk-. Con todo, es muy posible que Phillips exagerara un poco su opinión por consideración a su amo. Es evidente que ésta era la conclusión a la que aspiraba sir Basil y quería conseguirla rápidamente. Phillips no tiene un pelo de tonto y es muy consciente de sus deberes. Él no debía de verlo como una falta de sinceridad, sino simplemente como una muestra de fidelidad a un superior, ideal militar que él venera. Y la señora Willis lo corroboró.
– ¿Y la familia? -insistió ella.
– Cyprian también lo corroboró y lo mismo Septimus. ¿Y Romola? ¿Qué opina de ella?
Hester experimentó un fugaz sentimiento de irritación y también de culpa.
– Le encanta ser la nuera de Sir Basil y vivir en Queen Anne Street, pero a menudo trata de convencer a Cyprian de que exija más dinero. Lo hace sentir culpable si ella no es feliz. No comprende lo que ocurre: ve que él se aburre con ella y no sabe por qué. A veces me indigna que él no le haga notar que le convendría comportarse como una mujer adulta y responsabilizarse de sus sentimientos. Pero supongo que sé tan poco de ellos que no estoy en condiciones de juzgarlos.
– Sí sabe de ellos -dijo él sin ánimo de condena. Detestaba a las mujeres que practican la extorsión emocional con sus padres o con sus maridos, pero no sabía por qué era una situación que le tocaba una fibra tan sensible.
– Supongo que sí -admitió Hester-, pero de hecho tiene poca importancia. Supongo que Romola estaría dispuesta a declarar lo que considerara que puede ser del gusto de sir Basil. Él es quien gobierna aquella casa, el que sujeta los cordones de la bolsa, y esto es algo que saben todos. No necesita hacer ninguna demanda porque se da por sentado: lo único que tiene que hacer es manifestar sus deseos.
Monk exhaló un hondo suspiro.
– Y sus deseos son que el asesinato de Octavia quede cerrado de la manera más rápida y discreta posible, por descontado. ¿Ha visto lo que dicen los periódicos? Hester enarcó las cejas.
– ¡No diga cosas absurdas! ¿Dónde le parece que puedo ver un periódico? Soy una criada, y encima, mujer. Lady Moidore sólo lee las notas de sociedad y ahora ni siquiera esto le interesa.
– ¡Claro, lo había olvidado! -Monk puso cara larga. Había recordado que Hester era amiga de un corresponsal de guerra en Crimea y que cuando éste murió en el hospital de Shkodër, Hester se había encargado de hacer llegar a su destino sus últimos despachos y más adelante, dejándose llevar por la intensidad de sus sentimientos y observaciones, ella misma había escrito los artículos siguientes y los había enviado al periódico firmándolos con el nombre del periodista. Como nadie se fiaba de las listas de bajas, el editor no se había percatado de la añagaza.
– ¿Qué dicen los periódicos? -preguntó Hester-. ¿Nos afecta?
– ¿Qué dicen en general? Pues se lamentan de la situación de un país en donde se permite que un lacayo asesine a su ama, una nación donde los lacayos se crecen hasta tal punto que alimentan ideas de concupiscencia y depravación con personas de alto rango. Dicen que el orden social se está tambaleando y que hay que colgar a Percival y hacer de él un ejemplo para que nunca vuelva a repetirse un hecho de estas características. -Hizo una mueca de repugnancia-. Y como no podía ser menos, rebosan simpatía hacia sir Basil. Pasan revista concienzuda de todos sus pasados servicios a la reina y a la nación, ensalzan sus virtudes y le tributan los más sentidos pésames.
Con un suspiro Hester clavó los ojos en el fondo de la taza.
– Todos los intereses creados se levantan contra nosotros -dijo Monk con voz compungida-. Todo el mundo tiene ganas de que termine este caso de una vez, que se lleve a efecto la venganza de la sociedad y, finalmente, que se olvide todo el asunto para que podamos reemprender cuanto antes nuestra vida anterior y tratemos de proseguirla de la manera más parecida a como era.
– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Hester.
– No se me ocurre nada. -Se levantó y apartó la silla de Hester para que ella se levantara-. Iré a visitarlo.
Hester lo miró a los ojos con súbito dolor, pero a la vez rebosante de admiración. No había necesidad de que ella le preguntara a quién pensaba visitar ni de que él se lo dijera. Era un deber, un último rito de cumplimiento inexcusable.
Tan pronto como Monk entró en la cárcel de Newgate y se cerraron ruidosamente las puertas tras él, sintió una turbadora sensación de familiaridad. Era el olor: aquella mezcla de humedad, moho, aguas fétidas y un sentimiento de infelicidad que lo invadía todo y que quedaba suspendida en la inmovilidad del aire. Eran muchos los que sólo salían de allí para ir al encuentro de la cuerda del verdugo, por lo que el terror y la desesperación que habían vivido en los últimos días aquellos desgraciados habían impregnado aquellos muros hasta el punto de que parecían resbalar como hielo fundido mientras él seguía al guardián por los corredores de piedra hasta el lugar donde podría ver por última vez a Percival.
Sólo tuvo que fingir unas atribuciones que ya no tenía. Al parecer ya había estado en otras ocasiones en aquel lugar y, así que el guardián lo miró a la cara, se hizo una falsa idea en cuanto a su visita, lo que Monk no se molestó en desmentir.
Percival estaba de pie en su exigua celda de piedra, con una ventana situada en lo alto de un muro que dejaba ver un cielo encapotado. Se volvió al oír que se abría la puerta y entraba Monk, mientras la ominosa figura del carcelero cargado con las llaves se cernía, enorme, detrás de él.
En el primer momento Percival pareció sorprendido, después su cara se endureció por efecto de la indignación.
– ¿Ha venido a regodearse? -preguntó con amargura.
– No tengo nada en qué regodearme -le replicó Monk con voz inexpresiva-. He perdido mi puesto y usted va a perder la vida. No sé quién ha salido ganando con todo esto.
– ¿Que ha perdido su puesto? -Una duda fugaz aleteó en el rostro de Percival y, seguidamente, la sospecha-. Me figuraba que lo habrían ascendido, que lo habrían colocado en un sitio mejor. No por nada ha resuelto el caso a satisfacción de todos, salvo a la mía. Nada de trapos sucios, ni palabra de la violación de Martha a cargo de Myles Kellard, ¡pobre desgraciada!… Nada sobre que la tal tía Fenella no es más que una puta… Sólo se habló de un lacayo con muchas ínfulas que quería tirarse a una viuda borracha. ¡Pues que lo cuelguen y aquí no ha pasado nada! ¿Qué otra cosa se puede exigir a un policía que cumple con su deber?