– Me ocupo del caso de Queen Anne Street, el asesinato de la hija de sir Basil Moidore.
– Ya me lo figuraba -respondió ella con mucho comedimiento y con los ojos rebosantes de expectación-. Los periódicos no hablan de otra cosa, pero yo no conozco a nadie de la familia, ni tampoco sé nada de ellos. ¿Tienen alguna conexión con Crimea?
– Sólo lejana.
– Entonces, ¿en qué puedo…? -Se calló esperando que él le diera una respuesta.
– Quien la mató fue una persona de la casa -dijo Monk- y lo más probable es que sea de la familia.
– ¡Oh…! -Su mirada revelaba que estaba empezando a comprender, si no la parte que ella podía tener en el caso, por lo menos las dificultades con las que Monk se enfrentaba-. ¿Y cómo hará para investigar?
– Con mucho cuidado -dijo Monk sonriendo-. Lady Moidore está en cama. No sé qué parte de su malestar responde al dolor producido por lo ocurrido, ya que al principio se lo tomó con una gran entereza, y qué parte responde a que quizá sepa algo comprometedor para algún miembro de la familia y le resulte insoportable.
– ¿Y yo qué puedo hacer? -preguntó Hester con toda su atención puesta en él.
– ¿Le podría interesar hacer de enfermera de lady Moidore, observar a la familia y, en caso de que sea posible, enterarse de qué preocupa especialmente a la señora?
Se sintió inquieta.
– Me pedirían mejores referencias que las que puedo ofrecer.
– ¿Acaso la señorita Nightingale no las daría buenas?
– Sí, ella sí, pero el dispensario no.
– De acuerdo, esperemos entonces que no pregunten al dispensario. Creo que lo principal es que usted sea del gusto de lady Moidore…
– Supongo que lady Callandra también hablaría bien de mí.
Monk se recostó en el asiento con aire tranquilo. -Seguro que con esto bastará. Entonces, ¿le gustaría hacer este trabajo?
Hester sonrió apenas.
– Si la familia solicita una persona para este puesto, puedo optar a él… lo que no puedo hacer es llamar a la puerta de su casa preguntándoles si necesitan una enfermera.
– ¡Naturalmente! Haré lo que pueda para arreglar este particular. -No le dijo nada acerca del primo de Callandra Daviot y procuró evitar explicaciones difíciles-. La gestión se hará verbalmente, como suelen hacerse estas cosas en las mejores familias. Supongo que dejará que hablen de usted, ¿verdad? ¡Estupendo!
– Dígame algo sobre la familia.
– Creo que será mejor que usted misma vaya descubriéndolo todo… y ni que decir tiene que sus opiniones serán preciosas para mí. -Frunció el ceño lleno de curiosidad-. ¿Qué pasó en el dispensario?
Hester, apesadumbrada, lo puso al corriente de lo ocurrido.
Consiguieron convencer a Valentina Burke-Heppenstall de que fuera personalmente a Queen Anne Street para interesarse por la enferma pero, al ver que Beatrice no quería recibirla, se lamentó de la desgracia que afligía a su amiga y sugirió a Araminta que tal vez podría serle útil contar con la colaboración de una enfermera que la ayudara y llegara allí donde no alcanzaran las atareadas doncellas de la casa. Después de pensárselo un rato, Araminta comprendió que debía acceder. Aquella solución descargaría a todas las personas de la casa de una responsabilidad que en realidad no estaban en condiciones de asumir.
Valentina podía aconsejarles una persona siempre que no consideraran una impertinencia que se inmiscuyera en aquel asunto. Las jóvenes formadas por la señorita Nightingale, verdaderamente raras de encontrar entre las enfermeras, eran las mejores; además, solían ser muchachas de buena familia, es decir, señoritas que se podían tener en casa.
Araminta se sintió muy agradecida. Se entrevistaría lo antes posible con la persona que ella le recomendara.
En consecuencia, Hester se puso su mejor uniforme, tomó un cabriolé y se dirigió a Queen Anne Street, donde se sometió a la inspección de Araminta.
