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A nuestra oficina, por la tarde, vino Alberto Sanjuán.

– Han confesado, ¿no? -le pregunté.

– Sí, todo pasó como tú pensabas. Lola… no sé cómo darte las gracias… Eres maravillosa, como detective y como mujer.

Yo…

– De momento invítame a cenar esta noche, ¿vale? Pero nada de hamburguesas, ¿eh?

– ¡No! Si ya no como hamburguesas… No te lo vas a creer.

He aprendido a cocinar. Es mi hobby. Ahora estoy haciendo un curso de cocina tailandesa.

– ¡No puede ser!

– Quedamos a las nueve en tu casa, ¿vale?

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A las cinco entró Paco, mi socio, con cara triste.

– ¿Qué te pasa, chico? -le pregunté yo-. Hemos resuelto el caso, ¡en cuarenta y ocho horas!

– Vuelve.

– ¿Quién vuelve?

– Lulú.

– ¿Cómo dices?

– Que Lulú, la canadiense, vuelve a Madrid. Dice que en París hace muy mal tiempo.

– ¿Y no estás contento?

– Sí y no.

– ¿Por qué? Seguro que te trae muchas cajas de bombones…

– Es que Ifigenia, la bailarina cubana viene de tournée a España. Llega pasado mañana.

– ¡Qué suerte tienen algunos! -dijo Miguel.

– Oye, oye… ¿Y si tú, Miguel, llevas a Lulú a Toledo [29]?

Mientras tanto, yo… -empezó a decir Paco.

– Tengo un dolor de cabeza horrible -respondió Miguel-.

No sé qué me pasa.

En ese momento entró en la oficina otra persona con cara de mal humor: el Sr. Ramales, el cliente de la mujer desaparecida y encontrada.

– Se ha vuelto a ir -dijo sin decir «hola».

Margarita no pudo evitarlo y preguntó.

– ¿Con cuánto dinero esta vez?

Yo le lancé una mirada asesina y dije al Sr. Ramales con mi mejor sonrisa:

– Pase, pase, Sr. Ramales. Venga a mi despacho y hablamos tranquilamente. Margarita, que no nos molesten.

Paco y Miguel intentaban aguantar un ataque de risa.

***
La llamada de La Habana - pic_2.jpg
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[29] Toledo es una ciudad situada al sur de Madrid. Es una ciudad monumental de gran interés histórico.

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