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Maliánov quedó atónito. Y Zíkov, chasqueando los labios, húmedos, continuó.

— Ni siquiera la copió bien. En realidad no es así, sino así. —Tomó el lápiz de Maliánov, se levantó de un salto, puso el papel en la mesa y apretando el lápiz, trazó sobre el diagrama de Maliánov—. Ahí tiene. Y aquí sigue así, no así. —Cuando terminó y la punta del lápiz estuvo quebrada, arrojó el lápiz, se sentó de nuevo y miró a Maliánov con lástima—. Ah, Maliánov, Maliánov. Usted es un hombre muy instruido, un criminal experimentado, pero se comporta como un mocoso.

Maliánov paseaba la mirada del rostro de él al gráfico. No tenía sentido. Era tan ridículo, que carecía de sentido decir nada, o gritar, o explicar algo. En rigor, lo mejor que se podía hacer en ese caso sería despertar.

—¿Y su esposa está en buenas relaciones con Snegovoi? — preguntó Zíkov, otra vez cortés hasta el punto de resultar incoloro.

— En buenas relaciones, sí.

—¿Se tutean?

— Escuche. Arruinó mi gráfico. ¿Qué pasa?

—¿Qué gráfico? — Zíkov se mostró sorprendido.

— Ese, el de ahí.

— Eso carece de importancia. ¿Viene Snegovoi cuando usted no está en casa?

— Carece de importancia — repitió Maliánov—. Puede que carezca de importancia para usted — dijo con rapidez, recogiendo sus papeles y guardándolos en los cajones—. Uno está sentado ahí y trabaja y se mata como un condenado tonto, y después cualquiera que lo desee viene y me dice que carece de importancia — masculló, poniéndose a gatas y recogiendo los toscos esbozos diseminados por el suelo.

Igor Zíkov lo miró sin expresión, mientras atornillaba con cuidado el cigarrillo en la boquilla. Cuando Maliánov, resoplando, sudoroso y colérico, volvió a su silla, Zíkov preguntó con cortesía:

—¿Puedo fumar?

— Adelante. Ahí está el cenicero. Y siga con sus preguntas. Tengo trabajo que hacer.

— Todo depende de usted — sostuvo Zíkov, dejando que el humo se le escapara con delicadeza de la comisura de la boca—. Por ejemplo, he aquí una pregunta: ¿cómo llama habitualmente a Snegovoi… coronel, Snegovoi o Arnóld?

— Depende. ¿Qué importancia tiene cómo lo llamo?

—¿Lo llama coronel?

— Bueno, sí. ¿Y?

— Es muy extraño — dijo Zíkov, dejando caer la ceniza con cuidado—. Sabe, Snegovoi fue ascendido a coronel sólo anteayer.

Fue un golpe. Maliánov no dijo nada, y sintió que el rostro se le enrojecía.

— Y entonces, ¿cómo descubrió que era coronel?

Maliánov agitó la mano.

— Muy bien. Fue jactancia. No sabía si era coronel, o teniente coronel, o qué. Ayer caí por su casa y vi la casaca con las charreteras. Y vi que era coronel.

—¿Cuándo estuvo allí?

— Por la noche. Tarde. Fui a buscar un libro. Este.

Fue un error, la mención del libro. Zíkov se apoderó de él y comenzó a hojearlo. Maliánov empezó a sudar de nuevo porque no tenía la menor idea de su contenido.

—¿Qué idioma es éste? — preguntó Zíkov, distraído.

— Este… — masculló Maliánov, sudando por tercera vez—. Supongo que inglés.

— No lo creo — repuso Zíkov, examinando el texto—. Me parece cirílico, no latín. ¡Oh! ¡Es ruso!

Maliánov estalló en sudores por cuarta vez, pero Zíkov dejó el libro, se puso las gafas obscuras, se recostó contra el respaldo de la butaca y miró a Maliánov. Y Maliánov miró a Zíkov, tratando de no parpadear ni desviar la vista. Un pensamiento le cruzó por la cabeza: hijo de puta, no te diré dónde están nuestros muchachos.

—¿A quién cree que me parezco? — interrogó Zíkov de pronto.

—¡A un Tontón Macoute! — barbotó Maliánov sin pensarlo.

— Se equivoca — dijo Zíkov—. Piense de nuevo.

— No sé.

Zíkov se sacó los anteojos y menó la cabeza, acusador.

—¡Eso está mal! ¡No sirve! Tiene extrañas ideas acerca de nuestros organismos investigadores. Muchacho, ¿cómo se le ocurrió lo del Tontón Macoute?

— Bien, ¿y a qué se parece, entonces? — preguntó Maliánov, acobardándose.

