12
Por la noche llegué a casa muy cansada. Vivo sola en el Madrid de los Austrias [20], en la Plaza de la Paja. Me gusta Madrid y me gusta mi barrio, un barrio céntrico pero tranquilo. En el balcón estaba mi vecina y amiga Carmela.
Carmela es una mujer mayor, vasca y, como buena vasca, muy buena cocinera [21]. Ella y yo nos llevamos muy bien. Es casi como una segunda madre. Muchas noches me invita a comer porque sabe que, si estoy sola, no como casi nada.
– ¿Subes a cenar?
Me gritó desde el balcón.
– Tengo bacalao al pil pil [22].
– Vale, de acuerdo, ahora subo. Me doy una ducha y subo.
Cuando tengo un caso difícil, me gusta explicárselo a Carmela. Siempre me da buenas ideas.
El bacalao y hablar con Carmela me fueron muy bien.
Después de cenar ya estaba más tranquila.
– Oye, y ese pobre chico, Alberto, y tú no… -me preguntó Carmela que siempre quiere casarme.
– No, Carmela. No hay nada. Ya te he dicho que fuimos novios en la Universidad pero ahora, nada…
– Pues por lo que dices, es un chico estupendo, con un buen trabajo y…
– ¡Carmela…!
– Vale, vale, me callo. ¿Y por qué dejasteis de ser novios?
– No le gusta comer. Sólo come hamburguesas.
– Ah, bueno, si es así… -respondió Carmela.
Carmela piensa que la cocina es una cosa sagrada y las hamburguesas un motivo de divorcio muy serio.
13
El jueves por la mañana llamé a Alberto.
– ¿Ha llegado ya la Sra. Zabaleta? -le pregunté.
– Sí, ya está en Madrid.
– ¿Cuándo puedo verla?
– Yo ya le he dicho que vas a ir a verla. Te espera. Esta mañana está en su casa.
– Magnífico. ¿Tienes la dirección?
– Sí, toma nota…
Me dio una dirección en el Viso [23].
– Te llamo luego, ¿vale?
– ¿Qué hago yo?
– Nada. Mis socios. Paco y Miguel, también están trabajando. Tú tranquilo.
– Lo intentaré.
14
La casa de los Zabaleta era una casa de los años veinte.
Muy grande pero un poco triste. En la puerta había dos fotógrafos, dos paparazzi. esperando poder hacer fotos de la viuda. En el jardín, dos perros muy grandes me miraron sin interés. Llamé al timbre y una mujer mayor abrió la puerta.
– Soy Lola Lago. La Sra. Zabaleta me está esperando.
– Pase por aquí, por favor -dijo la mujer.
La casa era magnífica pero un poco fría. «Una casa sin niños», pensé yo, mientras esperaba en la biblioteca. Al cabo de unos minutos, entró una mujer delgada de unos cuarenta años.
– Hola, ¿qué tal? -dijo dándome la mano.
– Encantada -respondí yo.
De pronto me sentí muy mal vestida al lado de la elegantísima Ma Victoria Villaencina de Zabaleta.
– Usted dirá. No creo que pueda ayudarla mucho. Ya sabe: yo estaba en Cuba… -me dijo.
– Sra. Zabaleta, usted fue la última persona que habló con él,¿no?
– La última, no. La última fue el asesino, ¿no cree?
– Claro, claro, ya me entiende… -dije yo poniéndome roja como un tomate. Ma Victoria me daba un poco de miedo, tan bien vestida, tan elegante, tan segura…
– Yo le llamé desde mi hotel en La Habana a eso de las nueve y media hora española.
– ¿Está segura de la hora?
– Sí, segura. Estaba en el bar, tomando unos mojitos [24]. En el bar del hotel, el «Habana Libre», el antiguo «Hilton» [25].
Llamé a casa y no había nadie. Luego llamé a la oficina.
– Y habló con él…
– Exacto.
– ¿Y no notó nada raro?
– No. Estaba como siempre. Luego, por la tarde, fui a ver el espectáculo del cabaret del hotel, un espectáculo muy divertido, por cierto.
– O sea que la muerte fue después de las nueve y media.
– Claro.
– ¿Sospecha de alguien, Sra. Zabaleta?
– No.
Me pareció, entonces, que hablaba de la muerte de su marido como de un partido de tenis o de un nuevo vestido.
– ¿Qué le parece Alberto Sanjuán?
– Es una chico muy inteligente, un poco demasiado ambicioso, quizá… Pero es su cliente, ¿no?
– Sí, es mi cliente. Bueno, no la molesto más.
Tenía ganas de terminar esta conversación. Me sentía incómoda.
– ¿No tiene nada más que preguntarme?
– Ahora, no. Quizá más tarde. Dentro de unos días.
– Cuando quiera -dijo con una sonrisa artificial.
Se quedó callada un momento y luego me miró y dijo:
– No debería llevar ropa de color verde, ¿sabe? No le va nada bien. Pruebe con el rojo.
Otra vez volví a sentirme muy pequeña con mi jersey verde recién comprado en las rebajas [26] de El Corte Inglés.
15
Volví en moto a la oficina. Hacía frío. Llegué a las doce y media.
Margarita, la secretaria, naturalmente, estaba hablando por teléfono con su novio. Sentado delante de Margarita, estaba Feliciano, el chico de los recados. ¡Pobre Feliciano!
Está locamente enamorado de Margarita y le escribe versos.
Ella no lo sabe.
– ¿Ha pasado algo. Margarita?
– Paco ha llamado. Dice que viene enseguida. Miguel está en la sede del partido de Juárez, el CSP o CPS o algo así.
Al poco rato, llegó Paco.
– He hablado con Ifigenia, ¿sabes?
– Aja… Tu novia cubana…
– Ahora trabaja en el hotel más importante de La Habana, el Habana…
– El «Habana Libre».
– Eso. ¿Y tú como lo sabes?
– Fantástico. Nuestra querida Ma Victoria Villaencina de Zabaleta estuvo ahí. El martes, si es verdad lo que dice, la Sra. Zabaleta estuvo en el hotel, habló con su marido y, después, fue al cabaret. Si es que estaba en La Habana, realmente… No sé. Hay algo raro en esa mujer. Vuelve a llamar a Ifigenia. A ver si alguien vio o habló con Ma Victoria de Zabaleta.
– Entiendo, jefa.
– No soy tu jefa.
– Entiendo, nena.
– Brrrr…
16
Miguel volvió muy contento a la oficina, después de hablar personalmente con Juárez.
– A Juárez le parece muy raro lo de la carta. Está preocupado. No quiere escándalos antes de las elecciones -nos explicó.
– Sí, todo es muy raro. Quizá sólo era para despistar a la policía.
– Y para buscarle problemas a Alberto, claro.
– Sí, es posible.
Los dos nos quedamos callados un momento.
– ¿Qué hacemos ahora? -me preguntó Miguel.
– Tengo que hablar con la secretaria. Banca Fanjul.
– Ah, se me olvidaba. Muy importante: un amigo que trabaja en Semana [27] dice que el matrimonio Zabaleta tenía muchos problemas. Cree que había algo entre Zabaleta y Blanca, su secretaria, pero no han podido hacer fotos.
– Interesante, muy interesante.