Hester buscó una excusa pero no encontró ninguna.
– Sí, he cometido una tontería -dijo como amparándose en la imprudencia como excusa.
– En efecto, lo considero una estupidez -admitió Araminta-. ¿En qué estaba pensando?
– Pues yo…
Araminta empequeñeció los ojos.
– ¿Tiene, quizás, un pretendiente, señorita Latterly?
Sí, podía ser una excusa, una excusa plausible. Hester murmuró para sus adentros una oración de gratitud con la cabeza gacha, como si estuviera avergonzada por su falta de sensatez, no porque la hubieran sorprendido en actitud inconveniente.
– Sí, señora.
– Pues tiene usted mucha suerte -le dijo Araminta con acritud-. No es usted muy favorecida que digamos y ya no volverá a tener veinticinco años. Yo lo cogería al vuelo. -Y con estas palabras pasó como una ráfaga de viento junto a Hester y siguió bajando en dirección al vestíbulo.
Hester masculló maldiciones por lo bajo y corrió escaleras arriba pasando como un huracán junto a Cyprian, que se quedó mudo de asombro, y continuó a través del siguiente tramo de escaleras hasta su habitación, donde se sacó toda la ropa hasta la última prenda que llevaba encima y las distribuyó lo mejor que pudo por la habitación para que se secaran.
Su cabeza funcionaba a toda marcha. ¿Qué haría Monk? Decírselo todo a Evan y éste a Runcorn. Por lo que Monk le había contado de Runcorn, ya se lo imaginaba hecho una furia. Ahora quizá no tendría más remedio que volver a abrir el caso.
Se entretuvo haciendo pequeños trabajos sin finalidad alguna. Temía volver a la habitación de Beatrice y enfrentarse con ella después de lo que había hecho, pero su presencia en aquella casa no tenía otra justificación que aquélla y lo que menos podía permitirse ahora era despertar sospechas. Además, estaba en deuda con Beatrice, por toda la pena que le causaba y la inevitable destrucción que comportaba.
Con el corazón en un puño y las manos empapadas de sudor, fue a la habitación de Beatrice y llamó a la puerta.
Las dos hicieron como si la conversación que habían sostenido por la mañana no hubiera tenido lugar. Beatrice habló un poco de temas de otros tiempos, de la época en que conoció a Basil y de la buena impresión que le causó, mezclada con un cierto respeto. Habló de su niñez en Buckinghamshire, donde se crió con sus hermanas, de las cosas que les contaba su tío sobre Waterloo y del gran acontecimiento del baile que se celebró en Bruselas el día anterior a la batalla y de la victoria que se consiguió después, de la derrota del emperador Napoleón que comportó la vuelta a la libertad de toda Europa, de los bailes, de los fuegos artificiales, del júbilo, de los maravillosos vestidos de fiesta, de la música y de los magníficos caballos. En cierta ocasión, siendo niña, fue presentada al propio Duque de Hierro. Lo recordó con una sonrisa y la mirada nostálgica de un placer casi olvidado.
Después habló de la muerte del viejo rey Guillermo IV y de la subida al trono de la joven Victoria. La coronación fue un acto espléndido que excedía a todo lo imaginable. Beatrice estaba entonces en el momento culminante de su belleza y, sin vanidad alguna, habló de las fiestas a las que ella y Basil habían asistido y de la admiración que ella había provocado.
Trajeron la comida y se llevaron el servicio, después sirvieron el té, pero ella seguía huyendo de la realidad con creciente empeño, las mejillas cubiertas de intenso rubor y los ojos febriles.
Si acaso las habían echado en falta, no lo demostraron ni nadie fue a buscarlas.
Eran las cuatro y media, y ya había anochecido, cuando se oyó un golpe en la puerta.
Beatrice estaba pálida como una muerta. Miró a Hester y después, haciendo un enorme esfuerzo, dijo con voz monocorde:
– ¡Adelante!
Entró Cyprian con el rostro contraído por la angustia y el azoramiento, algo a lo que todavía no se podía llamar miedo.
– Mamá, ha vuelto la policía. No aquel hombre que se llamaba Monk sino el sargento Evan y un agente… y el maldito abogado que defendió a Percival. Beatrice se puso en pie. Su cuerpo se tambaleó un poco.
– Ahora bajo.
