– Sí, lo sé.
Rathbone estaba de pie en su despacho, junto a la repisa de la chimenea, a poca distancia de Hester. Ésta estaba anonadada por la derrota, se sentía vulnerable, abatida por el terrible fracaso. Tal vez había juzgado mal las cosas. ¿No podía ser, después de todo, que Percival fuera culpable? A excepción de Monk, todos los demás lo creían. Pese a todo, había cosas que no cuadraban…
– ¿Hester?
– ¡Huy, lo siento! -se disculpó-. Estaba divagando…
– No podía hacer recaer las sospechas sobre Myles Kellard.
– ¿Por qué?
Rathbone sonrió levemente.
– ¿Qué pruebas puedo aportar que refrendaran que tenía el mínimo interés amoroso por su cuñada? ¿Quién de su familia lo corroboraría? ¿Araminta? Ella sabe que, si corría la voz, se convertiría en el hazmerreír de la buena sociedad londinense. Como circulara ese rumor, la compadecerían y, si admitiera abiertamente que lo sabe, la despreciarían. Pese a que sólo la conozco superficialmente, para ella sería igualmente intolerable.
– Dudo que Beatrice mintiera -dijo Hester, aun cuando se dio cuenta inmediatamente de que acababa de decir una tontería-. El hecho es que Kellard violó a la sirvienta Martha Rivett. Y Percival lo sabía.
– ¿Y qué sacamos con eso? -la cortó Rathbone-. ¿Qué crédito prestará el jurado a Percival? ¿O tengo que citar a declarar a la propia Martha? ¿O a sir Basil, que fue quien la despidió?
– No, claro que no -respondió Hester, desesperada, volviéndose hacia el otro lado-. No sé qué otra cosa podríamos hacer. Lamento dar la impresión de falta de lógica, pero la realidad es que… -Se calló y volvió a mirar a Rathbone-. Lo van a colgar, ¿verdad?
– Sí -la observó con expresión grave y llena de tristeza-. Aquí no hay circunstancias atenuantes. ¿Qué se puede decir para defender a un lacayo que pretende seducir a la hija de su amo y que, al verse rechazado, la mata con un cuchillo de cocina?
– Nada -dijo Hester quedamente-. Absolutamente nada, salvo que es un ser humano y que, colgándolo, también nosotros nos degradamos.
– Mi querida Hester… -Lentamente y con toda deliberación, con los ojos abiertos pero bajas las pestañas, Rathbone se inclinó hacia ella hasta besarla, no con pasión sino con extrema suavidad y con una intimidad tan morosa como delicada.
Cuando por fin se apartó de ella, Hester se sintió más sola que nunca en su vida y, al observar la expresión de Rathbone, comprendió que aquel acto también a él lo había cogido por sorpresa. Rathbone tomó aliento como si se dispusiera a decir algo, pero de pronto cambió de parecer y se apartó, se acercó a la ventana y se quedó junto a ésta, medio de espaldas a Hester.
– Siento muchísimo no haber podido hacer más por Percival -volvió a decir, con la voz ligeramente ronca e impregnada de una sinceridad de la que ella no podía dudar-, y no sólo por él sino también porque usted había depositado su confianza en mí.
– En este aspecto puede estar completamente tranquilo -se apresuró a decir ella-. Ya suponía que haría todo cuanto estuviera en su mano, pero no esperaba milagros. He podido darme cuenta de qué pasiones que hacen presa en el público. Quizá no se nos ofreció ocasión de hacer otra cosa. Se trataba simplemente de probar todo cuanto estuviera a nuestro alcance. Lamento haber hablado de forma tan precipitada. Comprendo que usted no podía hacer insinuaciones contra Myles, ni contra Araminta. Solamente habría conseguido que el jurado todavía se ensañara más con Percival. Lo veo claramente cuando me libro de la sensación de frustración y recurro más a la inteligencia. Rathbone le sonrió, le brillaban los ojos.
– Es usted muy práctica.
– No se burle de mí -dijo Hester sin sombra de resentimiento-. Sé que es una reacción poco femenina, pero no le veo la gracia en eso de comportarse tontamente cuando no hay necesidad de ello.
Rathbone sonrió más abiertamente.