– Me la ha recomendado lady Burke-Heppenstall -le anunció Araminta con voz grave.
Araminta llevaba un vestido de tafetán negro que crujía a cada uno de sus movimientos y su enorme falda rozaba las patas de las mesas y los ángulos de los sofás y butacas cuando se desplazaba de un lado a otro del salón recargado de muebles. Lo oscuro del vestido y los negros crespones que cubrían los cuadros y puertas en señal de luto hacían resaltar la llamarada de su cabellera, de la que se prendía la luz, cálida y llena de vida como el oro.
Araminta observó con satisfacción el vestido de paño gris que llevaba Hester y juzgó positivamente su severo aspecto.
– ¿Puedo saber por qué busca usted trabajo en estos momentos, señorita Latterly? -No hizo ningún intento de mostrarse cortés. Aquélla era una entrevista de negocios, no de tipo social.
Hester, siguiendo las sugerencias de Callandra, ya tenía preparada una excusa. Era frecuente que los servidores ambiciosos aspirasen a trabajar para una persona con título. A veces los sirvientes eran más convencionales que sus propios amos y tanto los modales como la corrección con que pudieran expresarse los demás criados eran para ellos de considerable importancia.
– Desde que he regresado a Inglaterra, señora Kellard, prefiero prestar mis servicios de enfermera en casa de una buena familia que en un hospital.
– Lo encuentro muy lógico -aceptó Araminta sin un titubeo-. Mi madre no está enferma, señorita Latterly, lo que pasa es que acaba de sufrir una terrible desgracia y no queremos que se hunda en un estado de melancolía. Le costaría muy poco. Necesita una compañía agradable… una persona que se ocupe de que duerma bien y coma lo suficiente para conservar la salud. ¿Está dispuesta a desempeñar este tipo de trabajo, señorita Latterly?
– Sí, señora Kellard, me encantará si cree que puedo serle de utilidad. -Hester se obligó a mostrarse humilde recordando la cara de Monk… y la verdadera finalidad que la llevaba a aquella casa.
– Muy bien, entonces puede considerarse contratada. Puede traer todas sus cosas y empezar mañana mismo. Buenos días.
– Buenos días, señora… y muchas gracias.
Así pues, al día siguiente Hester se trasladó a Queen Anne Street con sus escasos bártulos embutidos en una maleta y llamó a la puerta trasera de la casa dispuesta a que le indicaran dónde estaba su habitación y cuáles serían sus obligaciones. Su posición se salía bastante de lo común: era bastante más que una criada pero mucho menos que una invitada. Aunque la consideraban competente, no formaba parte del personal de servicio propiamente dicho, pero tampoco podían equipararla con un profesional, como por ejemplo un médico. Era un miembro más de la casa, por consiguiente debía moverse al son que tocaban los demás y conducirse en todas las circunstancias de forma aceptable a ojos de su ama y señora, palabra esta última que se le quedaba atravesada entre los dientes.
Sin embargo, ¿por qué era así? Ella no tenía nada, ni bienes ni perspectivas de futuro y, por otra parte, como se había excedido en sus funciones y había aplicado un tratamiento médico a John Airdrie sin contar con el permiso de Pomeroy, tampoco contaba con ningún otro trabajo. Y por supuesto, aquí no se trataba únicamente de ocuparse tan bien como supiera de lady Moidore sino que, además, debía hacer para Monk aquel trabajo más interesante y peligroso que él le había encomendado.
Le adjudicaron una agradable habitación en el piso situado encima de los dormitorios de la familia, donde gracias a la conexión de una campana podía responder así que la llamasen. Durante los ratos libres, suponiendo que los tuviera, podía dedicarse a leer o escribir cartas en la salita destinada a las doncellas de las señoras. Le especificaron muy claramente cuáles serían sus deberes y cuáles correspondían a la doncella Mary, una muchacha morena y espigada de poco más de veinte años con un rostro lleno de carácter y una lengua muy pronta. También la informaron de las competencias de la doncella del piso superior, Annie, una muchachita de unos dieciséis años, llena de curiosidad, muy lista y excesivamente obstinada para sus gustos.