– Me temo que quieren hablar con todos nosotros pero se niegan a decir por qué. Supongo que será mejor que los recibamos aunque no tengo ni idea de lo que querrán ahora.
– Pues yo me temo, hijo mío, que va a ser algo sumamente desagradable.
– ¿Por qué? ¿Queda algo por decir?
– Queda mucho -replicó ella cogiéndolo del brazo para apoyarse en él a lo largo del pasillo y de las escaleras hasta el salón, donde ya se habían congregado todos, incluidos Septimus y Fenella. Junto a la puerta esperaba Evan y un agente no uniformado y en medio de la habitación estaba Oliver Rathbone.
– Buenas tardes, lady Moidore -dijo el abogado con voz grave, saludo que dadas las circunstancias tenía bastante de ridículo.
– Buenas tardes, señor Rathbone -dijo ella con un ligero temblor en la voz-. Supongo que ha venido para preguntarme por el salto de cama.
– Así es -dijo él con voz tranquila-. Siento tener que cumplir con este deber, pero no tengo más remedio. El lacayo Harold me ha dejado examinar la alfombra del estudio… -Se calló y sus ojos vagaron por las caras de todos los reunidos. Nadie se movió ni dijo palabra-. He descubierto las manchas de sangre de la alfombra y los restos adheridos en el puño del abrecartas. -Con gesto elegante se sacó el abrecartas del bolsillo y lo sostuvo, haciéndolo girar muy lentamente en la mano. La luz arrancó destellos de la hoja.
Myles Kellard estaba inmóvil, las cejas bajas y mirándolo con sorpresa.
Cyprian parecía sumamente preocupado.
Basil miraba sin parpadear. Araminta tenía las manos apretadas con tal fuerza que le resaltaban los nudillos y estaba blanca como el papel.
– Supongo que esto debe de tener alguna justificación -dijo Romola con aire irritado-. Detesto los melodramas. Le ruego que se explique y se deje de comedias.
– ¡Oh, cállate, por favor! -le soltó Fenella-. Tú odias todo lo que no es cómodo y se aparta de la rutina doméstica. Si no vas a decir nada útil, mejor que te calles.
– Octavia Haslett murió en el estudio -dijo Rathbone con voz monocorde y cautelosa, que pese a todo dominaba cualquier otro ruido o murmullo de la habitación.
– ¡Santo Dios! -Fenella se mostraba incrédula pero divertida por la situación-. No irá a insinuar que Octavia tuvo una cita con el lacayo en la alfombra del estudio. Sería absurdo, y de lo más incómodo disponiendo, como era el caso, de una cama estupenda.
Beatrice se volvió en redondo y le pegó un bofetón tan fuerte a Fenella que la hizo tambalear primero y derrumbarse sobre una de las butacas en segundo lugar.
– Hacía años que quería hacerlo -exclamó Beatrice con profunda satisfacción-. Seguramente va a ser el único gusto que hoy voy a darme. ¡No, imbécil! No era ninguna cita. Octavia descubrió que Basil había destinado a Harry a ir en cabeza de la carga de Balaclava, donde tantos murieron, y se sintió derrotada, caída en la trampa, igual que nosotros ahora. Octavia se suicidó.
Se produjo un impresionante silencio hasta que Basil dio un paso adelante, el rostro ceniciento y temblorosas las manos. Todavía hizo un supremo esfuerzo.
– ¡No es verdad! El dolor te ha desquiciado. Ve a tu habitación y avisaré al médico. ¡Por el amor de Dios, señorita Latterly, no se quede aquí, haga algo!
– ¡Lo que ha dicho lady Moidore es verdad, sir Basil! -Lo miró, imperturbable; por vez primera lo miró no como una enfermera a su amo, sino de igual a igual-. Fui al Ministerio de Defensa y me enteré de lo que le había ocurrido a Harry Haslett, supe de sus intervenciones, y también que Octavia había estado allí la tarde del día de su muerte y se había enterado de lo mismo.
Cyprian miró a su padre, después a Evan y en tercer lugar a Rathbone.
– Entonces, ¿qué hacía el cuchillo y el salto de cama de Octavia en la habitación de Percival? -preguntó-. Papá tiene razón. Lo que pudiera haber sabido Octavia de Harry no tiene sentido alguno. Existían las pruebas. Encontraron el salto de cama de Octavia, manchado de sangre y envolviendo el cuchillo.