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– ¿Cómo va a sospechar de la señorita Latterly? -dijo Araminta-. No olvides que ella no estaba aquí entonces.

– ¡Claro que no! -admitió él extendiendo el brazo hacia su mujer, aunque ella, con un gesto leve, imperceptible casi, se apartó para evitar que la tocara. Él se quedó en suspenso, pero modificó el gesto y enderezó un dibujo colocado sobre el escritorio.

– De no ser así, seguro que la molestaba -prosiguió Araminta con frialdad-. Parece sospechar de todo el mundo, incluso de la familia.

– ¡Tonterías! -Myles quería mostrarse impaciente, pero a Hester le pareció que más bien parecía incómodo. Se había sonrojado de pronto y los ojos se le movían, inquietos, de un objeto a otro, como evitando mirar a nadie-. ¡Es de lo más absurdo! ¿Qué motivo podía tener ninguno de nosotros para cometer un acto tan espantoso? Y aunque existiera ese motivo, tampoco habríamos podido hacerlo. De veras, Minta, creo que estás asustando a la señorita Latterly.

– Yo no he dicho que lo haya hecho uno de nosotros, Myles, sólo que esto es lo que cree el inspector Monk… quizá por algo que le dijo Percival sobre ti. -Myles se quedó lívido, después Araminta se volvió y prosiguió con toda deliberación-: Ese Percival es un tipo de lo más irresponsable. Como estuviera absolutamente segura de que le ha contado algo, lo echaba a la calle. -Hablaba con decisión, pero parecía como si pensara en voz alta, absorta en sus elucubraciones, no en el efecto que pudieran tener. Se habría dicho que su cuerpo, cubierto por el hermoso vestido que llevaba, estaba envarado como un tronco en medio de la tranquilidad del ambiente, y su voz era penetrante-. Pienso que la sospecha que tiene mamá de lo que haya podido decir Percival ha sido lo que la ha condenado a la cama. Si no quieres que se ponga peor, mejor que evites verla, Myles. Es posible que te tenga miedo. -Se volvió de repente hacia Myles con una sonrisa, era una mujer deslumbrante y frágil a la vez-. Ya sé que se trata de algo totalmente absurdo, pero el miedo a veces es irracional. Ocurre que en ocasiones nos hacemos las ideas más peregrinas acerca de determinadas personas y, por mucho que nos digan, nadie llega a convencernos nunca de que son infundadas.

Araminta inclinó ligeramente la cabeza a un lado.

– Después de todo, ¿qué razón podrías haber tenido para pelearte tan violentamente con Octavia? -Parecía dudar-. Pero mamá se lo ha creído, eso es evidente. Espero que no le diga nada al señor Monk, porque sería de lo más molesto. -Volviéndose en redondo hacia Hester añadió-: ¿No podría intentar convencer a mi madre de la realidad, señorita Latterly? Le quedaríamos eternamente agradecidos. Bueno, tengo que ir a ver a la pobre Romola. Tiene dolor de cabeza y Cyprian nunca sabe cómo cuidarla. -Se recogió la falda y salió de la estancia erguida y con garbo.

Hester estaba muy azorada. Era evidente que Araminta sabía que había asustado a su marido y que había disfrutado haciéndolo, que era una maniobra calculada. Hester volvió a inclinarse sobre los libros porque no quería que Myles advirtiera que se había percatado de la situación.

Myles se colocó detrás de ella, a menos de un metro de distancia. Hester tenía una aguda sensación de su presencia.

– No tiene por qué preocuparse, señorita Latterly -dijo con voz ligeramente ronca-. Lady Moidore tiene una imaginación desbocada. Como muchas mujeres, dicho sea de paso. Lo embarulla todo y las más de las veces dice las cosas sin intención. Supongo que lo entenderá, ¿verdad? -Lo dijo como queriendo indicar que Hester era como todas y que tampoco había que hacer demasiado caso de lo que ella dijera.

Se levantó y lo miró a los ojos, estaba tan cerca que veía la sombra de las largas pestañas de Myles sobre las mejillas, pero no quiso retroceder.

– No, yo no lo entiendo, señor Kellard -dijo eligiendo cuidadosamente las palabras-. Raras veces digo lo que no pienso y cuando da esa impresión es por una razón accidental, por un uso indebido de las palabras, no porque exista confusión en mis pensamientos.

