Fenella Sandeman se echó a reír ante la mera posibilidad de perderse una ocasión tan espectacular como aquélla y abandonó la sala con una dosis de alcohol bastante elevada en el cuerpo y envuelta en un largo chal de seda negra, que hacía ondear en el aire con movimientos de su blanco brazo, cubierto por un mitón de encaje negro. Basil profirió una palabra gruesa, aunque de bien poco le sirvió. Caso de haberla oído, pasó por encima de la cabeza de Fenella sin rozarla apenas.
Romola se negó a ser la única mujer de la familia que se quedaba en casa y nadie se molestó en discutir su decisión.
La sala de justicia estaba atestada de espectadores y, como esta vez Hester no tenía que declarar, estuvo en libertad de sentarse entre el público.
El procedimiento judicial estaba presidido por el señor F. J. O'Hare, un caballero muy aparatoso que se había hecho célebre por haber llevado unos cuantos casos sensacionales, así como otros menos populares que le habían proporcionado una gran cantidad de dinero. Era un hombre muy respetado por sus colegas profesionales y adorado por el público, al que entretenía e impresionaba con sus maneras tranquilas pero contenidas y sus repentinas explosiones dramáticas. Era de altura mediana pero de constitución robusta, cuello corto y unos hermosos cabellos plateados y muy ondulados. De habérselos dejado más largos, habrían tenido el aspecto de una melena leonina, pero al parecer prefería llevarlos más cuidados. Tenía una cadencia musical en la voz que Hester no habría sabido identificar, además de un ligerísimo ceceo.
Oliver Rathbone defendió a Percival y, tan pronto como Hester lo vio, sintió cantar dentro de ella una alocada esperanza, como si fuera un pájaro que se remontara en el cielo a favor del viento. No era sólo la sensación de que podía hacerse justicia a pesar de todo, sino que Rathbone estaba dispuesto a luchar simplemente por la causa, no para conseguir una recompensa. La primera testigo que se llamó a declarar fue la sirvienta de arriba, Annie, que había sido la que había descubierto el cadáver de Octavia Haslett. Tenía un aspecto muy sobrio vestida con el traje de paño azul que se ponía para salir y un gorro que le cubría el cabello y la hacía parecer más joven, agresiva y vulnerable a un tiempo.
Percival estaba de pie en el banquillo, muy erguido y mirando fijamente al frente. Podía faltarle humildad, compasión u honor, pero no coraje. Hester lo recordaba más alto y ahora le pareció más estrecho de hombros. Había que tener en cuenta, sin embargo, que ahora estaba inmóvil y que no podía lucir aquel balanceo característico de su andar ni aquella vitalidad que le era propia. Ahora estaba indefenso para luchar. Todo estaba en manos de Rathbone.
Llamaron a continuación al médico, que se apresuró a prestar declaración: Octavia Haslett había sido apuñalada durante la noche y la muerte había sido resultado de sólo dos agresiones en la parte baja del tórax, debajo mismo de las costillas.
El tercer testigo fue William Monk y su declaración llenó el resto de la mañana y toda la tarde. Se mostró cortante, sarcástico y minuciosamente exacto, pero se negó a sacar las conclusiones más evidentes en relación con ningún aspecto.
F. J. O'Hare fue paciente al principio y de una exquisita cortesía, como si esperase la oportunidad propicia para asestar el golpe decisivo, que no se precipitó hasta casi el final, cuando su pasante le entregó una nota en la que al parecer le recordaba el caso Grey.
– Según he podido juzgar, señor Monk, ya que parece que usted ahora es el señor Monk, no el inspector Monk, ¿no es así?… -El ceceo de su dicción era casi imperceptible.
– Así es -admitió Monk sin que su expresión se alterara lo más mínimo.
– Según he podido juzgar por su testimonio, señor Monk, usted no considera culpable a Percival Garrod.
– ¿Es una pregunta, señor O'Hare?
– Lo es, señor Monk, lo es en efecto.
– Estimo que las pruebas que se tienen actualmente a mano no lo demuestran -replicó Monk-, lo que no es lo mismo.
– ¿Considera que en la práctica es diferente, señor Monk? Corríjame si estoy en un error, pero ¿no se mostraba usted también reacio a condenar al acusado en el último caso que llevó? Creo recordar que se trataba de un tal Menard Grey.
