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— Te matarán allí —dije, desesperado.

— No es obligatorio — repuso—. Y en fin de cuentas, allí no estaré solo… y no sólo allí… y no sólo yo.

Nos miramos a los ojos. Detrás de las gruesas lentes no había tensión, ni falsa impavidez, ni llameante martirio… sólo la rojiza calma y la rojiza confianza de que todo sería como era, y de ninguna otra manera.

Y no dijo nada más, pero sentí que continuaba hablando. No había prisa, decía. Aún quedan mil millones de años hasta el fin del mundo, decía. En mil millones de años se puede hacer mucho, muchísimo, si no nos rendimos y entendemos, si entendemos y no nos rendimos. Y también pensé que decía: "¡El sabía cómo garabatear en el papel bajo el chisporroteo de la vela! Tenía algo por lo cual morir junto al río Negro". Y sus satisfechas risotadas, como las risas marcianas de Wells, resonaron en mis oídos.

Bajé la vista. Sentado, encorvado, apreté con ambas manos, contra el vientre, el sobre blanco, y repetí por décima, por vigésima vez: "Y desde entonces se abren ante mí senderos tortuosos, desviados, abandonados…"

Final del manuscrito

Julio-diciembre de 1974

FIN

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