—¡Al Hombre Invisible! Lo único en común con un Tontón Macoute — lo único— es que los dos se escriben con mayúscula.

Guardó silencio. Había en el aire un denso silencio pesado, y hasta los coches, afuera, habían dejado de hacer ruido. Maliánov no escuchaba un solo sonido, y sintió desesperadas ansias de despertar. Y luego el silencio fue quebrado por el teléfono.

Maliánov pegó un salto. En apariencia, también Zíkov lo hizo. El teléfono volvió a sonar. Apoyándose en los antebrazos, Maliánov se incorporó y miró interrogadoramente a Zíkov.

— Sí. Quizá sea para usted.

Maliánov trepó hacia la cama y tomó el teléfono. Era Val Weingarten.

— Eh, contemplador de estrellas — dijo—. ¿Por qué no llamas, cerdo?

— Ya sabes cómo es eso… Estaba ocupado.

—¿Haciendo tonterías con la mujer?

— No… ¿qué quieres decir, «con la mujer»?

—¡Ojalá mi Svetlana me mandase a sus amiguitas!

— S-sí… —Sintió ojos clavados en la nuca—. Escucha, Val, te llamaré más tarde.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó Weingarten con ansiedad.

— Nada. Te lo diré más tarde.

—¿Es esa hembra?

— No.

—¿Un hombre?

— Ahá.

Weingarten suspiró en el teléfono.

— Escucha — dijo bajando la voz—, puedo ir enseguida. ¿Quieres que vaya?

—¡No! Eso es lo único que me haría falta.

Weingarten suspiró pesadamente.

— Oye, ¿tiene cabello rojo?

Maliánov lanzó una mirada involuntaria a Zíkov. Para su sorpresa, éste no lo miraba. Leía el libro de Snegovoi, moviendo los labios.

—¡Es claro que no! ¿Qué tontería es esa? Mira, te llamaré después.

—¡Llama sin falta! — gritó Val—. En cuanto se vaya, llama.

— Muy bien — dijo Maliánov, y cortó. Luego volvió a su silla, mascullando disculpas.

— Está bien — dijo Zíkov, y dejó el libro—. Usted tiene intereses muy vastos, Dmitri.

— No puedo quejarme — murmuró Maliánov. Maldición, ojalá pudiese echar por lo menos un vistazo a ese libro—. Por favor — dijo—, terminemos, si es posible. Ya es la una pasada.

—¡Por supuesto! — exclamó Zíkov, servicial. Miró su reloj con ansiedad y extrajo una libreta de la carpeta—. Muy bien, de modo que ayer por la noche estuvo en casa de Snegovoi, ¿no es así?

— Sí.

—¿Fue a buscar este libro?

— S-sí —repuso Maliánov, decidiendo no aclarar nada.

—¿Cuándo fue eso?

— Tarde, cerca de la medianoche.

—¿Tuvo la impresión de que Snegovoi planeaba un viaje?

— Sí, la tuve. Quiero decir, no fue una impresión. Me dijo que se iría por la mañana, y que me traería las llaves.

—¿Y lo hizo?

— No. Quiero decir, puede haber tocado el timbre y yo no lo oí. Estaba durmiendo.

Zíkov escribió con rapidez, apoyando el anotador en la carpeta que tenía sobre la rodilla. No miró para nada a Maliánov, ni siquiera cuando le formulaba preguntas. ¿Tal vez tenía prisa?

—¿Mencionó Snegovoi adonde iba?

— No, no me dijo adonde viajaba.

—¿Pero usted lo supuso?

— Bien, creo que tenía una idea. A un campo de pruebas, o algo por el estilo.

—¿El le dijo algo de eso?

— No, es claro que no. Nunca hablábamos de su trabajo.

— Y entonces, ¿en qué basó sus suposiciones?

Maliánov se encogió de hombros. ¿En qué las basaba? Es imposible explicar cosas como esa. Resultaba claro que el hombre trabajaba en un refugio subterráneo profundo, tenía las manos y la cara quemadas, y los modales correspondientes a esa clase de trabajo… y en rigor se había negado a hablar de sus ocupaciones.

— No sé. Siempre pensé eso. No sé.

—¿Le presentó a alguno de sus amigos?

— No, nunca.

—¿A su esposa?

—¿Está casado? Siempre creí que era soltero o viudo.

—¿Por qué creyó eso?

— No sé —contestó Maliánov, furioso—. Intuición.

—¿Quizá se lo dijo su esposa?

—¿Irina? ¿Cómo podría saberlo ella?

— Eso es lo que me gustaría aclarar.

Se miraron en silencio.

— No entiendo — dijo Maliánov—. ¿Qué quiere aclarar?

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