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Sostenía la vela baja y la cera fundida iba llenando el cuenco. Volvió a colocar el abrecartas en su sitio, poniéndolo exactamente tal como estaba antes, después tomó la vela y volvió a dirigirse con rapidez a la puerta y la abrió casi sin hacer ruido. El pasillo estaba sumido en la oscuridad: lo único que se distinguía en él era el débil resplandor que se filtraba a través de la ventana que daba a la parte frontal de la casa, al otro lado de la cual seguía cayendo la nieve.

Atravesó el vestíbulo de puntillas, sin hacer ruido. Sentía la frialdad de las baldosas bajo sus pies desnudos y estaba rodeada únicamente por un pequeño haz de luz, la indispensable para no tropezar. Al llegar a lo alto de la escalera atravesó el rellano y, no sin cierta dificultad, localizó el pie de la escalera para uso de las criadas.

Finalmente en su habitación, apagó de un soplo la llama de la vela y se encaramó a la cama helada. Tenía mucho frío, el cuerpo convulso por temblores, empapado de sudor, una sensación de náuseas en el estómago.

Por la mañana, tratando de recurrir a todo su aplomo, se ocupó primeramente de que Beatrice se encontrara cómoda y de servirle el desayuno; después fue a ver a Septimus, al que dejó igualmente tras haberlo atendido, procurando no dar la impresión de apresuramiento o de ser negligente con sus deberes. Eran casi las diez cuando ya se encontró en libertad de ir a la lavandería a hablar con Rose.

– Rose -la interpeló con voz tranquila para no llamar la atención de Lizzie. A buen seguro habría querido saber qué pasaba, para comprobar si se trataba de algún trabajo, y en caso contrario hacer o impedir lo que fuera para obligarles a dejarlo hasta un momento más oportuno.

– ¿Qué desea? -Rose estaba pálida, su cutis había perdido aquella diafanidad y aquel esplendor como de porcelana que tenía antes y sus ojos, tan oscuros, parecían dos cuencas vacías. La muerte de Percival la había afectado profundamente. Había en ella todavía una parte que seguía enamorada de aquel hombre y quizá se atormentaba con la idea de que sus propias declaraciones y la intervención que había tenido en su detención, la mezquina malevolencia que había demostrado y sus sutiles indicaciones podían haber conducido a Monk a orientar sus sospechas en dirección a Percival.

– Rose -volvió a llamarla Hester con intención de desviar su atención del trabajo que estaba haciendo, que consistía en alisar con la plancha el delantal de Dinah-. Se trata de la señorita Octavia…

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rose sin interés, mientras su mano movía la plancha hacia delante y hacia atrás y seguía con los ojos fijos en la tela.

– Usted se encargaba del cuidado de su ropa, ¿verdad? ¿O era Lizzie?

– No. -Rose continuaba sin mirarla-. Lizzie solía ocuparse de la ropa de lady Moidore, de la ropa de la señorita Araminta y a veces también de la ropa de la esposa del señor Cyprian. Yo me encargaba de la ropa de la señorita Octavia y de la ropa blanca de los caballeros. Los delantales y gorros de las camareras nos los repartimos según convenga. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado ahora?

– ¿Cuándo fue la última vez que lavó el salto de cama de la señorita Octavia, el que tiene un encaje con un dibujo de lirios… antes de que la asesinaran?

Rose dejó finalmente la plancha y se volvió a Hester con el ceño fruncido. Estuvo unos minutos pensativa antes de contestar.

– Lo planché la mañana del día antes y lo subí arriba alrededor de mediodía. Suponía que iba a ponérselo aquella noche… -hizo una profunda aspiración-, y por lo que he oído se lo puso al día siguiente y cuando la mataron lo llevaba puesto.

– ¿El salto de cama estaba roto?

Rose la miró con el rostro tenso.

– ¡Claro que no! ¿Se figura que no sé cuáles son mis obligaciones?

– Si se hubiera hecho un desgarrón la noche antes, ¿se lo habría dado a usted para que lo remendara?