– No -lo contradijo Monk al instante-, yo estaba totalmente dispuesto a acusarlo, ávido incluso. Lo que no quería es que lo colgaran.
– ¡Ah, bueno, las circunstancias atenuantes! -admitió O'Hare-, pero no encontrará ninguna en el caso del asesinato de la hija del dueño de la casa por mano de Percival Garrod. Supongo que algo así agotaría incluso un ingenio como el suyo. O sea que usted sigue manteniendo que el hecho de haber encontrado el arma con la que se cometió el asesinato y la prenda manchada de sangre de la víctima, ambas cosas escondidas en la habitación de Percival Garrod y que según usted manifiesta descubrió usted mismo, no constituyen a sus ojos prueba satisfactoria suficiente. ¿Qué más necesita, señor Monk? ¿Un testigo ocular?
– Sólo sería prueba satisfactoria en el caso de que su veracidad fuera incuestionable -replicó Monk con indignación evidente-. Preferiría una evidencia que tuviera sentido.
– ¿Por ejemplo, señor Monk? -lo invitó O'Hare. Miró a Rathbone para ver si ponía alguna objeción. El juez frunció el ceño y también se quedó a la espera. Rathbone sonrió con benevolencia, pero no dijo nada.
– Que existiera un motivo para que Percival tuviera guardada esta… -Monk vaciló y evitó la palabra «maldita» al sorprender la mirada de O'Hare y darse cuenta de que ya saboreaba una repentina victoria, efímera e injustificada-. Esta prueba material tan inútil y perjudicial que tan fácilmente habría podido destruir. En el caso del cuchillo, bastaba simplemente con limpiarlo y volverlo a dejar en el sitio que tenía destinado en la cocina.
– ¿No querría, quizás, incriminar a alguna otra persona? -O'Hare levantó la voz imprimiéndole una inflexión próxima a la nota humorística, como si se tratara de una deducción obvia.
– Entonces le falló el tiro por completo -replicó Monk-, pese a contar con la oportunidad. Habría podido subir al piso de arriba y dejar el cuchillo donde quisiese al enterarse de que la cocinera había notado su desaparición.
– Quizá tuvo esta intención, pero no se le presentó ocasión de hacerlo. ¡Qué agonía debió de suponer para él esa impotencia! ¿No lo imaginan? -O'Hare se volvió al jurado y levantó las manos con las palmas hacia arriba-. ¡Qué ironía! ¡Le había salido el tiro por la culata! ¿Quién lo merecía más que él?
Esta vez Rathbone se levantó y objetó a sus palabras.
– Señoría, el señor O'Hare da por sentado un hecho que todavía está por demostrar. Pese a sus valiosas dotes de persuasión, hasta ahora no nos ha dicho quién puso los objetos a los que hemos hecho referencia en la habitación de Percival. ¡Deduce su conclusión a partir de la premisa y la premisa a partir de la conclusión!
– Proceda con más miramientos, señor O'Hare -lo amonestó el juez.
– Lo haré, señoría -prometió O'Hare-. ¡Tenga por seguro que lo haré!
El segundo día O'Hare comenzó por la prueba material descubierta de forma tan espectacular. Llamó a la señora Boden, que subió al estrado con aire sencillo y un poco aturdida, muy ajena al ambiente que la rodeaba. Estaba acostumbrada a hacer valer su criterio y sus excepcionales cualidades físicas. Su trabajo hablaba por ella. Ahora se veía obligada a estar de pie e inmóvil, toda su actividad era verbal, lo que suponía una situación que la hacía sentirse incómoda.
Cuando se lo mostraron, miró el cuchillo con repulsión, si bien admitió que lo había utilizado en su cocina. Lo identificó a través de varias marcas y rasguños del mango y de una irregularidad de la hoja. Conocía bien los instrumentos con los que desempeñaba su trabajo. Con todo, pareció azorada cuando Rathbone la acució a preguntas con la intención de averiguar exactamente cuándo lo había utilizado por última vez. Rathbone hizo una revisión de todas las comidas del día, preguntándole qué cuchillos utilizaba en su preparación, hasta que al final la mujer se mostró tan confusa que él acabó dándose cuenta de que estaba distanciándose a la sala al ametrallarla a preguntas acerca de algo cuyo conocimiento no parecía interesar a nadie.