– Naturalmente, señorita Latterly -sonrió-. Pero en el fondo estoy seguro de que usted es como todas las mujeres…

– Si la señora Moidore tiene dolor de cabeza, quizá pueda aliviárselo -dijo Hester de pronto, ya que no quería replicarle con la frase que tenía en la punta de la lengua.

– Lo dudo -replicó Myles, dando un paso a un lado-. Lo que ella desea no son sus cuidados. De todos modos, puede intentarlo. Incluso sería divertido.

Hester optó por hacer como que no lo entendía.

– Cuando uno tiene dolor de cabeza le importa poco de quién puede venir la ayuda.

– Es posible -admitió-. Lo que pasa es que yo nunca tengo dolor de cabeza… por lo menos no del mismo tipo de los que tiene Romola. Los de ese tipo sólo los tienen las mujeres.

Hester cogió el primer libro que tenía delante de la mano y, sosteniéndolo con la cubierta hacia ella de modo que no se pudiera leer el título, pasó junto a Myles dispuesta a salir.

– Si usted me perdona, tengo que ir a ver cómo se encuentra Lady Moidore.

– Naturalmente -murmuró él-, aunque dudo que la encuentre diferente a como la ha dejado.

Al día siguiente Hester tuvo ocasión de comprender mejor lo que había querido insinuar Myles al referirse al dolor de cabeza de Romola. Venía del invernadero con un ramillete de flores para adornar la habitación de Beatrice cuando se encontró con Romola y Cyprian. Estaban hablando de pie, de espaldas a ella, demasiado enzarzados en la conversación para advertir su presencia.

– Me haría muy feliz que tú quisieras -le decía Romola con una nota implorante en la voz, arrastrando las palabras, un poco quejumbrosa, como si no fuera la primera vez que le pedía aquello.

Hester se detuvo y retrocedió un paso para ver de ocultarse detrás de la cortina, desde donde podía ver la espalda de Romola y la cara de Cyprian. Él tenía aspecto cansado y torturado, con sombras debajo de los ojos y los hombros encorvados, como si esperase que le asestasen un golpe.

– Sabes que en este momento no serviría de nada -replicó él con actitud paciente-, nuestros asuntos no mejorarían.

– ¡Oh, Cyprian! -Romola se volvió hacia él, irritada, manifestando con todo su cuerpo la desilusión y la contrariedad que sentía-. De veras te digo que deberías intentarlo. Para mí cambiaría todo por completo.

– Ya te he explicado que… -comenzó a decir él, pero renunció al intento de explicarle nada-. Sé que lo deseas -dijo con aspereza, evidenciando toda la exasperación que sentía-, y si pudiera convencerlo, lo haría.

– ¿De veras lo harías? A veces dudo que te importe mi felicidad.

– Romola… yo…

Al llegar a este punto, Hester ya no pudo soportarlo por más tiempo. Le molestaban las personas que, a través de presiones morales, hacían responsables a los demás de su felicidad. Quizá fuera porque ella no había contado nunca con nadie que se responsabilizara de la suya, pero la cuestión era que, aun sin conocer los detalles, se ponía del lado de Cyprian. De pronto tropezó ruidosamente con la cortina e hizo sonar las anillas, soltó una exclamación de sorpresa y enfado y, cuando se volvieron los dos a mirarla, sonrió como disculpándose, se excusó y pasó con el ramillete de margaritas de color rosa en la mano. El jardinero las había llamado de otra manera, pero para ella «margaritas» ya estaba bien.

Se amoldó a la vida de Queen Anne Street con ciertas dificultades. En el aspecto material, la casa era extremadamente cómoda. Estaba bien caldeada, salvo las habitaciones de los criados, situadas en los pisos tercero y cuarto y, en lo que se refería a la comida, no había comido nunca tan bien, aparte de que las cantidades eran en extremo abundantes. Había carne, pescado de río y de mar, caza, aves de corral, ostras, langosta, venado, estofado de liebre, empanadas, pasteles, verduras, fruta, dulces, tartas y flanes, budines y postres. Los criados a menudo comían no sólo las sobras del comedor sino también la comida preparada especialmente para ellos.

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