22
A nuestra oficina, por la tarde, vino Alberto Sanjuán.
– Han confesado, ¿no? -le pregunté.
– Sí, todo pasó como tú pensabas. Lola… no sé cómo darte las gracias… Eres maravillosa, como detective y como mujer.
Yo…
– De momento invítame a cenar esta noche, ¿vale? Pero nada de hamburguesas, ¿eh?
– ¡No! Si ya no como hamburguesas… No te lo vas a creer.
He aprendido a cocinar. Es mi hobby. Ahora estoy haciendo un curso de cocina tailandesa.
– ¡No puede ser!
– Quedamos a las nueve en tu casa, ¿vale?
23
A las cinco entró Paco, mi socio, con cara triste.
– ¿Qué te pasa, chico? -le pregunté yo-. Hemos resuelto el caso, ¡en cuarenta y ocho horas!
– Vuelve.
– ¿Quién vuelve?
– Lulú.
– ¿Cómo dices?
– Que Lulú, la canadiense, vuelve a Madrid. Dice que en París hace muy mal tiempo.
– ¿Y no estás contento?
– Sí y no.
– ¿Por qué? Seguro que te trae muchas cajas de bombones…
– Es que Ifigenia, la bailarina cubana viene de tournée a España. Llega pasado mañana.
– ¡Qué suerte tienen algunos! -dijo Miguel.
– Oye, oye… ¿Y si tú, Miguel, llevas a Lulú a Toledo [29]?
Mientras tanto, yo… -empezó a decir Paco.
– Tengo un dolor de cabeza horrible -respondió Miguel-.
No sé qué me pasa.
En ese momento entró en la oficina otra persona con cara de mal humor: el Sr. Ramales, el cliente de la mujer desaparecida y encontrada.
– Se ha vuelto a ir -dijo sin decir «hola».
Margarita no pudo evitarlo y preguntó.
– ¿Con cuánto dinero esta vez?
Yo le lancé una mirada asesina y dije al Sr. Ramales con mi mejor sonrisa:
– Pase, pase, Sr. Ramales. Venga a mi despacho y hablamos tranquilamente. Margarita, que no nos molesten.
Paco y Miguel intentaban aguantar un ataque de risa.
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