– Querida Hester, a mí me ocurre lo mismo que a usted. Lo encuentro absurdo. Basta con que nos comportemos así cuando no hay más remedio. ¿Qué hará ahora? ¿Cómo piensa ganarse la vida cuando lady Moidore considere que ya no tiene necesidad de una enfermera?
– Pondré un anuncio solicitando un empleo similar, hasta que encuentre algún trabajo en la administración.
– Me encanta que lo diga. Por lo que veo, no ha renunciado a la esperanza de reformar la medicina inglesa.
– Esto por descontado, aunque no tengo un programa a plazo fijo, según parece usted apuntar por el tono de voz. Me contentaré con iniciar la labor.
– Estoy seguro de que lo hará. -Al decirlo desapareció la sonrisa de su rostro-. Difícilmente se consigue torcer una voluntad como la suya, por muchos que sean los Pomeroy de turno.
– Y me pondré en contacto con el señor Monk y volveré a revisar el caso -añadió-, lo haré hasta que esté segura de que no se puede hacer nada más.
– Si descubre algo, hágamelo saber. -Ahora se había puesto muy serio-. ¿Me lo promete? Todavía nos quedan tres semanas de tiempo para apelar.
– Si descubro algo, se lo diré -respondió Hester, que ahora volvía a sentir dentro de ella una espantosa desazón. Aquel breve e inefable momento de emoción se había desvanecido y había vuelto el recuerdo de Percival-. Lo haré. -Hester le dijo adiós y aprovechó el permiso de que disfrutaba para localizar a Monk.
Hester volvió a Queen Anne Street con paso ligero, pero ahora que se veía obligada a reflexionar nuevamente sobre la realidad sentía un peso de plomo que le oprimía la cabeza.
Le sorprendió enterarse a través de Mary, así que entró en casa, de que Beatrice seguía confinada en su habitación y que pensaba cenar en su cuarto. Había ido al cuarto de plancha a buscar un delantal limpio y en él encontró a Mary doblando piezas de ropa blanca.
– ¿Está enferma? -preguntó Hester, preocupada, sintiendo un repentino acceso de remordimiento, no sólo por lo que podía ser descuido de sus deberes sino por haber pensado que aquella postración sólo obedecía al deseo de que la mimaran un poco más y de atraer una atención que los suyos no le ofrecían espontáneamente. Lo cual no dejaba de ser un misterio. Beatrice era una mujer encantadora y, además, llena de vida e individualista, no una mujer plácida al estilo de Romola. Aparte de esto, era inteligente, imaginativa y a veces dotada de una considerable dosis de humor. ¿Por qué razón una mujer así no había de ser el motor que movía su casa?
– Estaba muy pálida -comentó Mary poniendo cara larga-, aunque siempre lo está. Si quiere que le diga la verdad, me parece que está enfadada… pero yo no soy quién para decirlo.
Hester sonrió. Que Mary considerase que no era quién para decirlo no había sido nunca razón para hacerla callar, ni siquiera para hacerla dudar de manifestar sus opiniones.
– ¿Enfadada con quién? -preguntó Hester con curiosidad.
– Con todos en general y con sir Basil en particular.
– ¿Sabe usted por qué?
Mary se encogió de hombros haciendo un gesto gracioso.
– Yo me figuro que será por las cosas que dijeron en el juicio sobre la señorita Octavia. -Se puso ceñuda de pronto-. ¿No le pareció horrible? Dijeron que la señorita se ponía achispada y animaba al lacayo a que la cortejara. -Se calló y miró a Hester con toda intención-. Son cosas que te dejan asombrada, ¿no encuentra?
– ¿No era verdad?
– No, que yo sepa. -Mary parecía indignada-. Que algunas veces estuviera achispada, no le digo que no, pero la señorita Octavia era una señora y, aunque Percival hubiera sido el único hombre de una isla desierta, la señorita Octavia no habría dejado que le pusiera la mano encima. Y si quiere que le diga lo que pienso, desde que se murió el capitán Haslett no creo que la haya tocado nunca ningún hombre. Y eso precisamente era lo que ponía furioso al señor Myles. Mire, si ella lo hubiera matado a él, me lo habría creído.
– ¿Por qué? ¿La deseaba él? -preguntó Hester utilizando abiertamente la palabra por vez primera.