– Es más probable que se lo hubiera dado a Mary, pero después Mary me lo habría dado a mí. Tiene buenas manos y sabe hacer arreglos cuando se trata de trajes y de vestidos de noche, pero aquellos lirios eran cosa muy fina. ¿Por qué lo dice? ¿A qué viene ahora eso?-La miró con expresión de extrañeza-. De todos modos, debió de ser Mary la que lo remendó, porque yo no, y cuando la policía me enseñó el salto de cama para que dijera si era de la señorita, no vi que estuviera roto, tanto los lirios como todo el encaje estaban en perfecto estado.

Hester sintió una extraña excitación.

– ¿Está segura? ¿Absolutamente segura? ¿Sería capaz de jurarlo por la vida de alguien?

Fue como si a Rose acabaran de darle un bofetón, ya que de su cara desapareció el último vestigio de color.

– ¿Por quién quiere que jure? ¡Percival ha muerto! ¡Lo sabe de sobra! ¿Se puede saber qué le pasa? ¿Por qué se preocupa por un encaje roto?

– ¡Dígamelo! ¿Está absolutamente segura? -insistió Hester.

– Sí, lo estoy. -Rose ya estaba enfadándose porque no comprendía la insistencia de Hester y aquello la asustaba-. Cuando la policía me enseñó el salto de cama manchado de sangre no tenía el encaje roto. Precisamente aquella parte no estaba manchada, estaba perfectamente limpia y bien.

– ¿No se equivoca? ¿No había otra parte de la prenda adornada también con encaje?

– Sí, pero no era el mismo. -Movió negativamente la cabeza-. Mire, señorita Latterly, no sé lo que pensará usted de mí, aunque de sobra se ve por los aires que gasta, pero sé muy bien qué me llevo entre manos y cuando veo un salto de cama sé dónde tiene el tirante y dónde el dobladillo. Ni estaba roto el encaje del salto de cama cuando me lo llevé de la lavandería ni lo estaba tampoco cuando la policía me preguntó si lo reconocía, pese a quien pese y favorezca a quien favorezca.

– Pues es algo que pesa, y mucho -dijo Hester con voz queda-. ¿Usted lo juraría?

– ¿Para qué?

– ¿Lo juraría o no? -Hester estaba tan furiosa que casi temblaba.

– ¿A quién se lo tendría que jurar? -insistió Rose-. ¿Qué importa eso ahora? -Su rostro reflejó una tremenda emoción-. ¿Usted quiere decir que… quiere decir que no fue Percival quien la mató?

– No, creo que él no la mató.

Rose se había quedado muy blanca, tenía el rostro contraído.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Quién fue entonces?

– Eso no lo sé. Por favor, sea sensata. Si le interesa conservar la vida, o cuando menos su trabajo, no hable de todo esto con nadie.

– Pero ¿y usted cómo lo sabe? -siguió insistiendo Rose.

– Cuanto menos sepa mejor, créame.

– Pero ¿qué piensa hacer? -dijo en voz muy baja, aunque se le notaba la ansiedad y el miedo.

– Demostrarlo, si puedo.

En aquel momento se acercó Lizzie. Tenía los labios tensos por la irritación.

– Oiga, señorita Latterly, si quiere algo de la lavandería pídamelo a mí y yo me ocuparé de lo que sea, pero no se quede aquí cuchicheando con Rose, que tiene mucho trabajo.

– Lo siento, perdone -se disculpó Hester obligándose a sonreír, después de lo cual se retiró.

Había vuelto a la casa principal y estaba a media escalera en dirección a la habitación de Beatrice cuando de pronto se le aclararon las ideas. Si el salto de cama estaba intacto cuando Rose lo envió a la habitación de Octavia y seguía intacto cuando fue descubierto en la habitación de Percival, pero estaba roto cuando Octavia fue al cuarto de su madre para darle las buenas noches, alguien lo había roto en algún momento de aquel día, y únicamente Beatrice lo habría observado. No lo llevaba puesto cuando había muerto, puesto que estaba en la habitación de Beatrice. En algún momento comprendido entre aquel en que Octavia lo dejó en dicha habitación y su descubrimiento alguien se apoderó de él y tomó también un cuchillo de la cocina, lo manchó de sangre y lo envolvió con el salto de cama, después de lo cual lo escondió en la habitación de Percival.

¿Quién?

¿Cuándo lo había cosido Beatrice? ¿Fue aquella noche? ¿Por qué se habría molestado en coserlo si hubiera sabido que Octavia había muerto?

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